viernes, enero 11, 2008

Y los demás ¿cuándo?

secuestrados0111a.jpgTenía pensado para hoy escribir sobre otra cosa. Había prometido hablar sobre la nueva novela que estoy escribiendo. Pero me conmovió mucho ayer ver a Clara Rojas abrazando por fin a su madre, esa señora de cabello corto y blanco y de presencia más bien frágil que hemos visto desde hace poco más de 6 años en prácticamente todas las manifestaciones que los colombianos han realizado para la liberación de los 3,200 secuestrados que existen en Colombia.

Doña Clara de Rojas no escatimó esfuerzos ni palabras para hacer todo lo posible por lograr la liberación de su hija, y al mismo tiempo, abogar por la liberación de todos los secuestrados. Su edad, pero sobre todo su salud quebradiza no fueron obstáculo para su activismo. La recuerdo al inicio de todo este calvario caminando con bastón y ahora, con los años, debe caminar con una andadera.

Eso no impidió que ella estuviera ayer en el aeropuerto de Maiquetía en Caracas para recibir a su hija, recién liberada junto a Consuelo González. Se las veía a ambas muy cansadas, un poco confundidas, quizás incrédulas porque al fin pueden estar juntas de nuevo. Clara no dejaba de besarla y abrazarla una y otra vez. Habría que tener un corazón muy duro para no conmoverse ante esa escena. Hasta la periodista de la televisora venezolana que narraba el encuentro y que CNN retransmitía en vivo, se le quebró varias veces la voz.

Trato de imaginar las conversaciones privadas de ambas, lo que hará Clara Rojas al volver a su casa, a su habitación, cómo será ese recomenzar la vida que, seguramente después de lo vivido, jamás volverá a ser igual.




Siento una íntima alegría por la madre de Clara Rojas y también por los familiares y amigos de ambas liberadas. Pero en mi mente se repetía una y otra vez la pregunta “¿e Ingrid?”. Y me repetía la pregunta mientras tenía clavada todavía en la memoria aquel dramático retrato de ella, prueba de vida, sí, pero imagen de una vida que se está extinguiendo, desperdiciando. Aquella imagen de Ingrid me pareció la de una tristísima y solitaria madonna del renacimiento italiano, secuestrada en la inexpugnable selva del odio entre humanos.


La liberación de dos secuestradas es maravilloso, sí. Maravilloso para sus familiares y sus amigos, para Colombia y para todos los que hemos seguido de cerca ese calvario. Es maravilloso porque eso inaugura una esperanza, quizás diminuta, tonta, pero necesaria para continuar el curso de los días, para tener aliento y seguir en la lucha, en las negociaciones, en el esfuerzo por liberar a todos los que falta.

Pero ¿e Ingrid? ¿Y todos los demás secuestrados? Dos liberados está bien. Pero es muy poco. Es un triunfo, pero es muy poco. Es poco cuando sabemos que hay varios secuestrados más desde hace años, AÑOS. Es poco cuando sabemos que son tantos los familiares que sufren cada día la ausencia de los suyos. Es poco cuando sabemos que algunos de esos familiares morirán y nunca volverán a ver a los secuestrados, como ocurrió con el esposo de Consuelo González que murió mientras ella estaba en cautiverio.

Ojalá que los políticos tengan la decencia de no manosear este suceso a su favor, aunque lo dudo. No voy a comentar de los dimes y diretes y vedettismos y ansias de protagonismo que algunos políticos están intentando en medio de todo esto.

Nada más me permito rescatar una frase acertadísima que dijo ayer el vice-presidente de Colombia, también ex-secuestrado: no hay que olvidar a los demás. Y que se haga cierto el clamor de los colombianos, plasmado en las camisetas que llevaban puestas las hijas de Consuelo González: ¡Libertad para todos ya!

jueves, enero 10, 2008

Moan, Trentemøller

El DJ danés Trentemøller le hace un sentido homenaje a nuestra querida Laika en este excelente video.





miércoles, enero 09, 2008

El sueño del cuchillo y el cocodrilo

Hay dos sueños que se me presentan de manera recurrente, por lo menos en cuanto a concepto aunque los detalles varían. En uno de ellos entro a un teatro o a un cine para ver una película y el lugar está reventando de gente, todas las luces de la sala están encendidas y todos esperamos infinitamente por una película que jamás comienza. El otro, que de alguna manera se asemeja, es que llego a un aeropuerto a tomar un avión al que jamás me subo porque siempre hay cinco mil obstáculos o situaciones que lo impiden, aunque la diferencia está en que en el aeropuerto estoy corriendo contra tiempo y eso me causa mucha angustia.

