Un día del año 2004, escuché un pensamiento que se venía gestando en mi interior de manera lenta, insospechada y silenciosa. Algo me dijo que debía irme de El Salvador. No tenía trabajo, no tenía ahorros, no tenía seguro ni pensión como es lo normal, por desgracia, en un artista salvadoreño. Eran tiempos difíciles. Y no tenía ninguna perspectiva por delante.
La violencia me había colmado la paciencia cuando un día se metieron a mi casa un par de hombres en pleno mediodía. Habían llevado una tijera larga, de las de empresas electricistas, y sin problema cortaron el alambre de navajas y se saltaron el muro. No lograron meterse a la casa porque ahí estaba, por casualidad, mi jardinero don Irene (un señor de Panchimalco, a quien envío mi más cariñoso saludo). Por suerte se fueron sin violentar nada.
Cuando don Irene me lo contó, pensé de inmediato: “Cuando vuelvan, no me encuentran”. Era la señal para irme.
En un par de meses, empaqué mis cosas y me fui a Costa Rica. Dar un taller de narrativa y colaborar con el suplemento cultural de La Nación era lo único que tenía en la mano. Eran como dos semillas que debía ir a sembrar.
Llegué a San José con un par de maletas, dos cajas de libros y mis inseparables compañeras, mis gatas Loli y Boni. Aterrizamos en un cuarto de siete metros cuadrados que no tenía más que una ventana alta y angosta, para dejar entrar la luz. La estrecha cama estaba en un altillo y era el único lugar desde el cual se podía ver hacia afuera. Mi primera visión en las mañanas al despertarme, durante los últimos casi cinco años, fueron los oxidados techos metálicos de las casas vecinas.
Nunca pude salir de aquel cuarto y alquilar un lugar mejor. El dinero nunca alcanzó. Nunca pude abrir el espacio que soñé y deseé. Trabajé en algo que, lo juro por los espíritus de todos mis gatos muertos, nunca vuelvo a hacer.
Revisaba textos sobre derechos humanos en América Latina. Y más de alguna vez leí informes que me hicieron llorar. ¿Cómo corregir tildes, comas y tiempos verbales cuando leés que en 1982, a la aldea Dos Erres, en Petén (Guatemala), llegaron los Kaibiles, mataron a la gente, echaron a muertos y moribundos en un pozo, violaron a niñas y mujeres y sacaron a cuchilladas los fetos de los vientres de sus madres?
Y luego, estaba Migración. Costa Rica es el país que recibe la mayor cantidad de migrantes en la región. Lo cual le ha hecho endurecer sus leyes migratorias y convertirse en un país xenófobo.
Quizás lo más sensato hubiera sido volver. Pero nunca fui sensata. Me enfrasqué en una cruzada personal que no pude dejar de pelear hasta el final. Me pasé tres años y tres meses peleando para que me dieran un permiso de residencia. Me indignó que un país centroamericano fuera tan discriminador contra sus propios vecinos. Y sentía que más que un permiso de residencia, lo que estaba peleando era el respeto de mi dignidad como ser humano.
Más por empeño que por deseo, más por testaruda que por deslumbrada con la vida en Costa Rica, llevé adelante aquella batalla con todos los rigores que exigió. Durante dos años tuve que salir a Nicaragua, una vez por mes, para reingresar y tener un sello vigente en mi pasaporte.
Y un día, después de muchos sobresaltos, angustias, depresiones, lágrimas, rabia, horas perdidas en los pasillos de Migración, tratos indignantes, sacrificios económicos, pesadillas e insomnio, por fin, me dieron la residencia.
Y cuando tuve el carné en mis manos, cuando salí de Migración aquel lunes 21 de abril de 2008, en que fui la última en ser atendida y en salir de las instalaciones. Cuando caminaba, a las 4:45 de la tarde por la calle asombrosamente desierta (porque siempre la había visto hirviendo de gente, atestada como un pequeño mercado); cuando el único ser al que pude decirle “ya tengo mi residencia” fue a un amistoso perro de color amarillo, callejero y famélico, que caminó junto a mí un par de cuadras, y me oyó decírselo mirándome con perruno interés; en ese momento por el cual había peleado, como una guerrera espartana, durante tres largos, improductivos y paralizantes años de mi vida, me dije a mí misma: “Es hora de volver”. La batalla había terminado.
Fue una victoria de la cual no sentí alegría alguna. Me había cansado demasiado la pelea, me había agotado mantener la dignidad siempre erguida. La victoria ni siquiera fue total: mi permiso de residencia me restringía para trabajar. Eso decidió el destino.
Casi dos años tardaron los dioses en indicarme cuál era el camino a seguir. Señas más claras que las del Día de Muertos de este año no pude recibir. Y mientras levanto campamento, me digo a mí misma que no fracasé. Que no puedo irme pensando que aquella lucha fue un capricho inútil.
Regreso con una maleta y varias cajas llenas de libros; con una gata, porque la otra murió; con un libro publicado bajo el brazo y ninguno nuevo escrito. Atrás no queda nada por lo cual quiera o deba volver.
Regreso como los marineros a tierra. Con varias historias qué contar. Y con la inquietud del gitano que se pregunta cuándo volverá al camino.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 29 de noviembre del 2009).
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