martes, enero 08, 2008

Terminaron las vacaciones...

Qué lástima. Con lo bien que me la estaba pasando: levantarme tarde o mejor dicho, a la hora en que mi cuerpo hubiera terminado de dormir (nunca antes de las 8 y media de la mañana). Desayunar despacio, leer, hacer siestas de una o más horas, darse el lujo de ver una película o documental que comienza muy tarde y que termina a medianoche o incluso después, comer cuando sentía hambre, ir al supermercado y pasearme por los pasillos viendo producto tras producto como si estuviera en un museo, visitar las librerías que estuvieran abiertas y hojear libros y por regla, no ver el reloj más que para estar pendiente del inicio de alguna película interesante.

No hice nada “importante”. Es decir, me olvidé de problemas, trámites pendientes, compromisos, trabajo (del que paga las cuentas). No contesté correos a menos que fueran de los muy amigos.

La semana de Navidad todavía tuve que trabajar un poco, pero fue un trabajo más agradable (“agradable” porque es lo que me gusta hacer, escribir, no porque el tema lo sea). La serie sobre los escritores suicidas se extendió y escribí tres artículos más sobre Hunter S. Thompson, Alfonsina Storni y Emilio Salgari. También tuve que hacer algunas cosas personales que me tuvieron saliendo casi a diario y perdiendo el día en ello. Pero luego, a partir del último fin de semana del año, resolví que me iba a tomar, en efecto, vacaciones. Y dejé de hacer otras cosas que me hubieran supuesto sacrificar un tiempo que necesitaba para hacer simple y sencillamente nada, o por lo menos, lo que me diera la santa gana, a la hora que me diera la gana y de la manera en que me diera la gana. Si quería pasar la mañana entera en pijama o acostada en mi cama leyendo todo un día o nada más haciendo zapping o viendo tonteras por la tele, lo hacía.




También aproveché para trabajar en mi nueva novela (más sobre esto durante la semana). Busqué información, hice anotaciones, escribí un poco (demasiado poco para mi gusto, pero he ido resolviendo bastantes cosas que me tenían trabada). La historia, que comenzó recordando alguna imaginación infantil, se ha ido creciendo e instalándose en mi mente, como un oso adorable que entra en tu casa y se acuesta en tu cama y ya no se quiere ir. Imposible ignorar al oso.

Hicimos largas siestas. Digo “hicimos” porque la Loli, y de vez en cuando hasta Mr. Dickens, me acompañaron gustosos, sobre todo en estos últimos días que ha hecho mucho frío y terrible viento. La Loli, encantada de verme en casa prácticamente el día entero, me “obligaba” a acompañarla. Ella tomaba el sol, echada con una expresión de máxima complacencia mientras yo leía Los pilares de la tierra de Ken Follet, un bestseller interesante pero que no sacudirá los cimientos de mis conceptos literarios. ¿Que cómo me "obliga" la Loli a salir? Fácil: se sienta junto a mí en una pose muy canina, sobre todo cuando estoy trabajando en la computadora, viéndome fijamente y con paciencia de buda; yo la estoy vigilando por el rabillo del ojo y le pregunto qué quiere, le saco agua, comida, pero nada. Me mira, me mira y me sigue viendo, sin retirar la vista, sin parpadear, sin moverse. Como si me estuviera hipnotizando. Si me levanto, ella sale corriendo para afuera y ya sé que significa que quiere que salga con ella. Por lo general, ella me ganaba y me estaba con ella afuera como una hora.


Era maravilloso salir y ver las calles bastante descongestionadas y menos ruidosas. Ya no toparse con esas muchedumbres histéricas en el mall o en el super. Maravilloso que hasta la Calle de la Amargura estuviera en silencio. Pensé además en una muy variada gama de cosas (¡al fin tuve tiempo para pensar!) y seguramente anotaré varias de esas reflexiones por aquí en días próximos. Lo hice, lo disfruté al máximo y no me dio pero ni 3 segundos de mala conciencia o de culpa católica. Me sentí liviana, liberada, con la mente limpia y despejada. Realmente no me daba cuenta de lo agotada que estaba, tanto a nivel físico como mental, hasta que pude darme el lujo de descansar.

Pero ayer la gran mayoría de los que estaban de vacaciones retornaron. Y todo vuelve a su monótona, aburrida, obligatoria rutina. Lástima. Volvemos a las prisas, a los horarios, a las obligaciones, al stress (sobre todo el ajeno, que se contagia como un mal virus), a los trabajos no deseados, a la mala paga, a las angustias económicas, al tráfico y la agresividad sin límites de los automovilistas, al embrutecimiento cotidiano que se queda con lo mejor de nosotros, que posterga nuestros sueños, que los deja en estado de hibernación indefinidamente (y que muchas veces así quedan cuando de pronto, ¡zas!, nos sorprende la muerte...), a esa sensación de que el día no alcanza, que no alcanza el dormir, que la vida no alcanza y que se nos acaba segundo a segundo en cosas que francamente odiamos y nos alejan de nuestro verdadero yo, de nuestra plenitud.

Nada tan valioso como un “break” para valorar el tiempo libre, el ocio, el derecho a la pereza y a no hacer nada (y sobre todo, hacerlo sin culpa). Pero quizás y sobre todo, para valorar el derecho que tendríamos y deberíamos de tener por ser dueños de nuestro propio tiempo, de nuestra vida, y no regalarlo a otros que se hacen ricos a costillas de nuestras frustraciones, de lo mejor de nuestro esfuerzo, nuestra inteligencia, nuestros talentos y nuestra vida entera.

Nada tan valioso como este “break” para reconectarme con la literatura que es la sangre que alimenta mi energía vital.

Necesito una vacación más larga, mucho pero mucho más larga.

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