viernes, diciembre 09, 2005
El sueño de la sopa de tarántulas
martes, diciembre 06, 2005
Otro Road-Movie
Una culebra café trata de cruzar la calle. El asfalto arde.
El taxista trata de pasarle encima pero por suerte no lo logra. Odio a la gente que lo único que sabe hacer con los animales es matarlos.
Anderson, mi taxista de siempre, no llegó a la frontera. Así es que he tenido que irme hasta San Juan del Sur con este tipo grosero, tosco y bruto, que apenas habla, y que cuando abre la boca es para quejarse de lo mal que está la carretera, de que no hay clientes y que ya se va para su casa porque no hay trabajo.
1.25 p.m.
Un caballo quiere cruzar la carretera. Se para al borde del asfalto. El taxista pita. Al escuchar la bocina, el caballo ladea su cabeza. Entonces puede verse su ojo izquierdo, gris, muerto.
-Un caballo tuerto -dice el taxista cavernícola.
2, 3, 4 p.m., etc.
Almuerzo, me acuesto a la siesta, pienso levantarme a las 4 para ir a la playa un rato pero duermo hasta las 5 y media, agotada por un cansancio acumulado.
Trato de leer algo, pero me duele la cabeza. Veo una película en la tele, Birth, ésa en la que Nicole Kidman sale con un espantoso corte de pelo y cree que un niño es su esposo reencarnado, pero la película es floja y no ahonda en el asunto de la reencarnación y al final no se entiende por qué o si o qué onda con el niño y me duermo temprano o trato, porque los restaurantes de la playa tienen algo de música y se oyen cohetes pero puede más el cansancio y cierro mis ojos al silencio del sueño.
Domingo
Desayuno. Un gringo viejo y gordo me quiere sacar plática. Me hago la que no hablo inglés. Mis desayunos son sagrados, sorry.
Termina hablando con una tica y una italiana que tienen casas en San Juan del Sur y Alajuela y las están vendiendo o algo así. Hay partes de la plática inevitables de escuchar porque hablan a gritos, como si estuvieran sordos todos.
Me voy a la playa.
Camino. Camino mucho. Y pienso. En todo. O en nada.
Me asombra el mar. Siempre igual, pero siempre diferente. La marea en otra intensidad, en otros colores. El sol en otra posición. La luz, las sombras. Las nubes como inmensos animales de algodón que pueden aplastarte en cualquier momento.
Un grupo de nubes oscuras. Y cae lluvia. Y si te salís de la franja de las nubes, ya no llueve.
Camino hasta el final de la bahía. Hasta las piedras, al borde del cerro. Las piedras son inmensas. Hay un silencio, una vibración diferente en ese lugar.
Pero las piedras no están muertas. Tienen agujeros y adentro, hay vida. Caracoles, cangrejitos, animales cuyos nombres desconozco. Y sonidos. Crujidos. Pienso que es agua que cae sobre la playa, pero no. Quizás los animalitos dentro de las piedras hacen ese crujir. No sé.
Observo. Toco. Busco. Descubro. Escucho. Huelo.
Palpo a través de mis pies descalzos las texturas de las piedras, del agua más helada encharcada en algunos huecos, de la arena, en un tono café, de las piedras sueltas, de los caracolitos.
Las piedras tienen vida, estoy segura.
Tomo el sol. Dejo pasar el tiempo. Dejo pasar los pensamientos. No quiero pensar en nada.
Lejos, todo lejos, muy lejos de mí.
Y se intensifica (como en cada viaje a alguna playa), ese viejo sueño mío de vivir junto al mar. Como logró hacer la querida Cayetana.
Duermo la siesta.
Almuerzo tarde.
El tiempo es eterno.
Nada es importante.
Eso es lo que me gusta del mar.
Todo está lejos, nada es urgente.
Nada existe.
Sólo el mar y el silencio.
La playa está llena domingo en la tarde.
Un grupo de muchachos juega a la pelota.
Una mujer le enseña trucos a un perrito negro.
Una pareja pasea con su bebé y su perro.
Una muchacha sola toma su tabla de surf e intenta, en vano, montar un ola en una playa que está mansa, muy mansa.
