Hace cosa de tres años me dio por intentar escribir una novela de ciencia ficción. Partí de una idea básica que iba desarrollando a medida que escribía, sin ninguna planificación (como suele ser mi método). Aunque la historia era de por sí imposible, había ciertos principios científicos básicos que debía respetar, para cumplir con algunas de las reglas que impone la ciencia ficción como género literario. Por lo menos debía lograr que el lector imaginara que la historia tenía una remotísima posibilidad de ser cierta.
Para eso, no cabía duda, debía jugar con las posibilidades que me ofrecían los agujeros negros, los túneles de gusano, las realidades alternas, las dimensiones paralelas y quien sabía “qué cosas raras más”. Así comencé a leer textos científicos que de otra manera, muy difícilmente hubiera conocido.
Comencé a leer sobre astronomía, física cuántica, astrobiología, viajes espaciales y temas semejantes, buscando informaciones bien precisas que le dieran alguna posibilidad científica de ser posible a la historia que yo quería escribir (y que me reservo de contar, porque comparto la superstición entre escritores de que si se cuenta un libro que todavía no se ha escrito, ya no se escribe).
Buscaba una respuesta y me quedé leyendo y descubriendo asuntos apasionantes sobre el universo, las nebulosas, las galaxias, las estrellas, la formación de los planetas, la posibilidad de vida en otros lugares, la materia negra, la carrera espacial entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, los experimentos con animales y el envío de estos al espacio, así como varios temas más.
Fue también inevitable leer y repasar algunas novelas y cuentos de Ray Bradbury, Ursula K. Le Guin, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Theodore Sturgeon, Frank Herbert, Stanislaw Lem y otros. Leyendo a estos autores me preguntaba una y otra vez, sin encontrar respuesta lógica alguna, por qué la ciencia ficción es considerada un género literario “menor”, cuando hay tantos extraordinarios libros entre los diversos autores que lo han cultivado. La escritura de la ciencia ficción no solamente supone las dificultades “normales” que implica la escritura de cualquier texto narrativo sino que tiene, como reto agregado, lograr encontrar un punto de coherencia entre la fantasía y la realidad científica, detalle que la puede llegar a convertir, a veces, hasta en una literatura premonitoria. Y si no, pensemos en varias de las novelas de Julio Verne.
Mientras más leía, más ilógica era mi historia. Y más me iban apasionando los rincones oscuros y para mí desconocidos, de la ciencia. Suspendí la escritura de mi novela en la página 55. Por un momento pensé en descartarla, pero hay algo en la historia que me sigue fascinando y que, como suele ocurrirnos a los escritores, nos mantiene obsesionados hasta que logramos ponerlo en palabras.
Hace pocos meses, el destino puso en mi camino a alguien a quien, no recuerdo ya por qué, terminé contándole a muy grandes rasgos de qué iba mi novela. Había pensado seriamente en retomar su escritura, pero seguía sin resolver los problemas científicos de la misma. Quería encontrar la posibilidad de hacer que la historia pareciera factible, aunque fuera en la imaginación. Algo habré dicho que esta persona me puso en las manos Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros de Stephen Hawking.
Hawking es un físico y cosmólogo inglés que a los 21 años fue diagnosticado con la enfermedad de Lough Gehrig o esclerosis lateral amiotrófica. La enfermedad degenerativa y el rápido deterioro físico de Hawking no impidieron en ningún momento que dedicara su vida a la ciencia y al estudio de las reglas del universo, su origen, funcionamiento y futuro.
Dirigido sobre todo a los diletantes de la ciencia, Historia del tiempo fue publicado originalmente en 1988 y se convirtió rápidamente en un éxito de ventas. Hawking desarrolla en este libro temas que van desde el Big Bang y el Big Crunch hasta la Teoría de las Supercuerdas, pasando por la Teoría de la Relatividad, el Principio de Incertidumbre y los agujeros negros, salpicado todo con una pizca de matemáticas complejas y apuntes históricos, que muestran la evolución que ha tenido el conocimiento científico.
