miércoles, octubre 20, 2010

Redes sociales: demasiado ruido

.

(La entrada del pasado 15 de octubre fue mi entrada número mil y quería originalmente dedicarla a hacer una reflexión sobre los blogs y las redes sociales. Sin embargo coincidió con el Blog Action Day 2010 al que me había apuntado a participar para escribir, junto a miles de blogueros en el mundo, sobre un tema que necesita acciones urgentes como lo es el agua. Sin embargo, no quiero dejar de compartir algunas reflexiones y conclusiones a las que he llegado últimamente con esto de las redes sociales en internet).


Abrí mi perfil de Facebook, como seguro lo han hecho millones de personas, impulsada por la curiosidad. Todo parecía estar pasando ahí en FB, y el que no estaba adentro de sus murallas parecía estarse "perdiendo de algo". Había cosas difíciles de captar o comprender si no se tenía un perfil, así es que me metí a ver de qué se trataba.


No sabía bien si me interesaba o me gustaba o me convencía o si iba a servir para algo (y que no estuviera ya dado por los blogs o por Twitter). Poco a poco fueron apuntándose algunos "amigos". En realidad eran personas que conocía poco, o que había visto una vez en la vida. Los amigos de la vida real casi que no estaban ahí pero poco a poco fui encontrando a algunos de ellos. Por lo demás, hago constar en acta que mis amigos de la vida real son muy pocos. No soy gregaria, no soy de grupos y tengo una fuerte tendencia a ser ermitaña.

Pensé que no pasaría de unos 25 o 30 "amigos feisbukianos" y cuando llegué como a los 64 me sorprendí. De pronto, gente a la que no conocía solicitaba mi amistad porque habían leído mis libros y sobre todo mi columna de La Prensa Gráfica y no quise negarles la solicitud. En fin, que de broma en broma, me veo con casi 700 amigos y si acepto todas las solicitudes pendientes estaré llegando fácil a los 800. Lo cual para mí es demasiado.

Con esto de las redes sociales he tenido sentimientos encontrados. Al comienzo me parecía interesante interactuar con extraños. Pero luego de 5 años de tener un blog, 2 de Twitter y casi de 1 en FB, siento que hay "demasiado ruido".



Primero bajé el ritmo del blog y por ahora me limito a publicar mi columna y a compartir enlaces que considero interesantes. Siempre pienso retomarlo, pero no tengo el tiempo ni la concentración suficientes y me parece que por el momento, con una entrada a la semana sería suficiente. Muchas veces he pensado que tengo que callar un poco y que no hay necesidad de tener una opinión hecha sobre todo lo que ocurre en el país, la región y el mundo. Y que el tiempo que invertiría en mi blog mejor sería invertirlo en mi propia obra, que a estas alturas es la prioridad número uno de mi vida. Por lo demás, los blogs parecen ya estar en picada frente a la velocidad y facilidad que ofrecen las redes sociales para publicar y compartir todo. De hecho, leí un artículo que afirma que varios conocidos blogs se transformarán en revistas electrónicas. Pareciera que la vida puede concentrarse en poco menos de 400 caracteres y que a nadie le interesa leer explicaciones largas de ningún tema. El hecho de que mi columna en La Prensa Gráfica haya sido ampliada en espacio también influyó en la disminución de mis entradas.


Poco a poco fui soltando Twitter, que por momentos parece una gran sala de chat y que, por la supuesta cortesía de seguir a todos (o casi todos) los que te siguen, me tenía siguiendo a 410 personas y no hay manera (para mí), de leer tanto. Mandé al diablo la "netiqueta" y comencé a limpiar la lista de la gente que sigo y dejé los que me interesan y puedo leer. Y el único motivo por el que no borro mi cuenta es porque cuando quiero encontrar noticias rápidas o confirmación de algo de última hora, Twitter es el lugar para saberlo y confirmarlo todo (ni los periódicos son tan rápidos).