Tuve otro de esos sueños el domingo. Llegué a un lugar donde esperaríamos un bus que nos llevara a la terminal del aeropuerto. El bus se adelantó bastante a la hora normal de salida y algunos pasajeros esperaban a otros. Yo me monté en el bus pero también montaron a un cocodrilo. Éste iba encadenado de las cuatro patas y las fauces, colocado justo detrás del asiento del conductor. Los demás íbamos algo inquietos. Yo pensaba qué se podría hacer en caso de que el cocodrilo se soltara y busqué en mi cartera (un bolsito negro de cuero) encontrando ahí un cuchillo de sierra con mango negro, de los para comer steak. El cuchillo existe en la vida real, es uno que me llevo en cada mudanza por no sé qué fetichismo y tengo añales de tenerlo.




Entonces veo que el cocodrilo se zafa la cadena de la pata posterior derecha pero el conductor sigue manejando tan normal y los pasajeros estamos en realidad bastante calmados. Me preocupa el cuchillo pues no sé por qué lo traje para el viaje y qué puedo hacer con él. Si lo dejo en la cartera, me lo detectarán en la máquina de rayos x y pensarán que quiero hacer un atentado. Si me lo escondo en algún bolsillo de mi abrigo, ídem. Botarlo está totalmente descartado y estoy sola, sin ningún conocido en el aeropuerto como para dárselo y que me lo guarde mientras vuelvo, así es que se me ocurre que en cuanto lleguemos a la terminal, buscaré cómo enviármelo por correo a mí misma.

Cuando llegamos, lo primero que hago es buscar una papelería para comprar un sobre. Veo que en un segundo piso hay varias tiendas e intento subir por unas escaleras eléctricas que están en mal estado (les faltan gradas y están como aplastadas del lado izquierdo). Subir me cuesta mucho pero por fin lo logro y casi que en el primer rincón encuentro una pequeña papelería.

Le pido a la mujer un sobre, me pregunta de qué tamaño. Le digo que debe ser tamaño postal porque al mismo tiempo me voy a mandar una postal a mí misma (no me pregunten por qué). La mujer me saca unos sobres aéreos de un papel bastante delgado. Y al dármelos me pregunta, en un tono de regaño, a qué hora sale mi vuelo. Veo el reloj: faltan 10 para la 1 de la tarde y mi vuelo sale a las 2:30. Ella me apura para que vaya a hacer el chequeo. Le digo que nada más debo hacer un envío urgente y que me voy a eso, que hay tiempo, que no voy a tardar mucho.


Rotulo el sobre pero entonces tengo ganas de ir al baño y comienzo a caminar buscando uno. Paso por un salón donde tienen detenidas a unas 25 personas, gente sin papeles, y ahí hay un baño pero no quiero meterme en ese salón con el cuchillo que ando en la mano. Una mujer policía me pregunta si busco algo, le digo que un baño, me dice que me llevará a uno. Pasamos de nuevo por el salón de los detenidos y me dice “aquí hay uno pero no se lo recomendaría porque estas personas son todas sospechosas”. Sí, le digo con un risa nerviosa, por eso no entré ahí. A todo esto, el cuchillo está de nuevo en la cartera, para no levantar sospechas.

Me enseña uno en un pasillo y me advierte que me apure, que el aeropuerto cierra por las tardes y que debo ir a chequear porque si no perderé el vuelo.

Luego todo se me pone algo confuso, porque de pronto estoy fuera del aeropuerto, en casa de alguien, que ha llevado comida en dos grandes cajas y yo debo comer algo de eso antes de montarme en el bendito avión (que por cierto, no sé qué destino lleva). Abro las cajas, ahora sí muy apurada por el tiempo, y veo grandes ramos de berro, una especie de pastel y otra cosa que no sé qué es y saco mi cuchillo para cortar pedazos de comida... y entonces despierto.

martes, enero 08, 2008

Terminaron las vacaciones...

Qué lástima. Con lo bien que me la estaba pasando: levantarme tarde o mejor dicho, a la hora en que mi cuerpo hubiera terminado de dormir (nunca antes de las 8 y media de la mañana). Desayunar despacio, leer, hacer siestas de una o más horas, darse el lujo de ver una película o documental que comienza muy tarde y que termina a medianoche o incluso después, comer cuando sentía hambre, ir al supermercado y pasearme por los pasillos viendo producto tras producto como si estuviera en un museo, visitar las librerías que estuvieran abiertas y hojear libros y por regla, no ver el reloj más que para estar pendiente del inicio de alguna película interesante.

