viernes, enero 04, 2008

Georgia O'Keeffe en Nuevo México

Cuando llegó por primera vez a Nuevo México, cuenta Georgia O'Keeffe en este video, se sintió de inmediato en casa y eventualmente se mudaría allá. Salía todos los días a explorar los alrededores de su propiedad, el Ghost Ranch, desde las 7 de la mañana hasta las 5 de la tarde.

Pintaba en su carro, convertido en un improvisado estudio al sacar el asiento de atrás, darle vuelta al asiento del chofer y colocar las telas en el espacio que quedaba. Era el único lugar con sombra donde pintar.

Estaba acostumbrada a pintar flores en formato gigante, pero no había flores en aquellos parajes. Así es que recogía huesos y calaveras para usarlas como “modelos”. También, cuando iba a la ciudad más cercana, compraba flores artificiales, para usarlas en sus cuadros. Deseaba pintar los paisajes y buscó a alguien que le enseñara a hacerlo, pero nunca encontró a nadie, así es que se atrevió a intentarlo sola. A veces el viento era tan fuerte que no sabía cómo hacer para pintar y sostener la tela al mismo tiempo.

Pensaba, luego de escucharla, que cuando se necesita pintar (o escribir o bailar o hacer música), se hace no importando las circunstancias, las carencias, las dificultades...





jueves, enero 03, 2008

Roberto Castillo (1950-2007)

roberto castillo 3.jpgComenzamos mal este año. Ayer por la mañana falleció el querido amigo Roberto Castillo, escritor hondureño. Como suele pasar en estos casos, la noticia lo deja a uno aturdido, repasando recuerdos.

Por algún motivo nos comunicamos por correo electrónico, pero no nos conocimos personalmente hasta el 2004, cuando coincidimos en Madrid invitados por Casa de América, para un encuentro sobre literatura centroamericana. Hicimos migas de inmediato. Roberto andaba acompañado de su esposa Leslie y todos los escritores invitados estábamos alojados en la Residencia de Estudiantes. Compartimos mesa en los desayunos o almuerzos y siempre era un gusto estar con ellos.

Roberto era un tipo de buen carácter, afable y excelente conversador. Afectados por el jet-lag, no era inusual encontrarnos de madrugada en el área de computadoras en que íbamos a revisar nuestros correos y continuábamos las pláticas sobre los más diversos tópicos.

Luego, cuando cada quien regresó a su país, Roberto y yo mantuvimos contacto por correo. Fue de las pocas personas que realmente escribía cartas. Con mi traslado a Costa Rica (y creo que él se había mudado a un lugar donde no tenía mucho acceso a internet), nos dejamos de escribir un tiempo, pero en algún momento me escribió de nuevo porque le iban a publicar un libro de ensayos acá. Suponíamos que haría un viaje para presentarlo... pero ya no supe más de él. Hasta ayer. ¡Cuán impertinente esta condición de mortales!


Comparto el enlace a una entrevista que le hice para el suplemento "Áncora" de La Nación de Costa Rica, parte de una serie de entrevistas a escritores centroamericanos.



Te vamos a extrañar, Roberto.

miércoles, enero 02, 2008

Hermosa como el suicidio: Alejandra Pizarnik

pizarnik2.jpg25 de septiembre de 1972. En el 980 de la Calle Montevideo de Buenos Aires, departamento C del séptimo piso, 50 pastillas de Seconal sódico son ingeridas por una mujer de 36 años que teme a la locura y a la vejez, que está deprimida y también desencantada de la poesía (“dediqué mi vida a la poesía y ahora descubro que la poesía no le importa a nadie”).

Lo único que tiene es su nombre, Alejandra Pizarnik, que fue el que se dio a sí misma a partir de su segunda publicación, guardando para el recuerdo el que le habían dado sus padres, Flora, y el verdadero apellido, Pozharnik, alterado por un error de registro, hecho frecuente entre los funcionarios de migración de Argentina, cuando admitieron a sus padres, una pareja de judíos rusos que huyeron de Europa justo a tiempo, es decir, antes del holocausto donde, en efecto, murió gran parte de la familia que quedó atrás.

En junio del 71, poco más de un año antes, Pizarnik había ingerido una sobredosis de barbitúricos pero fue encontrada a tiempo como para ser llevada a un hospital a hacerle un lavado de estómago. A partir de entonces frecuentaría clínicas y tratamientos para tratar de aliviar su persistente depresión.

Su familia siempre estuvo consciente de que algo pasaba con Buma o Blímele, diminutivo cariñoso en yiddish con el que llamaban a la entonces aún Flora: era tartamuda, asmática, muy tímida, tenía acné, era bajita y también un poco gorda. Ella se consideraba además a sí misma como fea e inadaptada.

A los 15 años comienza a fumar y la obsesión por su sobrepeso, la hizo consumir anfetaminas, fácilmente adquiribles en las farmacias, y que se utilizaban como tratamientos contra la obesidad.

Las anfetaminas seguirían acompañándola durante sus años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, prolongando las noches de desvelo en las que intenta estudiar letras pero que después deja para estudiar pintura con Juan Battle Planas. Lee todo lo que cae en sus manos, se fascina por el surrealismo y acude al psicoanálisis para explorar sus obsesiones, una de ellas, la infancia perdida.




