Tenía pensado para hoy escribir sobre otra cosa. Había prometido hablar sobre la nueva novela que estoy escribiendo. Pero me conmovió mucho ayer ver a Clara Rojas abrazando por fin a su madre, esa señora de cabello corto y blanco y de presencia más bien frágil que hemos visto desde hace poco más de 6 años en prácticamente todas las manifestaciones que los colombianos han realizado para la liberación de los 3,200 secuestrados que existen en Colombia.
Doña Clara de Rojas no escatimó esfuerzos ni palabras para hacer todo lo posible por lograr la liberación de su hija, y al mismo tiempo, abogar por la liberación de todos los secuestrados. Su edad, pero sobre todo su salud quebradiza no fueron obstáculo para su activismo. La recuerdo al inicio de todo este calvario caminando con bastón y ahora, con los años, debe caminar con una andadera.
Eso no impidió que ella estuviera ayer en el aeropuerto de Maiquetía en Caracas para recibir a su hija, recién liberada junto a Consuelo González. Se las veía a ambas muy cansadas, un poco confundidas, quizás incrédulas porque al fin pueden estar juntas de nuevo. Clara no dejaba de besarla y abrazarla una y otra vez. Habría que tener un corazón muy duro para no conmoverse ante esa escena. Hasta la periodista de la televisora venezolana que narraba el encuentro y que CNN retransmitía en vivo, se le quebró varias veces la voz.
Trato de imaginar las conversaciones privadas de ambas, lo que hará Clara Rojas al volver a su casa, a su habitación, cómo será ese recomenzar la vida que, seguramente después de lo vivido, jamás volverá a ser igual.
Siento una íntima alegría por la madre de Clara Rojas y también por los familiares y amigos de ambas liberadas. Pero en mi mente se repetía una y otra vez la pregunta “¿e Ingrid?”. Y me repetía la pregunta mientras tenía clavada todavía en la memoria aquel dramático retrato de ella, prueba de vida, sí, pero imagen de una vida que se está extinguiendo, desperdiciando. Aquella imagen de Ingrid me pareció la de una tristísima y solitaria madonna del renacimiento italiano, secuestrada en la inexpugnable selva del odio entre humanos.
La liberación de dos secuestradas es maravilloso, sí. Maravilloso para sus familiares y sus amigos, para Colombia y para todos los que hemos seguido de cerca ese calvario. Es maravilloso porque eso inaugura una esperanza, quizás diminuta, tonta, pero necesaria para continuar el curso de los días, para tener aliento y seguir en la lucha, en las negociaciones, en el esfuerzo por liberar a todos los que falta.
Pero ¿e Ingrid? ¿Y todos los demás secuestrados? Dos liberados está bien. Pero es muy poco. Es un triunfo, pero es muy poco. Es poco cuando sabemos que hay varios secuestrados más desde hace años, AÑOS. Es poco cuando sabemos que son tantos los familiares que sufren cada día la ausencia de los suyos. Es poco cuando sabemos que algunos de esos familiares morirán y nunca volverán a ver a los secuestrados, como ocurrió con el esposo de Consuelo González que murió mientras ella estaba en cautiverio.
Ojalá que los políticos tengan la decencia de no manosear este suceso a su favor, aunque lo dudo. No voy a comentar de los dimes y diretes y vedettismos y ansias de protagonismo que algunos políticos están intentando en medio de todo esto.
Nada más me permito rescatar una frase acertadísima que dijo ayer el vice-presidente de Colombia, también ex-secuestrado: no hay que olvidar a los demás. Y que se haga cierto el clamor de los colombianos, plasmado en las camisetas que llevaban puestas las hijas de Consuelo González: ¡Libertad para todos ya!
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