Escribí el siguiente texto a solicitud de Centroamérica 21. Se me pedía comparar a San Salvador y San José, qué cosas amo y odio de ambas. De principio la idea me gustó, pero luego me inquietaron dos cosas: primero, comparar dos ciudades tan disímiles entre sí. Comparar, por lo general, puede suponer un ejercicio peligroso de poca objetividad, donde se favorece a una de las partes. Y en esa comparación sentía que ambas ciudades podrían salir perdiendo, de un modo o de otro. Cosa que no me parecía justa.
Pero sobre todo me inquietaba la parte del "odio" posible por alguna o ambas. Hay cosas que me dan rabia o que me molestan en ambos lugares, es cierto, pero están muy lejos de convertirse en odio, sobre todo porque dicho sentimiento es ajeno a mi naturaleza y ciertamente, trato de evitarlo.
Lo importante fue que este texto me permitió poner por escrito algo que le vengo diciendo a mucha gente desde hace ratos: que San José me recuerda al San Salvador de "antes". Y en ese sentido, me siento cómoda (sobre todo a nivel anímico), con un sentido de recuperación y no de pérdida por haber abandonado mi ciudad natal.
A continuación el texto publicado:
En busca de mi ciudad perdida
Con demasiada frecuencia escucho a la gente decirme que San José es “un pueblón”. Me lo dicen sobre todo salvadoreños, pero también otros centroamericanos. En el tono va implícito mucho de desprecio por lo que consideran una ciudad “poco moderna”. San José no es perfecta, claro está. Pero ¿qué ciudad lo es?
Esos comentarios me hacen preguntarme sobre la concepción de “lo moderno” que tienen algunas personas y sobre lo que un enfermizo frenesí urbanístico, de espaldas al centro de San Salvador que está abandonado a su suerte, como un perro enfermo, obra sobre sus habitantes. Parece que se nos olvida que las ciudades no son solamente edificios y carreteras, sino sobre todo su gente.
Pienso en esas frases cuando camino en San José. Veo con detenimiento a mi alrededor y creo comprender por qué lo acusan de pueblón. No hay edificios demasiado altos, pese a la gran expansión de la ciudad, una expansión tan vasta que me temo jamás conoceré todos los rincones que la conforman. San José no destaca por sus centros comerciales diseñados por arquitectos famosos ni por torres con apartamentos que valen miles de dólares ni por pulmones verdes sacrificados para que unos cuantos privilegiados jueguen al golf o puedan manejar más rápido sus carros en autopistas y carreteras.
Sin embargo, el viajero (llámese exiliado, migrante o turista) sufre de una enfermedad corrosiva: la nostalgia. Al perseguir el espejismo del regreso a San Salvador, una obsesión que alimenté durante 20 años de ausencia en los que estuve viviendo entre Europa y Nicaragua, soñaba con una cosa en particular: volver a la ciudad donde yo imaginé vivir mi vida de adulto independiente.
Volví. Pero se me olvidó que el tiempo no pasa en vano ni para la gente ni para las ciudades y tampoco para mí misma. Mi padre había muerto. Y aquel San Salvador que él me hizo conocer y amar, tomada de su mano, también. Menos de 6 meses después de mi regreso, comprendí que había cometido un error al intentar vivir de nuevo allí, pero por lo menos me curé de nostalgias. El lugar al que soñé volver ya no existía ni existirá más.
A solas caminé las calles de San Salvador descubriendo los más dramáticos cuadros de la miseria humana, escuchando historias pavorosas de violencia, asaltos, violaciones, secuestros y siendo asaltada yo misma 4 veces (en la última, sobreviviendo Dios sabe por qué, después de que un huelepega de unos 14 años, al que me negué a darle “un peso”, me quiso ahorcar a las 3:30 de la tarde, frente al Parque Barrios y donde absolutamente NADIE se acercó a ayudarme. Y conste, no era un marero).
No comprendí ni a la ciudad ni a sus gentes y pensé mejor largarme antes de que me mataran, decisión que tomé después de la segunda vez que se metieron a robar a mi casa. “Una tercera vez no me encuentran”, me dije.
Hace poco, releyendo algunos diarios personales, me di cuenta de algo que no recordaba y es que la idea de venirme a Costa Rica tenía varios años de rondarme la mente. Lo pensé incluso mucho antes de conocer este país. El destino o la fuerza de mi deseo, puso en mi camino personas y circunstancias que hicieron posible dicho traslado.
Lo más curioso es que, a medida que he ido conociendo San José, sobre todo el centro, he tenido una suerte de déjà vu, una intensa sensación de recuerdo, porque San José me recuerda mucho al San Salvador de los años 60 y 70, mi San Salvador perdido.
Las edificaciones del centro y de algunos vecindarios, como Los Yoses, que comparten una arquitectura común con el resto de ciudades centroamericanas y que todavía se conservan en bastante buen estado; las calles estrechas, con ruidoso comercio, vitrinas y edificios que refrescan la retina como el Correo o la escuela metálica frente al Parque España (hecha con el mismo sistema con el que se construyó el Hospital Rosales); los parques, pulmoncitos verdes, bien cuidados con bancas de cemento donde la gente se sientan a hablar sus cosas o a leer, como el Parque Morazán con su Templo de la Música, todo me remite a una ciudad ahora imaginada, añorada en la angustia de lo perdido para siempre.
Y muchas, tantas veces, caminando en San Pedro Montes de Oca, una de las zonas más populares de la ciudad donde ahora vivo, sintiendo la brisa fresca del atardecer, viendo el cielo azul intenso en esa hora particular en que el día se convierte en noche, durante algunos segundos me siento transportada en el tiempo y en el espacio. Y siento recuperar mi San Salvador perdido, aunque sea por breves, ilusos instantes.