Su primer libro de poemas será financiado por su padre quien además paga las clases de pintura, el psicoanálisis, algunos dicen que la publicación también de sus dos siguientes libros y eventualmente el viaje que la llevará a Paris en 1960. Siempre mantendrá una dependencia económica con su familia, dependencia que odia pero que al mismo tiempo le sirve como un refugio de seguridad al que siempre puede recurrir.

En los cuatro años que vivirá en Paris conocerá a Julio Cortázar y a Octavio Paz, con quienes tendrá fructíferas amistades. Cortázar la apoda cariñosamente “bicho”. Paz prologa su libro Árbol de Diana en 1962, uno de sus mejores trabajos. Pizarnik trabaja para la publicación de Cuadernos para la liberación de la cultura como correctora de pruebas y colabora en La Nouvelle Revue Francaise, Les Lettres Nouvelles y Zona Franca de Caracas. También publica en Sur de Argentina.


Es uno de sus momentos más productivos como escritora pero también, uno de pobreza y preocupaciones. Vive en un cuarto minúsculo, apenas le alcanza el dinero (enviar una carta le supone privarse de almorzar), maldice los trabajos que tiene que hacer para sobrevivir y que le quitan las horas para poder escribir. A pesar de ello, goza de sus amistades intelectuales y de caminar bajo el cielo gris de París que, de alguna manera, refleja su estado interior.

Sus cartas de esa época reflejan una dualidad de euforia por lo que escribe y angustia por lo material: “Yo ando mejor que nunca. Escribo, publico en las revistas de aquí, –y– lamentablemente, trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche”.

Tiene que regresar a Argentina, apurada por su familia. Su padre está mal de salud. Pizarnik vuelve en el 64 y su padre muere en 1967. Se muda con su madre a un apartamento en Buenos Aires que ésta compra. Va publicando lo que ha escrito en París, Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de la locura, poemas que demuestran su madurez como poeta. Gana también premios de poesía y una Beca Guggenheim que dilapida sin miramientos. Hace dibujos que recuerdan a los de Paul Klee y a los de García Lorca.

Hace un breve viaje a Nueva York (“New York me horrorizó”) y luego a París, adonde añoraba volver, pero se decepciona de lo que encuentra. París está “desposeída de su antiguo encanto literario”. Se reencuentra con Cortázar pero, según le escribe a un amigo, “está sumamente politizado desde hace un tiempo. Por lo tanto, si quieres que te responda, escríbele en términos de rebelde enamorado de Cuba mezclado con algo de Rimbaud y sobre todo de Lautréamont. No me estoy burlando de Cortázar, a quien tanto quiero, pero no creo en sus dotes políticas (ni seguramente él tampoco a pesar de sus esfuerzos por engañarse)”.

De regreso a Buenos Aires, casi no publica y la depresión la abruma. Pese a ello, logra trabajar en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Es 1970, el año en que muere Janis Joplin y de quien Alejandra es devota. Amigos cuentan que solía escuchar su música a todo volumen durante horas enteras. Alejandra le escribe un poema:



a cantar dulce y a morirse luego

no:

a ladrar.

Así como duerme la gitana de Rousseau

así cantás, más las lecciones de terror.

Hay que llorar hasta romperse

para crear o decir una pequeña canción,

gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia


eso hiciste vos, eso yo.

Me pregunto si eso no aumentó el error.

Hiciste bien en morir.

Por eso te hablo,

por eso me confío a una niña monstruo



Al año siguiente, el proceso terapéutico que diseña Pichon Rivière mejora temporalmente la situación de Alejandra. O por lo menos eso parece. Sin embargo, ese año publica dos libros, La condesa sangrienta y El infierno musical, donde las alusiones a la muerte y sobre todo al suicidio son evidentes. En el segundo de los libros mencionados, Pizarnik escribe: “El soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra. Palabra o presencia seguida por animales perfumados; triste como sí misma, hermosa como el suicidio; y que me sobrevuela como una dinastía de soles”.


Decae y no podrá recomponerse de nuevo. Se la pasa recluida, rechaza la luz, vive de noche, su mundo es de tinieblas. Escribe cartas y poemas incoherentes. Entra y sale de hospitales, de clínicas, de tratamientos. A mediados de 1972 estuvo internada cinco meses en el Hospital Siquiátrico Pirovano de Buenos Aires y en un permiso para pasar el fin de semana en su casa, toma el Seconal.

Sus diarios personales fueron mutilados por la familia para evitar que se supiera sobre su homosexualidad y sobre sus fantasías eróticas de contenido sadista y obsceno. Así mismo, los diarios ya habían sido editados años antes por la misma Alejandra, quien borró algunas partes que no le hubiera gustado ver publicadas.

Sin embargo, hay muchos retazos de Alejandra Pizarnik que la sobreviven pese a sí misma. Como esta anotación de su diario escrita alrededor de un año antes de morir: “Abandono de todo plan literario… Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana… sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”.

En aquella habitación, junto a su cuerpo, encontraron escrito en un pizarrón: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Su cuarto estaba lleno de muñecas destartaladas y maquilladas, libros que se apiñaban por todas partes, lápices de colores que ella coleccionaba como manía personal y los papeles dispersos de sus últimos escritos.





(Publicado en C.A. 21, número 5 de la serie El Club de los Escritores Suicidas).