martes, diciembre 15, 2009

Escribo como Hemingway, de pie...

Escribo como Hemingway, de pie. La computadora colocada sobre el desayunador de la cocina. Recuerdo que Hemingway decía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Es cierto. La posición evita que uno se distraiga o se acomode a divagar. Además decía: "¿Quién ha aguantado diez ’rounds ‘con el culo en una silla?".

No hay muebles en la casa a excepción de una cama y dos libreros.

Hay veinte cajas de libros y una gata de 15 años y 7 meses de edad.

Cuando yo sea grande, quiero ser como mi gata: ella tiene un temple, una disposición, un ánimo, una adaptabilidad y un coraje que ya quisieran tener muchas personas que conozco.


A partir del 24 de noviembre de este año, la Loli ha sido declarada “Heroína de la Patria” y “Combatiente Heroica”. Se portó bien valiente y bien digna en su primer (y espero último) viaje en avión.

Chistoso volar con un animalito. Todos se acercan a preguntarte por “el perrito” y se desconciertan cuando les digo que es “un gatito”. ¿Dejan viajar a los gatos? me pregunta varia gente. Pues sí, los dejan.

Por supuesto, la canción de ese viaje fue “El gato voladooooor”.




Hay otras 10 cajas más con papeles y materiales de investigaciones que he ido acumulando durante años para un par de novelas que quiero escribir.

Recuperar las escasas posesiones que tengo sobre la tierra y juntarlas por fin de nuevo bajo un mismo techo fue como recomponerme a mí misma, rearmarme a través de esas piezas sueltas que, mientras estuvieron dispersas y lejos de mí, me hicieron sentir como Osiris.

La emoción de desenvolver lo empacado minuciosamente en periódico e ir descubriendo lo que era. Encontrar y reencontrar cosas que ni recordaba tener. Pero al verlas, emocionarme como una niña y pegar gritos de júbilo.

Mauricio, que me acompaña a desempacar en ese momento, se ríe también. Es como una navidad.

Le digo a Mauricio: “estas cosas son mi hogar”.


Sensación de estar completa.

Tengo una vajilla incompleta para 8 personas. Tengo poco más de 20 tazas de todos los tamaños y colores. Admito que tengo una compulsión inexplicable por las tazas.

No hay internet, ni televisión, ni teléfono fijo. Y todavía no se mira cuándo los tendré porque depende de burocracias ajenas a mi voluntad.

Desde el cuarto que algún día será el estudio, puede verse el volcán de San Salvador. Y el tráfico de la carretera. Y los alambres de los postes de alumbrado y teléfono.

Desde la ventanita del dormitorio puede verse el alambre de navajas que guarda los muros. También desde el cuartito que se supondría sería de huéspedes pero que será bodega.

Desde la ventana del baño, por las noches, veo algunas luces encendidas en la torre de apartamentos de Multiplaza. Cada apartamento cuesta algo así como 264 mil dólares y ya casi todos están vendidos. ¿Quién dijo “crisis”?

Por las noches, en ese edificio, de 11 a 12 p.m., arrojan el ripio desde los pisos altos dentro de un tubo puesto en el exterior. Es como escuchar llover piedras.

Desde la ventana del baño veo también las luces de algunas casas en el volcán. Me dan nostalgia. Y envidia. Ya quisiera yo vivir en esos montes alejados y no en la ciudad.

No hay refrigerador. Estudio los variados procesos de descomposición de los alimentos. Es sorprendente lo que duran algunas cosas sin refrigeración: una cebolla cortada metida en una bolsa zip-loc dura 5 días sin arruinarse. Un queso Petacones clásico dura casi una semana. Un cartoncito de leche tarda 2 días antes de comenzar su fermentación. Las papas son casi eternas. Los huevos también. La piña puede cortarse y comerse de hoy a mañana. Las fresas también duran de hoy a mañana.


Doy mi reino por un tomate y una lechuga y una ensalada fresca y crujiente. También doy mi reino por una cerveza checa Pilsner Urquell, bien helada, pero bebida en mi casa, acomodada en el sillón azul que no tengo y viendo la tele que no tengo con el servicio de cable que no tengo.

Por las tardes, y a pesar de todo, los pericos siguen pasando sobre San Salvador, como en el poema de Alfredo Espino, a quien todo mundo desprecia por cursilón.

Desayuno, almuerzo y ceno sentada en la penúltima grada del segundo piso.

Por las noches leo o veo películas en la computadora. La computadora puesta sobre el asiento de una única silla que tengo y yo acostada en la cama.

Películas vistas: Lust, Caution. Blind Spot (sobre la secretaria de Hitler), Evangelion, Seven Samurais.

Por las noches pienso e imagino una casa llena de muebles.


No he tenido tiempo para pensar. No he tenido tiempo para sentir.

Todavía falta desempacar las 7 cajas de libros que traje de Costa Rica. Y organizar los libreros. Temo que ya no alcanzarán para guardar tanto libro y que deberé comprar otro.

El tono de mi nuevo celular es una Gimnopedie de Eric Satie.

Imprimí las 52 páginas que tengo escritas de mi novelita de ciencia ficción, que es más ficción que ciencia. Descarto una completa. Reescribiré 4. No sé cómo sigue pero continuaré.

Generosidad de gente que ni conozco.

Insomnio noche de por medio.

