Anoche soñé con Saramago. Se le miraba relajado y sonriente. Estábamos sentados sobre unos cómodos sillones en un lugar que no sabría identificar. Una casa de cuyas habitaciones o paredes no puedo decir nada. Recuerdo alguna luz entrando por una ventana a mi lado izquierdo y un borroso fondo de azules y verdes opacos. Me atrevería a decir que las paredes estaban forradas de libros y que había una entrada hacia otra habitación igualmente forrada de libros.
Hablábamos de su novela El viaje del elefante. Recordé, en el sueño, la portada amarilla de la edición vista en librerías. Le confesé que no lo había leído. Léelo, me dijo, no con gesto de vanidad literaria sino con la generosidad del que simplemente desea compartir una buena historia. La próxima vez que vaya a la ciudad lo compraré, le prometí.
Estaba sentado frente a mí. Vestía un pantalón oscuro y una camisa blanca de mangas largas. Tenía la pierna derecha cruzada sobre la izquierda y las manos enlazadas frente a sí. Calzaba alpargatas de lona cruda. Me miraba y me sonreía. El aro negro de sus anteojos y la forma de su cabeza me hicieron recordar a mi padre.
Estuvimos callados un rato. No sabía qué decirle, qué hablar con él. Ahora que estoy despierta pienso que debí preguntarle sobre cómo es la otra vida. Y si ha hablado con Dios. O por lo menos si lo ha visto de lejos. También le hubiera podido pedir algún consejo literario o hubiéramos hablado de nuestros libros favoritos.
Pero hablamos de elefantes. Miramos algunos libros, llenos con estampas antiguas de elefantes. Él hablaba y hablaba pero no recuerdo qué me dijo. ¿Puedo contarle la historia de una elefanta?, le pregunté después de un rato, pensando en contarle de Manyula. Por supuesto, me dijo sonriente, ¿para qué estamos aquí si no es para hablar del amor y de otros elefantes?
Entonces desperté.
No me da ninguna pena decir en público que sentí mucho la muerte de Manyula y que la lloré bastante. No me da vergüenza alguna llorar cuando un animal muere porque jamás he considerado a los animales como seres inferiores o seres que no merecen todo nuestro respeto, cariño y muchas veces, hasta nuestra admiración.
La elefanta estaba metida en mi vida y ocupa un lugar estelar en ella. De niña y adolescente la miraba casi a diario cuando me llevaban de la casa al colegio y viceversa. Era una costumbre para mí buscarla con la mirada desde el carro al pasar frente al zoo y cuando no la veía sentía algo de tristeza.
Fui a su entierro el miércoles 21 de septiembre. El sol estaba muy fuerte y hacía calor. Algunos sacaron sombrillas. Por suerte no llovió. Los niños se colaban entre las piernas de los mayores para sentarse sobre el suelo, frente a la malla ciclón. Había empujones y pisotones, murmullos, pedos, celulares sonando, voces diciendo “estoy en el entierro de Manyula”. Gente humilde de todas las edades, muchos niños escapados de clases o que habían sido llevados por sus padres, buses llenos de escolares que al pasar frente al zoo gritaban “¡Man-yu-la, Man-yu-la!”.
Una mujer a mi izquierda no paraba de llorar. Lloraba en silencio. Las lágrimas salían de sus ojos achinados y rodaban sobre su piel morena, mientras mantenía la miraba fija hacia el recinto que habitó la elefanta. Yo la miraba y su tristeza se me contagiaba.
Otra mujer, a mi derecha, contaba de una vez que fue al zoológico cuando su hija, ahora de 22 años, estaba recién nacida. En aquella época, la malla no estaba tan alta. Manyula se acercó y era uno de esos días en que andaba de mal humor. Le arrancó la pañalera a la señora, tiró el bolso al suelo, sacó todo y cuando encontró la pacha, la pisoteó.
Voces cuyos rostros no alcancé a ver contaban de cuando Manyula les tiró tierra o agua y, la más común de todas, de los que le daban churritos. Manyula estuvo a poco de llegar a los 60 años, algo excepcional para un elefante en cautiverio. Pensé que quizás los churritos Diana son el secreto de la longevidad. La Loli, mi gata, que ya anda por los 16 años y 4 meses, fue alimentada profusamente con churritos durante su infancia. Le gustaban tanto que los comía hasta que la trompita le quedaba anaranjada, y ahí está todavía.