No hice nada “importante”. Es decir, me olvidé de problemas, trámites pendientes, compromisos, trabajo (del que paga las cuentas). No contesté correos a menos que fueran de los muy amigos.

La semana de Navidad todavía tuve que trabajar un poco, pero fue un trabajo más agradable (“agradable” porque es lo que me gusta hacer, escribir, no porque el tema lo sea). La serie sobre los escritores suicidas se extendió y escribí tres artículos más sobre Hunter S. Thompson, Alfonsina Storni y Emilio Salgari. También tuve que hacer algunas cosas personales que me tuvieron saliendo casi a diario y perdiendo el día en ello. Pero luego, a partir del último fin de semana del año, resolví que me iba a tomar, en efecto, vacaciones. Y dejé de hacer otras cosas que me hubieran supuesto sacrificar un tiempo que necesitaba para hacer simple y sencillamente nada, o por lo menos, lo que me diera la santa gana, a la hora que me diera la gana y de la manera en que me diera la gana. Si quería pasar la mañana entera en pijama o acostada en mi cama leyendo todo un día o nada más haciendo zapping o viendo tonteras por la tele, lo hacía.




También aproveché para trabajar en mi nueva novela (más sobre esto durante la semana). Busqué información, hice anotaciones, escribí un poco (demasiado poco para mi gusto, pero he ido resolviendo bastantes cosas que me tenían trabada). La historia, que comenzó recordando alguna imaginación infantil, se ha ido creciendo e instalándose en mi mente, como un oso adorable que entra en tu casa y se acuesta en tu cama y ya no se quiere ir. Imposible ignorar al oso.

Hicimos largas siestas. Digo “hicimos” porque la Loli, y de vez en cuando hasta Mr. Dickens, me acompañaron gustosos, sobre todo en estos últimos días que ha hecho mucho frío y terrible viento. La Loli, encantada de verme en casa prácticamente el día entero, me “obligaba” a acompañarla. Ella tomaba el sol, echada con una expresión de máxima complacencia mientras yo leía Los pilares de la tierra de Ken Follet, un bestseller interesante pero que no sacudirá los cimientos de mis conceptos literarios. ¿Que cómo me "obliga" la Loli a salir? Fácil: se sienta junto a mí en una pose muy canina, sobre todo cuando estoy trabajando en la computadora, viéndome fijamente y con paciencia de buda; yo la estoy vigilando por el rabillo del ojo y le pregunto qué quiere, le saco agua, comida, pero nada. Me mira, me mira y me sigue viendo, sin retirar la vista, sin parpadear, sin moverse. Como si me estuviera hipnotizando. Si me levanto, ella sale corriendo para afuera y ya sé que significa que quiere que salga con ella. Por lo general, ella me ganaba y me estaba con ella afuera como una hora.


Era maravilloso salir y ver las calles bastante descongestionadas y menos ruidosas. Ya no toparse con esas muchedumbres histéricas en el mall o en el super. Maravilloso que hasta la Calle de la Amargura estuviera en silencio. Pensé además en una muy variada gama de cosas (¡al fin tuve tiempo para pensar!) y seguramente anotaré varias de esas reflexiones por aquí en días próximos. Lo hice, lo disfruté al máximo y no me dio pero ni 3 segundos de mala conciencia o de culpa católica. Me sentí liviana, liberada, con la mente limpia y despejada. Realmente no me daba cuenta de lo agotada que estaba, tanto a nivel físico como mental, hasta que pude darme el lujo de descansar.

Pero ayer la gran mayoría de los que estaban de vacaciones retornaron. Y todo vuelve a su monótona, aburrida, obligatoria rutina. Lástima. Volvemos a las prisas, a los horarios, a las obligaciones, al stress (sobre todo el ajeno, que se contagia como un mal virus), a los trabajos no deseados, a la mala paga, a las angustias económicas, al tráfico y la agresividad sin límites de los automovilistas, al embrutecimiento cotidiano que se queda con lo mejor de nosotros, que posterga nuestros sueños, que los deja en estado de hibernación indefinidamente (y que muchas veces así quedan cuando de pronto, ¡zas!, nos sorprende la muerte...), a esa sensación de que el día no alcanza, que no alcanza el dormir, que la vida no alcanza y que se nos acaba segundo a segundo en cosas que francamente odiamos y nos alejan de nuestro verdadero yo, de nuestra plenitud.

