En “The Dawn of Man”, cuando nuestros ancestros simiescos descubren que pueden tomar algo, y con ello, golpear.
El hombre descubre la violencia. Y el acto de matar.
La herramienta, the weapon of choice, puede ser cualquier cosa. Una piedra, un hueso, una quijada de asno.
Matar le puede servir para dos fines: alimentar o vencer a sus enemigos. Luego, matar cobrará otras categorías: desahogar furias, demostrar poder, causar miedo.
Los otros, los que aún no descubrieron el acto de matar, miran con espanto cómo uno de los suyos cae, no se mueve más. Está muerto. Aprenderán por el ejemplo. Matarán también, tarde o temprano.
Más adelante, mucho más adelante, el hombre descubrirá que las palabras también hieren. Y hasta matan. Simultáneamente descubrirá que el silencio o el no decir también es hiriente, asesino, doloroso.
Las naves espaciales flotando en el espacio. Tan reales.
El espacio, la soledad.
Y si no fuera por la música, el silencio.
El infinito, angustiante silencio.
La limpieza de la estructura y las naves.
La respiración del capitán Dave Bowman en su traje espacial.
El zumbido del traje mientras sale a inspeccionar la nave.
Zumbidos, respiraciones. Seguramente también el palpitar del propio corazón. Sus únicas compañías.
Júpiter y más allá del infinito:
Entrar al monolito: “Oh my God, it’s full of stars!”
(Me resulta un enigma por qué Kubrick suprimió la frase del guión. Una frase que no sabemos existe sino en el libro y en la patética seguidilla, 2010, tan alejada del espíritu visual y emocional de 2001).
La angustia visual, en colores, sonidos, formas y velocidad, del interior del monolito.
Arribar, ¿o despertar?, en un cuarto, donde Bowman es él pero es otro. Donde es él mismo pero es más viejo, donde envejece pero es un feto, donde es un anciano pero renace, donde es el astronauta pero a la vez, un hombre solitario en un lugar silencioso donde el tiempo transcurre en saltos cuánticos: una vida transcurre en un minuto, edades geológicas duran un pestañeo, la decrepitud del humano dura lo mismo que la podredumbre de la fruta.
Bowman realiza una secuencia de movimientos y actos, pero cada movimiento sucede en otra era, en otro tiempo, aunque la secuencia sea continua. Y en un espacio donde la Inteligencia Superior (¿Dios? ¿otros seres inteligentes que pueblan el Universo?), hace que mire aquello con los referentes conocidos de su pequeño, patético mundo.
¿Y dónde está ese mundo? ¿Existió? ¿Quedó atrás? ¿Es el mundo “real”? ¿Qué es lo "real"? ¿Dónde está "lo real"?
¿Está vivo? ¿Está muerto? ¿Sueña? ¿Recuerda? ¿Imagina? ¿Delira? ¿Agoniza? ¿Recapitula? ¿Es lo que los tibetanos llaman “el Bardo” u otros “el Limbo”?
Bowman vuelve al estado inicial. Al feto. Al renacuajo encerrado en una burbuja. Una burbuja tan grande como el planeta. Y que flota en el espacio.
El hombre muere y antes de renacer, se le permite ver el Universo. Es su viaje a la semilla.
Viajar es morir. Partir es morir.
Llegar es renacer. Continuar, aprender.
La vida como un viaje.
La muerte como un viaje espacial. Auténticamente.
El viaje infinito.
La muerte, entonces, es volver con los ojos abiertos a la matriz del Universo, donde todo se mira claro por primera, quizás por única y por última vez.
Luego vendrá la vida. De nuevo.
Y todo recomienza. Continúa. Termina. Vuelve a empezar.
La eterna rueda del Samsara.