El crucero que estaba ayer en la mañana anclado mar afuera se ha ido.
Pocas lanchas en la bahía.
De algún lugar se escucha El Triste, de cuando José José todavía tenía voz: que triste dicen todos que estoy/que siempre estoy hablando de ti/no saben que pensando en tu amor/en tu amor/he podido ayudarme a vivir.
Y luego, Hoy tengo ganas de ti, del recién fallecido Miguel Gallardo.
Y pienso en Alguien.
Trato de llamar a Anderson por teléfono. Inútil. No hay salida para celulares en la recepción de mi hotelito. El público de afuera es sólo con tarjeta y no acepta monedas.
Veo The day after, o algo así, la película de las tormentas gigantescas que inauguran la nueva era de hielo en el planeta y todos los gringos cruzan el Río Grande para entrar ilegalmente a México, jaja.
El regreso
... así es que decido salir temprano y desayunar en Peñas Blancas porque tengo que buscar un taxi que me lleve hasta allá, y en el justo, exacto preciso momento en que pongo mis pies en la calle, pasa un carro y es Anderson. Sorpresa.
Él está por "casualidad" en San Juan del Sur pues han entrado un par de cruceros y quiere ver si logra algún cliente, pero tardarán un rato en bajar los turistas, así es que me lleva hasta la frontera. Me sorprendo de la admirable sincronización que ocurre en la vida a veces: si yo hubiera salido diez minutos antes o después, si él hubiera doblado en una calle antes, no nos hubiéramos visto.
El paso está tan lleno como el día que vine. Los nicas viajan en esta época a Costa Rica para cortar café y viajan por cientos. Y también viajan por cientos de regreso a Nicaragua, cargados de maletas y bultos, por las vacaciones de fin de año, por la Purísima (una de las festividades más populares de los nicas). A la ida, pasé una hora haciendo fila para por fin pasar por migración. Ahora espero media hora.
No hay luz en Peñas Blancas. El calor derrite. Me meto al cafetín, pido un gallo pinto (o casamiento o arroz con frijoles) y huevos con jamón y un café. Mi bendito café. La vida no es nada sin una buena taza de café. Y es un cafetín de frontera, pero el café es excelente.
Veo a los conductores de autobuses, a los que venden boletos, a los que venden los sellos de salida para los ticos. El trajín, la transa, el submundo, sus códigos. Y yo soy una parte más de este escenario (ya los de los buses me conocen, me saludan).
Falta cosa de una hora para que salga el próximo bus. Me siento en una banca a esperar. Mientras espero, leo una New Yorker que me envió una amiga.
Leo "Early Music", un cuento de Jeffrey Eugenides, el mismo de Middlesex.
No está mal el cuento, pero nada de la altura de su novela.
Soy, por supuesto, la única que lee en varios kilómetros a la redonda. A excepción de los que leen un periódico que creo se llama Sucesos y cuyo titular del día reza: "Hombre degüella por celos a su novia".
El verano por fin ha llegado. No llueve en Costa Rica.
Tengo la ilusa confianza en que llegaremos temprano a Chepe.
Ilusa, ya lo dije. Soy la reina de la ingenuidad. Porque la carretera está llena de agujeros, cráteres, desquebrajamientos, resultado de las lluvias y de la falta de mantenimiento y de la abominable cantidad de tráfico que pasa por esa carretera, furgones incluidos.
En algún páramo deshabitado se suben al bus dos ciegos. Con guitarras.
Ay, amenazan con cantar. Fastidio.
Pero comienzan a cantar. Y a tocar. Y parecen dos ángeles, cantan extraordinariamente bien. Me sorprenden.
Termina la primera canción y un tipo aplaude. Termina la segunda y el mismo tipo se levanta y dice que va a acompañarlos a la tercera canción. El tipo canta y tiene un vozarrón formidable. Yo es que no lo puedo creer. Demasiado virtuosismo en un sólo autobus.
Mientras los ciegos piden sus monedas, el pasajero-cantante invitado se presenta: soy el Charro Sullivan y vengo de amenizar un tope en Bagaces. Y canta Borracho te recuerdo, que si no me equivoco pertenece al repertorio de Vicente Fernández.