Pero son las interrogantes que nos plantea sobre el tiempo y el espacio, las que hacen que este libro sea mucho más que un texto estrictamente científico y nos lleve por momentos al campo de la filosofía: ¿Hubo un principio del tiempo? ¿Habrá un final del tiempo? ¿Tiene un límite físico el universo? ¿Cómo se comporta el tiempo y cuál es su naturaleza? ¿Y qué papel jugamos los humanos en todo esto, si acaso jugamos alguno?
Por ejemplo, cuando nos asomamos a una ventana a ver las estrellas por la noche o cuando observamos algo a través de telescopios, podemos decir que estamos constante y literalmente viendo el pasado. “No sabemos qué está sucediendo lejos de nosotros en el universo, en este momento: la luz que vemos de las galaxias distantes partió de ellas hace millones de años, y en el caso de los objetos más distantes observados, la luz partió hace unos ocho mil millones de años. Así, cuando miramos al universo, lo vemos tal como fue en el pasado”, concluye Hawking en el segundo capítulo.
Otro asunto fascinante es el de las antipartículas. Toda partícula de la naturaleza tiene su contraparte, la antipartícula. Ambas poseen la misma masa y el mismo espín pero su carga eléctrica es opuesta. Por ello, si la partícula y la antipartícula se llegaran a encontrar en el estado cuántico apropiado, se aniquilarían la una a la otra. Hawking lo explica de una manera imaginativa: “Podrían existir antimundos y antipersonas enteros hechos de antipartículas. Pero, si se encuentra usted con su antiyó, ¡no le de la mano! Ambos desaparecerían en un gran destello luminoso”. Eso del yo y el antiyó recuerda fácilmente a algunos cuentos de Jorge Luis Borges.
La conclusión a la que llega Stephen Hawking al final del libro es emocionante. Luego de que la ciencia se divorciara de la filosofía en los siglos XIX y XX al convertirse en demasiado técnica y matemática para los filósofos y al concentrarse los primeros en el “cómo” del funcionamiento del universo, mientras los segundos se concentraban en explicar el “por qué”, la incesante búsqueda de una teoría completa unificada del universo podría volver a fundirlas.
Para Hawking, esta teoría completa tendría que ser, en términos generales, comprensible para todos y no sólo para los científicos. “Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios”, nos dice.
No cabe duda pues que, al acercarnos a las ciencias, al intentar comprender mejor el universo y su funcionamiento, su origen y su posible fin, nos estamos acercando a indagar en nuestra propia esencia. Y al hacerlo también es inevitable pensar en la pequeñez del ser humano. Y que la vida, tal como la conocemos en esta minúscula esfera que habitamos, es un auténtico milagro.
No es necesario leer libros científicos para llegar a estas reflexiones. Basta con ver las fotografías del telescopio espacial Hubble, por ejemplo. Es imposible no asombrarse y conmoverse con las diferentes fotografías de las nebulosas. Bastan esas imágenes para desear viajar en una nave espacial que, violando absolutamente toda ley científica y matemática, nos pudiera acercar a ver la Nebulosa del Águila (mejor conocida como “pilares de la creación”). Imposible no preguntarse sobre el origen, el fin, los límites, pero fundamentalmente sobre la verdad de todo.
No cabe duda tampoco que, para los escritores de ficciones literarias, la ciencia ha sido proveedora de numerosos recursos para construir muchos de los grandes clásicos de la literatura, la música y también del cine. Pienso en 2001, una odisea espacial, la película de Stanley Kubrick, basada en un cuento de Arthur C. Clarke, y que luego convirtiera en una novela. O en el angst espacial de varias de las canciones de David Bowie.
También pienso en las exquisitas narraciones de Ray Bradbury. Su libro Crónicas marcianas narra la colonización del planeta Marte por los humanos y la extinción de los habitantes marcianos. Pero lejos de concentrarse en los pormenores científicos de lo que implicarían constantes naves terrestres viajando hacia Marte como si de tomar un autobús se tratara, Bradbury aprovecha la historia para realizar una crítica mordaz a la humanidad, a través de textos que van desde lo humorístico hasta lo melancólico.
La lectura de la Historia del tiempo de Hawking desmoronó el pretexto del que parte mi intento de novela. Pero también me ha hecho ver a las estrellas y el espacio sobre mi cabeza de un modo totalmente diferente.
(Publicado en revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 8 de agosto 2010).
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