Ahora estoy en proceso de hacer una gran limpieza también en FB. Lo que me llevó a abrir una página de "fans" y reducir drásticamente el número de amigos (ojalá me pueda quedar con unos 50 máximo, entre verdaderos amigos, conocidos y organizaciones que me interesan). Total, no estoy en competencia de nada con nadie y no me interesa "coleccionar amigos" ni demostrarle a nadie “lo popular que soy”. Y además, si no soy gregaria en la vida real, ¿por qué debería serlo en la vida virtual?

De FB (y las redes sociales en general), me interesa el intercambio de información, enlaces sobre noticias de arte y literatura, y las cosas que mis amigos de la vida real tengan que decir o recomendar. Pero demasiadas veces me he sorprendido de las cosas tremendamente íntimas que la gente se atreve a ventilar en público. Me ha sorprendido descubrir mensajes de odio, de cinismo, de crítica destructiva brutal e interminable, quejas y lamentaciones. En otros momentos, debo admitirlo, me han hecho reír con sus ocurrencias, me han conmovido con sus tragedias personales y con los ánimos que unos se dan a los otros cuando lo necesitan.

Pero en demasiadas ocasiones me he sentido como una mirona indecente leyendo todo eso y enterándome de cosas de las que de veras, preferiría no enterarme porque pienso que pertenecen a la privacidad ajena.

Así comencé a filtrar lo que quería leer y lo que no. También limité lo que yo pudiera escribir. Porque para decirle a los verdaderos amigos que salgo de viaje o que nos vayamos a tomar un café en equis lugar o contarles algo de mi vida, están el correo electrónico o el teléfono y sobre todo, el contacto personal. Y por eso cerré la opción para que otros pudieran escribir en mi muro de FB. Porque hay gente que no tiene sentido de la privacidad, de la propia y mucho menos de la ajena. Me incomoda que alguien me cuente algo personal o que me citen en alguna parte delante de 600 y pico de extraños o que cuelguen fotos mías donde por lo general siempre salgo fatal (y yo ODIO las fotos, no saben cuánto).

Al día de hoy sigo teniendo sentimientos encontrados con esto de las redes sociales en internet. Hay cosas que me gustan pero en lo general me fastidian bastante. Pensé inicialmente que sería buena idea tener un lugarcito en la red donde poder compartir con la docena de amigos verdaderos, que tengo regada en todo el mundo, y contarles de mi vida, compartir recetas, música, libros y artículos interesantes. Eso me ahorraría correos y tener que contarle a cada uno la misma historia, sobre todo a los que viven fuera del país. Pero tampoco se pueden uniformar los afectos y con cada amigo tenemos códigos e historias personales que hacen precisamente que cada amistad sea única. Y es esa calidad de “único” que hace a cada amigo especial. Y esa calidad se pierde en las redes sociales.

Desafortunadamente, mucha gente que conozco, que de por sí no era muy buena para escribir correos, al conectarnos por FB dejaron de escribir del todo y sentí que la comunicación, lejos de aumentar, disminuyó. Y hablo de esa comunicación personal, íntima, de tú a tú, que lográs con alguien a solas y no a través de mensajitos en una página que tooooodo mundo está leyendo.

Alguna vez se me ocurrió un cuento donde los personajes se comunicarían estrictamente por internet (blogs y redes sociales) y donde ya no hubiera mucho espacio en la calle o en la vida real para hablarse. Donde la gente ya no supiera cómo relacionarse persona a persona y donde le resultara más cómodo y hasta emocionante relacionarse a través de una computadora. La realidad se ha impuesto sobre mi imaginación haciendo que mi cuento sea obsoleto. Y la historia se me ocurrió mucho antes de yo entrar a FB, cuando apenas comenzaba la moda de los blogs...

Es muy difícil abstraerse de las redes y ciertamente están convirtiéndose en un elemento significativo de nuestra socialización, para bien o para mal. Creo en todo caso que lo importante es saber cómo convivir con estas redes de manera saludable y aprovecharlas para compartir lo bueno que puede encontrarse en internet.


.

lunes, octubre 18, 2010

El placer de leer

.

