Ocurrió un sábado por la mañana en Los Planes de Renderos. Desayunábamos. Era temprano, ni las 8. Primero se escuchó pasar un carro. Y segundos después, un golpe. “Un choque” pensamos o dijimos en voz alta. Segundos después estaba asomándome a la calle.
Un par de casas más adelante, en efecto, un carro estaba estrellado contra un árbol. Fui hasta allá. No recuerdo cómo lo hice. Es justo explicar aquí que mi madre, bajo ningún concepto, me hubiera permitido jamás levantarme de la mesa en pleno desayuno y mucho menos me hubiera permitido salir a la calle para ir a curiosear un accidente. Pero aquella mañana se pudo. Lo logré. Salí. Supongo que conmigo estaba la empleada doméstica porque sola definitivamente no me iban a dejar salir. Pero no lo sé. No lo recuerdo.
Al llegar hasta el vehículo me di cuenta de algo que no pude ver antes. Sobre el engramado frente a aquella casa estaba acostada una mujer. Bocarriba. Y unas cinco o seis personas ya estaban allí, viéndola. Al grupito llegué a sumarme yo. Y la mirábamos. Entre fascinados y tristes. Sólo escuchaba el murmullo de los adultos: “está muerta, la mató el carro”.
La atropellada no tenía signos visibles de golpes. No había sangre en ninguna parte. Su expresión era serena. De hecho, no parecía violentada de ningún modo. Me impresionó aquel aspecto tan limpio y nada agredido. Era difícil creer que estuviera muerta. Que así se miraba un muerto.
Entonces llegó una muchacha. Lloraba. Gritaba. La mujer que estaba bocarriba era su madre. Había salido de su casa hacía pocos minutos antes pues iba a trabajar cerca de ahí. El carro la había golpeado, la había tirado contra la grama y la había matado. Luego el carro se había estrellado contra el árbol. El conductor estaba ileso. Y borracho. Muy borracho. A él no le había pasado absolutamente nada.
La muchacha lloraba sobre el cadáver. Gritaba. Preguntaba a gritos y con la voz quebrada por el llanto “¿por qué?”. Lo preguntaba una y otra y otra vez más. Ella no entendía por qué su madre estaba viva un momento y menos de media hora después yacía muerta sobre la grama de una casa cercana.
Volví pensativa. Imaginaba a la mujer saliendo de su casa. A la mujer despidiéndose de su hija. A la mujer caminando por la calle. A la mujer y los pensamientos que tendría antes de morir. A la mujer pensando en las cosas que debería hacer aquel día. A la mujer golpeada por el carro. A la mujer volando por los aires y cayendo sobre la grama (siempre tuve una imaginación muy gráfica). A la mujer muriendo. Pero lo que más me impresionó fue una cosa: pensar que un minuto estaba viva y que al siguiente, de manera inesperada, estaba muerta.
Cuando se crece rodeado de animales, el roce con la muerte es una presencia constante. Algo había de terrible, dulce y enigmático en la muerte de nuestros animales y que me dejaba pensativa. Un pollito o un patito ahogado en la pila de agua. Una gallina enferma o víctima de un oscuro destino a manos, o mejor dicho, a garras de un tacuazín que la hubiera raptado. Un perro envenenado. Un perro atropellado. Las culebras que aparecían en la casa y que Juan, el jardinero, mataba a machetazos sin piedad alguna. Los pajaritos que encontrábamos caídos de algún nido y que, por más que cuidáramos, no lográbamos salvar. Los gatos que, tan pudorosos en su morir, se iban al monte para que nadie los viera y partían solitarios de este mundo.
La mujer atropellada fue la primera persona muerta que vi en mi vida. Yo tenía unos 8 o 9 años y aunque ya me habían hablado sobre la muerte, el entendimiento que yo tenía sobre el asunto era limitado. Convivía con el constante recordatorio por parte de mi padre de que iba a morirse pronto. Mi padre era un hombre mayor, de más de 60 años, y no desperdiciaba ocasión alguna para recordarnos todos los santos días: “ya me voy a morir”. Pero ese “ya me voy a morir” tardó más de 30 años en ocurrir.