Nada tan valioso como un “break” para valorar el tiempo libre, el ocio, el derecho a la pereza y a no hacer nada (y sobre todo, hacerlo sin culpa). Pero quizás y sobre todo, para valorar el derecho que tendríamos y deberíamos de tener por ser dueños de nuestro propio tiempo, de nuestra vida, y no regalarlo a otros que se hacen ricos a costillas de nuestras frustraciones, de lo mejor de nuestro esfuerzo, nuestra inteligencia, nuestros talentos y nuestra vida entera.

Nada tan valioso como este “break” para reconectarme con la literatura que es la sangre que alimenta mi energía vital.

Necesito una vacación más larga, mucho pero mucho más larga.

lunes, enero 07, 2008

La temporada de juego ha terminado: Hunter S. Thompson<

hst.jpgLa tarde del 20 de febrero del 2005, Anita Thompson está hablando con su esposo por teléfono. Ella se encuentra en el gimnasio y él está en su estudio, en su casa de “Owl Farm”, en Colorado. Él está enfrascado en la escritura de un artículo sobre los atentados del 11 de septiembre pero tiene pendiente la entrega de su columna semanal de ESPN y le pide a Anita que regrese pronto para trabajar en ello.

En algún momento de la conversación, él le pide que espere. Ella se queda en la línea y de pronto escucha un sonido fuerte. Anita piensa que algo se ha caído, pero no logra identificar bien el sonido. Espera en la línea largo rato pero su esposo no vuelve al teléfono.

Ese sonido fue el de un disparo. Hunter S. Thompson se había disparado en la boca con una pistola calibre 45. Su cuerpo estaba sentado frente a su máquina de escribir. En el rodillo había metida una hoja de papel y en su centro estaba escrita una única palabra: “Counselor” (consejero).

En el momento del suicidio, se encontraban en su casa su hijo Juan, su nuera y su nieto. De hecho estaban en el cuarto junto al estudio. Cuando escucharon el ruido del disparo pensaron que se trataba de algún libro que había caído al suelo y continuaron en lo que estaban antes de asomarse a ver si había ocurrido algo.

Horas después, cuando se reportó el incidente y llegó la policía, sus familiares afirmaron estar seguros de que el suicidio había sido algo planeado y no estaban demasiado sorprendidos. Thompson había tenido serios problemas de salud en los meses anteriores. Una cirugía en la espalda y otro procedimiento donde se le había implantado una cadera artificial lo habían dejado extenuado y sobre todo con fuertes dolores. Para rematar, se había quebrado una pierna en uno de sus últimos viajes a Hawaii. Todos estos problemas habían limitado su movilidad.




Uno de sus amigos más cercanos, el ilustrador británico Ralph Steadman, escribiría después en su libro The Joke’s over: “... él me había dicho 25 años antes que se sentiría realmente atrapado si no supiera que podía suicidarse en cualquier momento. No sé si eso es valiente o estúpido o qué, pero era inevitable (...) Él siempre había dicho que lo haría, pero eso no te prepara para la realidad del brutal acto. Como dije ya hace mucho, siempre supe que algún día tomaría ese camino, pero ayer no sabía que sería hoy”.



Cuatro días antes, Hunter S. Thompson había escrito una nota dirigida a su esposa Anita:

No más juegos. No más bombas. No más caminar. No más diversión. No más natación. 67. Eso es 17 años pasados los 50. 17 más de los que necesitaba o quería. Aburrido. Siempre estoy gruñón. Ninguna diversión –para nadie. 67. Te estás volviendo codicioso. Actúa según tu edad. Relájate –esto no dolerá.
La nota fue escrita con marcador negro y llevaba como título “Football season is over” (“La temporada de juego ha terminado”). Al final de la misma había dibujado un corazón con una carita sonriente.

La que fuera considerada como su nota de suicidio, fue publicada en su integridad días después por la revista Rolling Stone, la misma en que Thompson habría publicado muchos de sus mejores artículos y desde cuyas páginas se habría convertido en un escritor de culto por su estilo particular de redacción, y también por la franqueza con la cual expuso sus ideas y su estilo de vida.