Es la segunda vez en la vida que doy monedas a un cantante en un bus, por buenos (siendo la primera a un rapero en un bus en San Salvador, que era excelente).
Por fin llegamos a Chepe. Casi a las cinco. Poco más de 6 horas de viaje, gracias a las pésimas condiciones de la carretera.
Otro trámite cumplido.
Otro road-movie vivido.
Hoy
Pienso en los autobuses. En la gente que estará haciendo la misma ruta de nuevo.
Siempre en la carretera.
lunes, diciembre 05, 2005
Trenes
1.
Los trenes son como pájaros, cada cual con su trino, cada cual con su canto.
Al atardecer regresan apurados a sus nido-estación, con su ruido y sus vapores, la agitación de su prisa levantando polvo y basura sobre los rieles.
Rojas, azules, blancas, plateadas. Las plumas de los trenes son de metal y de colores diferentes.
2.
La misma desolación se repite siempre en los rostros de los que esperan. No sólo en sus rostros, en el cuerpo, en la ropa, en el halo que desprenden.
Sea un tren, a un barco, el paso del tiempo, a alguien. No importa.
Esperar es una pasión en sí misma, una pasión aún no descubierta, no dignificada.
Pienso en estas cosas mientras espero el tren.
3.
Los trenes son como pájaros tragando gusanos en las estaciones.
Y los gusanos somos nosotros.
4.
Los trenes tienen alma, tienen espinas.
5.
Escribe esto alguien que nunca había viajado en tren. Alguien que nunca había visto un tren. Alguien para quien los trenes eran asunto de películas o realidad ajena, inalcanzable.
Alguien en cuyo país los trenes son reliquias del pasado, animales mitológicos difíciles de comprender o imaginar. Un país donde los rieles del tren son ruinas prehistóricas, botín de hurto, mercancía negociable, hierro por libra.
Vengo de un país donde un hierro nace en forma de riel y termina convertido en cacerola, en balcón, en remiendo, en esqueleto de alguna casa.
Vengo de un país donde un hombre escribió un libro llamado Trenes y donde habla del mar.
6.
Ahora vivo en un país donde hay un tren. Donde el tren corre por la ciudad como la sangre por las venas.
Escucho el tren llamarme con su pito melancólico, sonoro, enérgico. Es un grito que llama mi nombre, estoy segura. Y salgo hipnotizada, como zombie, corriendo para verlo pasar a un par de cuadras de mi morada.
Acudo al llamado del tren, al trino del tren, al canto del tren.
Y lo veo pasar. Y sonrío. Y me siento niña.
7.
Yo acaricio a mi tren como a un elefante, como a un camello.
Entro y salgo de su barriga.
El tren no me penetra a mí: yo entro en él.
Sexos invertidos.
Hermafroditas.
8.
Cuando el tren está a pocos minutos de llegar a su destino, entristezco. Quiero no llegar nunca, quiero seguir adentro del tren, viajar eternamente en tren.
Miro las líneas de colores que su velocidad deja flotando en el aire. Cuento las piedritas que se reparten entre los rieles de madera y metal. Descubro las flores que, atrevidas, nacen junto a la vía. Y los pájaros que exploran entre los rieles, buscando alimento, sin miedo de sus grandes hermanos, los pájaros-tren, que se aproximan a gran velocidad, que hacen vibrar el hierro de los rieles, los fundamentos de las casas de los alrededores, que sueltan el trino de sus pitos antes de llegar a la estación.
9.
Cuando voy en tren veo por las ventanas y veo a las personas, nunca leo. Me concentro en la panza del animal, en sus vísceras de asientos y puertas y los pasillos por donde los pasajeros caminan para buscar un buen lugar.
No me coloco los audífonos de mi radio pues quiero sorber todos los sonidos, el rechinar de las ruedas sobre los rieles, un ruido fluido, metálico, permanente, como la caricia de la mano de un hombre sobre la espalda desnuda de una mujer.
10.
Opino que los trenes me aman y yo a ellos.
Por fin para mí, un amor correspondido.
Cuando muera, ruego a Dios que mi viaje al más allá sea en tren.
(Publicado ayer en Áncora, suplemento cultural de La Nación de Costa Rica).