viernes, enero 15, 2010

Al día

Copia  de Librera sala.JPG





La nebulosa de los primeros días. La nebulosa de los meses anteriores. Todo va pasando.

Se reordena, se apacigua, se aclara.

No hay mucho todavía qué decir.


Siento que las primeras semanas, al regresar al Salvador, fueron intensas, veloces, empeñadas en correr y aclarar ese caos inicial del arribo. Tratando de establecer sobre todo una domesticidad elemental pero funcional para poder retomar la vida. Tratando además de aprehender las experiencias de los últimos 5 años y de asimilar lo que implica el regreso.

Se dice fácil, regresar. Pero ¿a qué regresé? Es mi país, cierto, pero es uno bastante defectuoso. Ya sé a lo que vuelvo y el panorama no es paradisíaco. Por lo demás, aquí no tenía una base de operaciones, es decir, casa. Y he tenido que empezar de cero otra vez más.

“¿Ya estás instalada?” es la pregunta que se me ha hecho con más frecuencia en el último mes y medio. No sé bien qué quieren decir con eso. Tengo un techo, sí, y una cama, ajá, y una cocinita eléctrica prestada, también, y recuperé mis libros y los junté con los que traía y recuperé dos que tres papeles que tenía guardados para novelas por escribir. Eso es todo lo que tengo, eso es todo lo que hay. Si a eso le podemos llamar “estar instalado”, no sé.

La casa permanecerá bastante vacía durante meses. No hay manera financiera posible para que sea de otro modo. No quiero endeudarme, y además odio comprar las cosas a crédito, así es que viviremos en un estado espartano de cosas durante un buen rato.




Trato de tomármelo muy zen. Recuerdo los días de cuando hice el Camino de Santiago. Durante esa caminata, mi mundo era lo poquito que llevaba en la mochila. Valorabas una buena cama, una ducha caliente, un vaso de agua, una comida suculenta y sustentadora. Reconectabas con vos mismo y con las cosas más simples de la vida. El andar despojado te hacía pensar mejor.

Algo así pasa ahora. Valoro una buena comida. Un jugo frío. Un asiento cómodo. Una mesa para comer. Lo que más extraño es la comodidad, pero aprendo que siempre hay alguna manera de resolver todo. También extraño el televisor (sí, no me avergüenza ni un ápice decir que me gusta ver televisión, sobre todo películas y documentales. Si uno es selectivo con lo que mira, pueden encontrarse joyas en lo que llaman "la caja boba").

A veces, sólo a veces, pasa por mi mente la idea de continuar viviendo así “para siempre”. Sin refrigerador, sin más muebles. Creo que muchas veces nos llenamos de cosas inútiles y que hay que valorar qué es lo que realmente queremos y/o necesitamos. Bueno, la refri no es inútil, sobre todo en un país de clima cálido como el nuestro, pero mal que bien la he ido pasando sin ella.

Un par de gentes me insisten en que “para salir del paso”, compre una mesa plástica, de esas que hay en todas partes. Resulta que le tengo aversión al plástico, resulta que esas mesas y sus sillas no me gustan para nada. No. No quiero. Sobre todo, no quiero quedarme después con una mesa plástica que no me gusta. Ya no quiero cosas (ni gentes) que no me gusten en mi vida, ni cosas que me saquen del paso. Prefiero el vacío.


Otra gente me pregunta si ya estoy escribiendo, si voy a dar talleres. También me hacen preguntas mucho más complejas, realmente imposibles de contestar. Un avión aterriza en un aeropuerto y llega a la terminal en unos cuantos minutos. Pero para una persona ese “aterrizaje” tarda bastante más tiempo. Los pensamientos, las emociones, las expectativas, los recuerdos, las preguntas, las ansiedades... todo eso se revuelve con el equipaje de vida que ya de por sí cargamos. No sé cuándo voy a terminar de aterrizar, de llegar, de regresar. El cuerpo llega primero, pero el alma viene después (lo dijo alguien, no recuerdo quien, ni siquiera si era así textual, ni siquiera si es un recuerdo que me estoy inventando, pero vale la idea).

Las cosas, como dije al principio, apenas van asentándose. Apenas. Eso, junto a 5 brutales migrañas en el lapso de un mes (dos la semana pasada), no ayudan mucho a pensar.

Pero ahí vamos. Viviendo el día a día. Ésa es la única estrategia. Vivir el día, el ahora. Lo demás llegará en su momento justo.