Mientras buscaba los rostros de las voces que contaban sus anécdotas personales con la elefanta, cosa que se hacía muy difícil por el apretujamiento que había, descubrí varios rostros que lloraban. Hombres, mujeres y niños. Cuando nuestros ojos coincidían, sonreíamos.
Al terminar el acto, me puse a leer los mensajes que la gente iba pegando sobre el plástico negro, colgado en el enmallado frente al recinto de Manyula. Los niños dibujaban elefantes, algunos llevaron sus fotos. Hubo un mensaje en particular que me conmovió mucho. Decía algo así: “Manyula, ahora que estás en el cielo podrás ver a mi papá que me traía al zoológico y me subía en sus brazos para poderte ver”.
Aquello me recordó a mi propio padre y también a mi tío Ricardo, ambos ya fallecidos, con quienes más de una vez fuimos al zoo. Casi que me tenían que arrancar de la malla porque yo no quería dejar de ver a la elefanta. Pero ellos ya sabían el truco: decirme que fuéramos a ver a los leones (porque mi amor por los felinos fue desde siempre), y que después me regalarían una “chibola”, como le decían antes a las gaseosas. Me iba algo tranquila porque ya sabía que, de todos modos, seguiría viendo a Manyula desde la ventana del carro cuando fuera al colegio.
A algunos les pareció exagerado el despliegue informativo por la muerte de la elefanta, la espontanea reacción de la gente de ir a dejar velas y recuerdos, y la ceremonia pública de su entierro. Me pregunto qué hubieran pensado o cómo hubieran reaccionado si la prensa no hubiera dicho nada y si el entierro se hubiera efectuado en completo hermetismo. Seguro hubiera habido muchas quejas y miles de especulaciones. Total que con los salvadoreños nunca se queda bien.
Otros se burlaron abiertamente de los que lamentamos la muerte de la elefanta y la sentimos como a nuestra mascota personal. La burla iba disfrazada de una forzada pose de corrección política: ¡lloran por una elefanta pero no por los 14 homicidios diarios ni por los muertos de Tamaulipas! Pero ese mismo comentario no lo hacen cuando siguen masivamente el futbol de las ligas españolas, los campeonatos internacionales o la liga nacional. No entiendo por qué creen que una cosa excluye a la otra. Para todo hay su espacio y su momento.
Pero supongo que todo eso no es más que el reflejo de la contradictoria y muy desafortunada relación que tenemos con los animales. Una relación que parte de la arrogancia profunda del ser humano que los considera como seres inferiores sobre los que tiene dominio y potestad.
Ayer mismo miraba un documental sobre la investigadora Jane Goodall, conocida por su observación y convivencia con los chimpancés en el África. Sus conclusiones se basan en su paciente observación, durante años, día a día, de los animales mencionados. Su intenso contacto con la naturaleza y los animales la ha llevado a comprender la íntima conexión que tenemos con la naturaleza.
Goodall viaja por el mundo explicando la relación que existe entre los humanos y los animales, y particularmente con el chimpancé, el animal al cual más nos parecemos. “Somos parte de los animales, no estamos separados de ellos”, concluye siempre Goodall en sus presentaciones, haciendo un vehemente llamado para conservar a la naturaleza si pretendemos sobrevivir como especie.
En ese sentido, cada vez que talamos un árbol, que atravesamos una montaña para construir una carretera o sembrarla de casas, cada vez que contaminamos un cuerpo de agua, que muere un animal o que matamos a otro ser humano, muere también algo de nosotros, y agredimos nuestra precaria inteligencia.
Nuestra condición humana se degrada cuando no sabemos conmovernos ni tener compasión por los animales o por la naturaleza en general. Y si no nos conmovemos ante el sufrimiento de un ser que consideramos “inferior” a nosotros, muy difícilmente podremos hacerlo por otro ser humano.
No me da ninguna vergüenza decir que extrañaré a Manyula. Que siento esa misma espina de tristeza que sentía cuando de niña no la miraba. A pesar de su tamaño, la elefanta encontró una manera de colarse en nuestros corazones y quedarse ahí para siempre. Y eso es algo que nadie, ni la hipocresía ni el cinismo de algunos, nos podrá quitar.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 3 de octubre 2010).
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