Esa desesperación de salir de casa, de confirmar la hora a cada instante. La planificación casi que de operativo militar sobre los detalles del viaje. Empacar la maleta, lista en mano. Un inexplicable temor de perder el vuelo (yo que jamás he perdido un vuelo en la vida. Tampoco una maleta, toc toc toc, toco madera).
El rostro lleno de reproches de la gata. Maleta grande significa muchos días de ausencia. Sobarle la panza y explicarle que vuelvo, que siempre vuelvo. Que jamás la abandonaré, que por ella yo siempre vuelvo a dónde sea, pero que jamás la abandonaré. Y salir rápido. Y montar en el taxi con sentimiento de culpa por dejarla.
Esa tierra de nadie en que se convierten las ciudades los domingos en la tarde.
Las maletas. Siempre las maletas. Niños que lloran. Madres que regañan a sus hijos. Alivio de no tener que viajar con hijos. Un hombre con una jaulita y una mascota no identificada adentro.
El acto de strip-tease obligatorio en el área de revisión. Monedas, llaves, laptop, bolso, zapatos, anillos. ¿Reloj? No, me dice la empleada. Y cuando paso, suena la alarma como si toda yo estuviera hecha de plomo. ¡Reloj! me dice un oficial levemente alterado.
Los personeros de las líneas aéreas gritando nombres de pasajeros atrasados a través de los pasillos. Pasajeros que llegan corriendo a las puertas de salida. Viajeros con una increíble variedad de tamaños, marcas y colores de laptops y netbooks. La gente y sus telefonitos. El frío del aire acondicionado. Señoras empujadas en sillas de ruedas. Alguien que me saluda y que tiene cara conocida pero que por más que intento recordar no sé quién sea. Los lentes oscuros. Mujeres que viajan solas. Una muchacha cargando una guitarra. Una señora indígena, no puedo saber si de Bolivia o Perú, con un pelo largo, largo, largo y un sombrero negro y un collar de piedras rojas. Los desesperados que caminan de un lado a otro para saber si les sirve la conexión de wifi. Los que están viendo sus pantallas como si allí aconteciera lo más importante del mundo.
Los incómodos asientos. Eso que llaman comida (hamburguesas, pollos fritos, sandwiches que son más pan que otra cosa). La tentación de las tiendas libres. Probar perfumes. Preguntar precios. Botellas de licor. Pensar que algún compraré esto o aquello.
La melancolía de viajes pasados. La nostalgia de las terminales. Los recuerdos de antiguas despedidas. Un hombre que se aleja visto a través del vidrio. Un correo enviado para un amante que se fue. La tristeza acumulada que queda guardada en las paredes, en los pasillos, en los asientos y que parece se contagia a las avalanchas diarias de nuevos viajeros con nuevas tristezas y nuevas despedidas. Puerto de entradas y salidas.
La sed. El siempre ácido café de los aeropuertos.
Deseo de escuchar Music for Airports de Brian Eno. Ojalá sonara en este lugar para no tener que escuchar esa abominable versión instrumental de “Tears in Heaven” de Eric Clapton. Pero gracias a eso, recordar esa belleza de canción, “River of Tears”, también de Clapton: “All I know is, since you’ve been gone/I feel like I’m drowning in a river,/Drowning in a river of tears”.
Las despedidas de los amantes en los aeropuertos. La pareja que se besa antes de entrar a migración, él con un ramo de rosas blancas. Los que se besan en la puerta de salida, apasionadamente, como en una película, él notablemente mayor que ella. Ella se va en el pasillo que la llevará al avión, él se va a su puerta a tomar otro vuelo. Recuerdo de mis propias despedidas. Mi corazón cruje como el corazón de la estatua del Príncipe Feliz en el cuento de Oscar Wilde.
La oscuridad que se hace afuera, despacio, imperceptible. Las siluetas de los aviones. Toda una vida de viajes. De aeropuertos. De rostros que jamás se vuelven a ver. De aerolíneas. De maletas. De autopistas. Ir y regresar y en cada viaje, lo juro, cambiar de alguna manera. Algo que uno aprende. Algo de lo que uno se desprende.
El rugir de un avión que despega. El rumor de un avión que aterriza. Las luces rojas, las señales. Afuera, en la zona de salida de pasajeros, imagino, habrá alguien feliz que espera un arribo. En alguna parte del mundo, quizás, alguien esperará por mí algún día.
Ese territorio extraño, ese mundo comprimido que es un aeropuerto.
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