(En la foto, el librero de la sala-comedor, finalmente arreglado. Quedaron por fuera varios libros; como ya me lo había indicado mi ojo, necesito otro...).

miércoles, enero 13, 2010

El jardín de la Loli

Loli y el brezo.JPG



Cuando terminé de trasplantar las plantas que había comprado y las coloqué en sus respectivas macetas, me senté a descansar un rato y a contemplar la obra realizada. Tenía todavía las manos tierrosas y el olor de las plantas bien metido en la nariz. Se miraba bonito pero de inmediato me asaltó la culpa: comprar plantas no era la necesidad más urgente, me gasté un dinero que no debía, qué voy a hacer el resto del mes, debí haber comprado esto o aquello, etc. etc.

En eso estaba cuando se apareció la Loli en la puerta. Se paró ahí, vio a izquierda y derecha, y luego me miró a mí.

Esa mirada...


Esa mirada me ha convencido de que, luego de tan largo tiempo de convivencia, es posible que humanos y animales se comienzan a transmitir el pensamiento y de ahí que uno (y ellos) sepamos exactamente lo que estamos pensando, sintiendo, deseando, necesitando. No hace falta hablar con palabras articuladas para entenderse.

Esa mirada llena de asombro decía: “¡Hiciste magia! ¡Hay plantas!”.

Viendo esa carita se me quitó toda la culpa. Y pensé: “claro que era urgente tener plantas, era urgente para la Loli”. En parte también lo era para mí. Yo que me crié en finca y que siempre he tenido jardín, estaba extrañando meter mis manos en la tierra y cuidar plantas. Gocé como niña trasplantando y sintiendo el olor de la tierra húmeda y de las hojas y las raíces. Pero he gozado mucho más al ver la reacción de mi gata en ese momento y en los días siguientes.

Entonces la Loli se fue a tomar un poco de agua en la esquina del patio, y se volteó nuevamente como para comprobar que aquello no había sido una alucinación. Me miró de nuevo, contentísima.




Se fue a examinar las plantas y las macetas, una por una, en perfecto orden. Olía, miraba, asomaba la nariz a la tierra, se frotaba en los bordes de las macetas. Se quedó largo rato oliendo la ruda. El brezo la dejó fascinada. El pony... miraba al pony como si se tratara de un gigantesco árbol centenario y se metió debajo de sus hojas largas un rato. Luego descubrió el bambú enano, comprado expresamente para que ella pudiera comerlo (los gatos comen cierto tipo de yerbas para complementar el suplemento de ácido fólico y otros minerales en su dieta) y por supuesto, se puso a masticar hojitas de inmediato. Por poco destruye la begonia porque le gustó tanto que se quería frotar con todo su peso encima de cada hoja.

Desde ese día pasa bastante más tiempo afuera, cuidando de “sus plantas” y me demanda con insistentes maullidos que salga con ella a gozar del espacio. Ahora desayuno ahí, con ella y las plantas. Ella se echa orgullosa, como una leona en control de su reino. Está muchísimo más animada, casi se diría normal. Lo único que le falta es tirarse panza arriba a tomar el sol y cuando eso ocurra, podré decir que ya la Loli se siente “en casa”.

Su fascinación son el brezo, el pony el bambú. Contra los 3 se frota, los mira arrobadísima. Le encanta meterse debajo de las largas y lanceoladas hojas del pony una y otra vez; al bambú le pega sus mordisquitos e igual, mete su cabeza debajo de las ramitas. Pero creo que en el fondo está enamorada del brezo y que terminará casándose con él. Lo mira y lo mira y lo vuelve a mirar, con el asombro de quien descubre algo por primera vez. Quizás por eso soñé que tenía pequeños gatos hechos de brezo, gatos con 3 y 4 colas, toditas ramas de brezo que me recordaron de inmediato al cuadro de Remedios Varo “Gato helecho”.


Cabe decir que la culpa se me quitó de inmediato. Y que se me quitó al ver esa alegría de la gata por sus plantas. Y que la felicidad de la Loli vale para mí todo el oro del mundo, aunque no quede para comer más que queso y tortillas. Y que si la Loli está feliz, pues yo soy feliz con y por ella. Amén.



(En la foto, la Loli examinando detenidamente su amado brezo).

lunes, enero 11, 2010

Las cicatrices de un libro

La reciente noticia de que el lector electrónico de libros conocido como Kindle fue el artículo más vendido durante el año pasado en Amazon, reavivó la discusión sobre el futuro del libro de papel.

Los fundamentalistas tecnológicos insisten en profetizar la pronta desaparición del libro, utilizando argumentos algo flojos como que hay que evolucionar y adaptarse a los cambios que el supuesto progreso nos va imponiendo.

Dichos aparatos no son precisamente baratos. Además, luego de comprarlo, habrá que adquirir los libros. Un rápido vistazo por Amazon viene por lo demás a comprobar que, aunque un poquito más baratos que las ediciones impresas, los libros electrónicos tampoco son regalados.