Aquella atropellada fue la inauguración de todos los muertos de mi vida. Porque de ahí en adelante, y hasta el día de hoy, la gente se me ha muerto en cantidades insostenibles. Mi tío Ricardo que cayó a la entrada de su casa por nunca supe bien qué hemorragia interna. Mi tío el Boina Verde que murió emboscado en la vuelta de un río en Saigón, durante la guerra de Vietnam. Una serie de amigos y conocidos que decidieron todos morirse entre 1994 y 1995 y que dejó poblado de fantasmas mi panorama: Alejandro, un ex-novio, muerto en un impresionante accidente automovilístico. Bud, Pablo y Róger, muertos de cáncer. Noel y Roberto muertos de SIDA. Ignacio, ataque al corazón. Christian, accidente de tránsito. Los muertos ajenos pero de alguien muy cercano a uno y que también se tornan nuestros. O ese muerto que te deja patoja la mesa de los sentimientos y cuya ausencia trastoca todo.
He pensado muchas veces que solamente hay dos sucesos verdaderamente importantes en la vida: nacer y morir. Y así como una mujer se prepara para estar saludable al embarazarse; así como se prepara la habitación del ser que vendrá; así como se estudia y analizan las diferentes edades del niño, ¿por qué no nos preparamos para la muerte desde la infancia? ¿Por qué no nos enseñan a morir con dignidad, a convivir con la muerte, a tener conciencia de ella?
¿Por qué nos enseñan a callarla, a ignorarla, a vivir la vida como si fuéramos a ser eternos y no como los mortales que somos? ¿Por qué nadie quiere o parece comprender que precisa y justamente porque existe la muerte es que la vida se torna tanto más importante y que cada minuto, cada segundo que pasamos en esta dimensión de la mortalidad es un tesoro que deberíamos apreciar y cuidar?
Cuando nos enfrentamos a la muerte de nuestros seres queridos es que podemos darnos cuenta de lo poco preparados que estamos para morir y para vivir nuestros duelos. Es frecuente hacer un repaso mental de todos nuestros muertos. También es frecuente preguntarse, una vez más, sobre nuestra propia muerte. Sobre cómo irá a ser. Cuándo. Dónde.
A veces me sorprendo a mí misma con estos pensamientos y aterrizo en detalles acaso frívolos, pero que la melancolía de saberme mortal me obliga a ver como pormenores poéticos que ojalá pudiera decidir para mi propio final. ¿En qué mes preferiría morir? ¿En qué día? ¿A qué hora? ¿En qué lugar? ¿Haciendo qué? ¿Quién me gustaría que estuviese allí? ¿Preferiría estar a solas en ese instante, para no distraerme y concentrarme en preparar mi espíritu para lo que sigue? Y si pudiera escoger a alguien para que estuviera junto a mí en ese momento, ¿a quién se lo pediría?
Para los que creen o no en una siguiente vida, para los que creen o no en paraísos e infiernos, para los que creen o no en lo espiritual, la verdad de la muerte no altera el hecho de que debiéramos vivir más a conciencia el aquí y el ahora, lo único que, a fin de cuentas, podemos asir en el día a día.
Sin embargo, la enajenación actual (esta pesadilla que llamamos progreso), nos hace voltear el rostro ante la muerte. No hablar de ella. Ni pensar en nuestro propio fin. ¿No sería mejor todo lo contrario? ¿No sería mejor que a todos, desde niños, nos hablaran de la muerte, nos educaran para la muerte (propia y ajena) pero no desde el ángulo de una exaltación religiosa de la muerte, sino de una convivencia cotidiana con ella?
Tener conciencia de nuestro propio fin, de que podemos morir en exactamente cualquier momento y por cualquier misterioso motivo, nos puede hacer valorar mejor la vida misma. Y, aunque suene contradictorio, vivirla con mayor calidad, alegría, intensidad, conciencia.
Cuando los generales romanos tornaban triunfales a Roma y desfilaban por sus calles, un esclavo iba detrás de ellos con la tarea de recordarles que todo es pasajero. “Memento mori”, le decía durante el desfile, recuerda que morirás. Y se hacía para que los generales no incurrieran en la soberbia de actuar como inmortales.
La muerte despierta diferentes sentimientos pero impone una única certeza: es algo de lo que no escaparemos. Y esa certeza absoluta es, fin de cuentas, lo que debería darle un valor supremo a la vida misma. Acaso de ahí provenga otro dicho que complementa al anterior: “Carpe diem”, aprovecha el día. Puede que sea el último que tengas.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 30 de mayo 2010).
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