Recuerdo la tarde en que me regalaron mi primer libro. Debo haber tenido unos cinco años y era el fin de mi primer año de kinder. Las monjas de mi colegio, tan ceremoniosas y formales siempre, hicieron un acto en el que todos los padres de familia veían orgullosos cómo sus pequeñas se “graduaban” de su primer año en el colegio. Las monjas nos llamaban por nuestros nombres y nos daban medallas por buenas notas o buena conducta. A mí me dieron una banda de “perseverante”, porque no había faltado a clases ni un tan sólo día de todo el año.

Recuerdo que yo estaba parada sobre el escenario y desde ahí miraba a mi tío Ricardo que tenía un regalo entre las manos. Sabía que era para mí y no me aguantaba por recibirlo. Me moría de la curiosidad por saber lo que era y estaba segura que me encantaría porque mi tío Ricardo siempre me regalaba cosas que me gustaban.

Después de lo que me pareció una eternidad, el aburrido acto terminó y las niñas bajamos a reunirnos con nuestros familiares. Mi tío me dio aquel paquete envuelto en papel de regalo de colores pastel, con una chonga amarilla. “Felicidades”, me dijo, como si yo hubiera hecho algo realmente importante, al mismo tiempo que me daba un beso que me dejó húmeda la mejilla.

Tomé el regalo pero no lo abrí allí mismo. Tampoco lo abrí en el camino del colegio a la casa, que tardaba una buena media hora. Esperé hasta llegar a Los Planes para abrir el regalo. Lo abrí, como se me había enseñado a hacerlo, despegando la cinta adhesiva y procurando no romper el papel. Y cuando por fin lo destapé no supe qué pensar. Era un libro grande, de pasta dura, con la ilustración de un ratón dibujada en su portada.


Mi desconcierto se debía a que en mi casa había muchos libros. O sea, un libro no era un objeto novedoso, no era un juguete y me parecía que tampoco era algo propio para una niña. Además, y lo más grave, yo no sabía leer. Así es que ¿qué iba a hacer yo con un libro?



Mis padres no acostumbraban contarme cuentos ni leérmelos. No tuve más remedio que darle vuelta a sus páginas, examinar los dibujos con detenimiento e imaginar de qué podría tratarse aquella historia.

Cuando aprendí a leer al año siguiente, lo leí por mi propia cuenta pero recuerdo que nuevamente me desconcerté. Me parecía más emocionante el montón de historias que me había inventado que el texto real. Además, en cada repaso de los dibujos me inventaba una versión diferente a la anterior y bastante alejada de la historia real. El libro se llamaba Suavín, el ratón de palacio y su autor era Rafael Santamaría. Fue editado en 1965 en Bilbao. Al día de hoy sigo buscando aquel libro que se perdió, ya no sé cómo.

Un par de años después, cuando mi tío supo que ya sabía leer, me regaló un paquete de libros que incluía un condensado de los viajes de Marco Polo, la vida de Gengis Khan, algún libro de Emilio Salgari o de Julio Verne y la novela para niños Heidi, de la autora suiza Johanna Spyri.

Heidi fue la primera novela que leí (y sí, en ella se basaron los famosos dibujos animados posteriores). Comencé y ya no pude detenerme. Recuerdo el asombro que me produjo descubrir que no sólo podía entender cada palabra sino también, que comprendía la historia. Fue como aprender a descifrar un código secreto, un misterio largamente estudiado, porque en el colegio me esforzaba tanto por ir leyendo bien en voz alta, con la mirada severa de sor Ardón vigilándome, que no podía distraerme haciendo lo que llamaban “lectura comprensiva”.


Mi madre estaba fastidiada de verme sentada, con la nariz metida en el libro y sin poder hacer nada más durante los 3 o 4 días que me tomó terminarlo, pero no hice caso de sus reclamos y leí hasta el final. Y cuando lo hice, sostuve aquel libro entre mis manos, miraba sus pastas duras y me sentía orgullosa de mí misma por haber leído mi primer libro “serio”.

La emoción de haber terminado aquella historia perduró durante varios días. Leer me había permitido irme lejos, bien lejos, y de imaginar y visualizar a mi antojo todo lo que iba leyendo. Y pensé que eso era algo que me gustaría hacer: inventar historias y escribirlas para que otras personas sintieran lo mismo que sentía yo cuando leía. Escribiría libros. Estaba más que segura que ése era mi cometido en la vida.