Tengo sentimientos encontrados en cuanto al lector digital. Jamás he podido ver uno ni conozco a alguien que lo tenga, así es que puedo decir muy poco sobre su conveniencia o no para leer en ellos. Me llaman la atención, como tantos otros inventos recientes, y me agrada pensar que podría meter, dentro de un sólo traste, toda mi biblioteca. La de contratiempos que me ahorraría en las mudanzas. También sería útil para viajar y transportar con uno libros de consulta, diccionarios y de todo tipo.


Pero la realidad es que las editoriales en español todavía no se han abierto a dicho mercado y por lo demás, las limitaciones económicas de nuestros países no permitirían una masificación del lector electrónico. De hecho, en El Salvador todavía estamos en la parte en que tenemos que promover la lectura y para ello el libro de papel sigue siendo la mejor alternativa.




Parte de lo que perderíamos con estos aparatos sería el placer profundamente sensorial que acompaña a la lectura. Porque leer no se trata solamente de voltear páginas y comprender su contenido. Eso sería demasiado simple y posiblemente a muchos ni nos interesaría si fuera así.

Pasear por las librerías para ver portadas, regodearse con los detalles de edición de las diferentes editoriales, tomar el libro y examinar la solapa, ver la foto y los datos del escritor, ver la contrasolapa y descubrir la lista de otros libros publicados en la misma editorial, leer la contraportada, hojear al azar algunas páginas interiores, son todas cosas que no podríamos hacer.

Tampoco podríamos descubrir el olor del papel (y unos libros huelen mucho mejor que otros). Ni podríamos sentir el peso variado de cada libro entre nuestras manos. Los libros de tapas duras y de tapas blandas. La aspereza o suavidad del papel. Las diversas calidades y tonos de blanco del papel. Esas páginas a veces todas en blanco que nos vamos encontrando en la lectura o los cuadernillos ausentes.

No podríamos subrayar nuestras frases favoritas. No podríamos doblar una esquina para marcar una página. No podríamos escribir un comentario en el margen o, en su defecto, pegar un post-it (hay quienes no se permiten escribir sobre un libro porque lo consideran “sagrado”; para mí son objetos de trabajo y los míos, pues, son trabajados al leerse).

No podríamos llevarlo a todas partes porque tendríamos que estar pendientes de si se cae, se moja, se lo roban o se pierde. Imagínese: algún tarado se roba su Kindle pensando que es una especie de netbook o celular gigante y desaparece toda su biblioteca. Si a mí me pasara, me arrancaría el pelo de la pura desesperación.

Si mis libros de papel se mojan, no pasa nada: los asoleo un par de días y quedan arrugaditos, pero sigo leyéndolos. Si se caen, tampoco pasa nada. Busco la página en que me quedé y ya. Si me lo roban, bueno, lo lamento pero si era muy importante, me voy a comprarlo de nuevo (cosa que además ya me ha pasado, siempre hay “amiguitos” que se llevan los libros de tu propia casa).

Por lo demás, el lector electrónico, como cualquier objeto tecnológico, tendrá no solamente sus modelos actualizándose aceleradamente sino, seamos realistas, tendrá una vida útil de algunos años. ¿Y luego qué? ¿A comprar otro? ¿Con lo “baratos” que son? Supongo que habrá maneras de rescatar los libros o de hacer un respaldo para que no se pierda toda tu biblioteca el día que a tu lector le dé el patatús.


Los libros, después de ser leídos, se convierten en el fetiche que evoca un momento de tu vida: el lugar donde leíste, lo que bebiste mientras leías, lo que ocurría en tu vida paralelo a la lectura, los recuerdos y las fantasías que desencadenó el libro. Libros manchados, asoleados, doblados, de bordes amarillentos, garabateados, manoseados. Luego de la lectura, nuestros libros quedan llenos de cicatrices que los convierten en objetos únicos y valiosos.

Mi edición de El Principito, de Saint Exupéry, por ejemplo, tenía en la esquina de varias páginas y en la portada misma los rastros de los pequeños dientes de la Bonifacia (que el Gran Padre Gato la tenga en su gloria), porque cuando le comenzaron a salir los dientes definitivos le dio, como a todo bebé, por morder algo. Y ella, que siempre fue una gatita intelectual, amante de la poesía de José Lezama Lima y César Vallejo, le dio por mordisquear aquel libro.

Pero acabo de descubrir que El Principito se me perdió. Puedo volver a comprarlo. Pero jamás recuperaré las huellas de los dientes de mi gatita en él. Y con ello, perdí un recuerdo que ninguna computadora ni lector electrónico podrán sustituir jamás.



(Publicado en Séptimo Sentido, de La Prensa Gráfica, domingo 11 de enero 2010).