Leo el tercer libro de la serie Dune de Frank Herbert. Los que desprecian la ciencia ficción es porque:


a) No han leído suficiente ciencia ficción.

b) No comprenden el juego de la literatura.

c) Son unos tarados.

d) Todas las anteriores.

Y por ahí va la cosa...

lunes, diciembre 14, 2009

Por motivos de seguridad

Me gustaría vivir donde siempre he vivido en El Salvador: en Los Planes de Renderos, en una casa amplia, con ventanas que permitan entrar mucha luz y tener la vista de un jardín lleno de plantas y árboles, un espacio para sembrar yerbas y hortalizas y hacer composta, y donde mi gata pueda vivir a plenitud sus instintos felinos de correr y asolearse sobre el zacate y la tierra húmeda.

Me gustaría recibir allí a mis amigos, ofrecerles una buena comida y enfrascarnos en pláticas triviales o serias, aquellas que arreglan el mundo o lo desarman, y que ellos pudieran irse de madrugada y yo salir a despedirlos y quedarme viendo la carretera hasta que las luces de sus carros hubieran desaparecido.

Me gustaría tomar un bus y bajar al centro de la ciudad para hacer mis compras en el mercado, conversar un rato con las vendedoras o enfrascarme en el curioso juego del regateo, ir de allá para acá nada más que mirando edificios u observando a la gente (actividad que a los escritores nos encanta hacer), comer una minuta de limón o tamarindo sentada en algún banco de la plaza Barrios, leer un libro o darle de comer a las palomas en la plaza Morazán. Luego pasaría comprando algo de pan dulce en una panadería o a alguna señora instalada en una esquina con su canasto.

Volvería a mi casa en el bus, miraría la hora en mi reloj, y a eso de las cinco iría rapidito al parque Balboa a comprar unas pupusas para la cena, el mismo parque al que, en mi infancia, mi padre me llevó a aprender a andar en triciclo y a caminar entre los bambúes y los árboles de mango y manzana rosa.


Me gustaría, pero es imposible.




En las últimas semanas he andado buscando dónde vivir y en el ejercicio me ha tocado asumir que los salvadoreños hemos sacrificado nuestra forma de vida y costumbres para protegernos de la criminalidad en todas sus variantes.

Las casas no se buscan ni se alquilan en relación al gusto personal o al presupuesto disponible sino a la seguridad que te ofrece la misma. Hay que cerciorarse de que las casas tengan rejas en puertas, ventanas y garaje, alambres de navaja electrificados en los muros más altos posibles, alarmas y portones herméticos que no permitan la vista hacia el interior.

Las residenciales y colonias privadas, con tarifas adicionales por vigilancia, proveen la relativa certeza de que ahí adentro no nos pasará nada y son la opción para quienes pueden financiar un poco de paz mental.

Por favor absténganse de tener imaginación cuando se busca casa. Absolutamente todas son iguales (primer piso: sala, comedor, cocina, área de servicio, quizás un baño social y con suerte un minúsculo patio que, con algo de empeño, se podrá convertir en un jardincito. Segundo piso: tres cuartos y un baño o dos, y pare de contar). Lo único que cambia son las dimensiones y la ubicación.

Ojalá que la residencial no esté cerca de un tugurio, ni siquiera de un barrio de casas humildes o de predios baldíos y llenos de monte. ¿Habrá mareros? ¿Quiénes son y qué hacen los vecinos? ¿Por qué no se mira jugar a los niños en las calles? ¿Por qué todas las casas tienen puertas y ventanas cerradas durante el día?

Si usted quiere algo diferente, tendrá que meter la mano en la profundidad del bolsillo o jugársela en un vecindario sin vigilancia y rodeado de extraños que, es probable, no lo socorrerán ni llamarán al 911 en caso de algún percance, porque el vecino solidario ha desaparecido. Es mejor no meterse en asuntos ajenos, precisamente por motivos de seguridad.

Las residenciales no están precisamente localizadas cerca de supermercados ni otras áreas de servicio. Por lo tanto, comprar un carro se hace casi obligatorio. El carro es y se ha convertido en un medio utilizado, no estrictamente para cubrir las distancias de una ciudad que cada día se expande más, sino como otro instrumento que nos proporciona “seguridad” y que por los menos evita el riesgo de caminar por las aceras o transportarnos en esos instrumentos de pánico y vulnerabilidad en que se han convertido los buses y microbuses.


No me gustan las residenciales por el apretujamiento de casas y por la falta de privacidad que eso implica. Tampoco me gustan por la falta absoluta de creatividad del diseño de sus casas y porque me resulta inconcebible vivir sin un buen jardín. No me gusta la idea de comprar carro porque es mi humilde manera de contribuir en algo a no aumentar el deterioro ambiental. Pero lo que menos me gusta es tener que vivir de una manera que no va de acuerdo con mi concepto de calidad de vida, porque lo prioritario es sentirme “protegida” de la delincuencia.

Habitar residenciales y transportarse en carros ha hecho que muchas personas vivan en una especie de burbuja aislante que los protege de la realidad y sus amenazas. San Salvador es una ciudad por la cual a nadie se le ocurre salir a caminar y donde incluso detalles como el arreglo personal están pensados en función de no provocar a los delincuentes.

Al vivir así hemos otorgado un gran victoria a los criminales, los únicos que se mueven a su antojo y viven a sus anchas en la ciudad.



(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, 13 de diciembre 2009).