Es a mi tío Ricardo y su manía de regalarme libros, a quien le debo, en gran medida, el descubrimiento de mi vocación literaria. Se llega a la escritura porque primero se aprende a leer. Se imagina a través del juego y de la lectura. Y aunque no todos los lectores terminan convirtiéndose en escritores, lo cierto es que la lectura es uno de los ejercicios más enriquecedores que puede realizar cualquier ser humano.

No importando la edad del lector, ni el tipo de libro que lea, ni siquiera si el libro es bueno o malo, leer forma gran parte de nuestras vidas. Y no hablo solamente de literatura. Imaginemos una vida sin libros, sin periódicos, sin manuales de instrucciones, sin letreros, sin internet y donde el acto de leer fuera exclusivo de una casta privilegiada como lo fue en diversas culturas y momentos de la historia.

Es frecuente la queja de que “cada día se lee menos” y no sólo se escucha acá en El Salvador sino también en países con una industria editorial envidiable como Alemania, Francia, España, Argentina y Colombia.

Leer es sin duda un hábito que comienza en casa. Es difícil imaginar que en una familia donde nadie lea, a los niños les agrade la lectura. Pero es en ese segundo hogar, en la escuela, donde el hábito también puede encontrar asidero. Desafortunadamente, los aburridos, obligatorios y poco imaginativos métodos de enseñanza de la literatura en muchos planes de estudio (no sólo nacionales, sino también en otros países del mundo), lejos de promover la lectura o de incentivar a los jóvenes a adoptarla como un hábito, los fastidia de por vida y les crea más bien un rechazo permanente a los libros.

Leer implica comprometer la subjetividad individual. Por lo tanto, calificarla igual que se califican las matemáticas no tiene sentido alguno. Que los profesores hablen de simbologías de personajes, significados de títulos o de resumir capítulos tampoco lo tiene. Y menos sentido tiene la obligatoriedad de las lecturas a partir de libros escogidos, quizás con el criterio de proporcionar a los alumnos un conocimiento mínimo de todos los períodos de la literatura, pero que no tienen la intención de que los adolescentes se enamoren de los libros, que es lo que se debe lograr si se quiere crear lectores a futuro.

Obligar a leer a alguien, lejos de incentivar la lectura, desalienta y causa rechazo. Acceder a los clásicos sin estar preparados para apreciar las sutilezas de una historia, la riqueza del lenguaje o la plena comprensión de sus páginas es desperdiciar el tiempo tanto de maestros como de alumnos. Finalmente, cuando el adolescente termina sus estudios, acaba tan hastiado de la literatura o por lo menos subvalorándola tanto, que leer novelas, cuentos o poesía lo considera “una actividad sin importancia”.

Pareciera que los planes de lectura no son elaborados por amantes de la literatura sino simplemente por burócratas que deben cumplir cuotas y metas sin tomar en consideración el factor humano.


En la novela Farenheit 451 de Ray Bradbury, los libros son quemados por los bomberos y quienes los poseen deben esconderlos. Las personas se entretienen con drogas especiales y pantallas televisivas que, supuestamente, hacen felices a la gente pues no tienen que preocuparse por pensar, cuestionar la realidad o imaginar nada. La poderosa metáfora distópica de Bradbury concluye con grupos de rebeldes que memorizan páginas y libros enteros para salvarlos del fuego y del olvido.

Es común que a los escritores se nos pregunte para qué sirve la literatura. Nunca he sabido cómo responder esa pregunta. Puede que la literatura no sirva para nada o que sirva, como han logrado los libros de Bradbury y de miles de autores más, para hacernos reflexionar sobre nuestra condición humana a partir de historias que sirven como metáforas o espejos de la realidad.

Pero nadie puede discutir que leer nos enriquece intelectual y espiritualmente. Y en la enajenada realidad que nos toca vivir hoy en día, rendirse al placer de la lectura es tan necesario y urgente como respirar.


(Publicado domingo 17 de octubre 2010 en revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica).


.