Hunter Stockton Thompson comenzó su carrera de periodista a finales de los años 50 con el fin de ganar dinero mientras intentaba escribir un par de novelas. Sus artículos eran convencionales, como se esperaba de cualquier reportero. De aquellos primeros años nacen sus primeras dos novelas, Prince Jellyfish y The Rum Diary. Esta época coincide con una estancia en Puerto Rico y viajes por algunos países de Sur América, entre ellos Brasil, donde estuvo trabajando para el Brazil Herald, único periódico en inglés de aquel país.


A mediados de los 60 regresa a los Estados Unidos. Vive en California, Idaho y finalmente en San Francisco. Se sumerge en el mundo hippie y las drogas, vive una temporada con el grupo de motociclistas Hell’s Angels y se muda a Colorado donde se postula para ser sheriff. Perdió la elección, pero el suceso le sirvió de pretexto para comenzar sus exitosas colaboraciones con la revista Rolling Stone: un día se presentó a la redacción de la revista con un six-pack de cervezas en la mano y diciéndole al editor que, como candidato a sheriff, quería escribir un artículo al respecto.

Pero lo que lo hizo más famoso fue otro asunto. Thompson tenía un cierre de edición que cumplir pero no tenía ideas ni tiempo para escribir el artículo que se le había pedido, un reportaje sobre el derby de Kentucky. Thompson arrancó las páginas de su cuaderno de apuntes y las envió tal cual a la revista Scanlan’s Monthly que las publicó así. La publicación fue un suceso. Cientos de lectores escribieron solicitando más material del mismo autor: había nacido el periodismo “Gonzo”.

Thompson comenzó entonces a escribir involucrándose a sí mismo como personaje de las notas, detallando sus emociones, sus ideas y a veces mezclando ficción con hechos, todo con el objeto de alimentar el contexto del tema en cuestión. Parte de sus características era también la falta de edición, aunque esto naciera más bien por la imposibilidad de Thompson de presentar sus trabajos en las fechas de entrega acordadas, algo que exasperaba a los editores. El periodismo Gonzo rivalizó con “el nuevo periodismo” propuesto en los sesenta, en el que la utilización de técnicas literarias eran aplicada a reportajes y artículos, y cuyos autores más notables han sido Tom Wolfe, Truman Capote y Norman Mailer.

Quizás la máxima representación del periodismo Gonzo fuera su libro Fear and Loathing in Las Vegas (Pánico y locura en Las Vegas). Este libro fue llevado al cine, con Johnny Depp interpretando a Raoul Duke, el alter ego de Thompson. Fue durante la filmación de la película que ambos se hicieron grandes amigos.

El Coronel Depp, como lo llamaba Thompson, se deprimió mucho ante la muerte de su amigo. Pero una tarde reaccionó: “Fuck you Thompson”, dijo. “Quieres un entierro Gonzo, tendrás un entierro Gonzo”.


Treinta años antes de su suicidio y junto con Ralph Steadman, Thompson había diseñado un cañón de 153 pies de altura que haría volar sus cenizas por los aires sobre su propiedad en Colorado. Se entusiasmó tanto con el proyecto que le dijo a su familia más de una vez que ése era su gran deseo, la manera en que quería ser despedido de este mundo.

Johnny Depp se encargó de financiar y organizar este proyecto. El cañón, que costó algunos millones de dólares, tenía la forma de un puño cerrado apretando un botón de peyote, el símbolo del periodismo Gonzo que Thompson había ideado junto a otro de sus amigos, el artista Paul Pascarella.

Así, la noche del 20 de agosto del mismo año de su suicidio, el cañón disparó sus cenizas sobre su propiedad de “Owl Farm” junto con fuegos artificiales azules, blancos, rojos y verdes. Luego del cañonazo se escuchó a gran volumen “Mr. Tambourine Man” de Bob Dylan, una de las canciones favoritas de Thompson. Y entre lágrimas y aplausos, se escuchó a los invitados gritar: “we love you Hunter”.





Archivos Thompson:

-Página oficial de Hunter S. Thompson.

-Reportaje de Rolling Stone sobre la ceremonia del lanzamiento de sus cenizas.


-Varios enlaces sobre Thompson en Rolling Stone.

-El primer artículo Gonzo.

-Video en el que Thompson explica la idea del cañón.


-Video aficionado del lanzamiento de las cenizas.

-Pánico y locura en Las Vegas para descarga en inglés y español.



(Publicado en C.A. 21, parte 6 de la serie El Club de los Escritores Suicidas).