jueves, octubre 02, 2008

Casa de arena

casaarena.jpgEn 1910, Áurea, embarazada de pocos meses, es llevada hasta una zona desértica del Brasil donde su esposo pretende instalar una población. Los acompaña doña María, la madre de Áurea. Luego de que los colonos que acompañan a la pareja escapan y que el esposo muere accidentalmente, las dos mujeres quedan solas y sin alimentos ni recursos en aquel paraje desolado y deshabitado.

Buscan apoyo en una comunidad cercana, donde viven descendientes de esclavos. El negro Massu las ayudará a conseguir comida y también, poco a poco, en la sobrevivencia práctica.

Pero Áurea se resiste a vivir allí para siempre y busca, afanosa y obsesivamente, la manera de regresar a la civilización. La esperanza está en Chico do Sal, un viejo mercader que viaja hasta aquella remota región para comprar sal. Poco a poco, Áurea negocia y ahorra como para emprender el viaje, pero Chico muere. ¿Perderá con ello Áurea su oportunidad de regresar a la ciudad?




Casa de arena de Andrucha Waddington narra la historia de los constantes esfuerzos de Áurea por escapar de aquella desolación. Pero la desolación no está solamente en lo agreste del paraje, un interminable territorio deshabitado lleno de dunas de arena blanca que, en algún momento, van a dar a un mar turbulento en el que a duras penas se puede salir a pescar. Los personajes también tienen un agreste paisaje interior, marcado por la historia personal o por las carencias o añoranzas de lo que no tienen en su vida.


Áurea le confiesa un día a su madre que extraña la música. Pero ya doña María se ha adaptado al lugar, no siente que tiene nada a qué volver. Áurea no la comprende. “Aquí”, le explica doña María, “ningún hombre me dice lo que tengo que hacer”. Para la madre, la distancia y la soledad son mejores que la vida que conoció.

Los papeles principales están interpretados por la siempre excelente Fernanda Montenegro y por su hija en la vida real Fernanda Torres. El director, de hecho, es esposo de Torres.

Esta película brasileña, ganadora de numerosos premios, tiene sin duda como uno de sus mayores atributos la fotografía, que logra transmitir al mismo tiempo la belleza, la desolación y lo destructor de aquel paisaje, del sol inclemente (no hay un árbol en kilómetros). “La arena camina”, le advierte Massu a las mujeres cuando les dice que la casa está construida en mal lugar. Y con el correr de los años, es cierto, la arena va cambiando el paisaje, apoderándose de parte de la casa, invadiéndola.

La historia sigue en el paso del tiempo. La hija de Áurea, llamada María en honor de la abuela, crece con una rebeldía y una inconformidad ante la vida que la hacen también obsesionarse con salir de aquel lugar. Mientras tanto Áurea, ya adulta, ha encontrado en Massu la familia que le ha hecho aceptar el lugar donde se está como un hogar, por muy imperfecto o incompleto que sea. Total, el hogar es la familia, y no el espacio físico.

El final de la película es conmovedor y a la vez asombroso. En un lugar tan lejos de todo, donde no hay radio ni periódicos ni edificios, llegan las noticias de que el hombre ha llegado a la luna...

Vi esta película en el canal People & Arts, pero no encontré en su página web nuevas fechas de programación. Pero si la ven anunciada o encuentran el DVD, no se la pierdan.

martes, septiembre 30, 2008

Paul Newman (1925-2008)

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¿Cuál es su película favorita de Paul Newman?

¿La mía? Difícil quedarme con una. Me gustan: Butch Cassidy and The Sundance Kid, The Sting, Cool Hand Luke y The Color of Money...


lunes, septiembre 29, 2008

Sociedad de desecho

Hace un par de meses necesitaba imprimir un documento, pero cuando encendí mi impresora, no pasó nada. Apreté una y otra vez el botón de encendido y la máquina no respondió. Revisé cables, conectores, moví el aparato y lo intenté en otro enchufe. Nada. Tuve que ir a imprimir mi documento a un café internet.

Pasaron los días. De vez en cuando me acordaba del asunto, intentaba encender la máquina, que seguía sin funcionar, y no sé por qué concluí que lo que estaba malo era el cable que se conectaba a la corriente y que debía comprar otro.

Fui a un par de negocios buscándolo, pero los que me atendían me decían que no vendían ese tipo de cable, que iba a ser imposible conseguirlo y que mejor pensara en comprar una nueva impresora. Me parecía insólito que, tan con la mano en la cintura, me dijeran que me comprara otra, como si el dinero creciera en los árboles. Además tenía la impresión de que la máquina, que en realidad era una multifunción (impresora, escáner y copiadora), no estaba tan desvencijada. La había comprado hacía cosa de 3 años y no la había usado demasiado.

Rendida, fui al representante oficial de la marca de mi aparato, convencida de que solo ellos podrían rescatarme de aquel percance que estaba durando demasiado. Mi impresora me hacía falta y aquello de ir a pagar por impresiones en un café internet no podía continuar. Fui a dejar el aparato.

Pocos días después me avisaron que no podría arreglarse. Que la tarjeta estaba dañada y que ellos no vendían dicho repuesto. “¿Y eso qué significa?”, le pregunté a la tipa que me atendió. “Bueno, que tiene que desecharla”. “¿Cómo que desecharla? ¿Me está diciendo que la tire a la basura?” “Pues sí”, contestó ella, visiblemente incómoda por el uso de una palabra tan ordinaria como “basura”.




Le pregunté dónde bota uno su impresora vieja. Me dijo que podía dejarla allí, que ellos “dispondrían” de la multifunción. Sentí como si habláramos de un muerto. Supuse que ellos la ocuparían como repuesto para otros aparatos del mismo modelo. Y que yo, ni modo, tendría que ir a comprar otra impresora.

Ese asunto me dejó pensando seriamente en lo que una querida amiga llama la “sociedad de desecho”, que es algo así como el estadio superior evolutivo de la sociedad de consumo que hemos reconocido ser. Porque no se trata solamente de que compramos con particular entusiasmo el último modelo de celular, de computadora, de televisor o de cualquier aparatejo que nos pongan enfrente, sino que esa compra implica que botamos lo viejo sin parpadear, a pesar de que nos quejamos de que todo está caro y de que el dinero no alcanza para nada.

Lejos están aquellos tiempos en que uno se iba a un tallercito de la vecindad donde alguien se encargaba de abrirle las tripas a cualquier tipo de máquina, de arreglarla y de devolvértela de manera que pudiera durarte otro poco de años. De hecho, los aparatos de antes duraban eternidades, parecía que no se arruinaban nunca y cuando lo hacían, tenían todavía una perspectiva de vida regular después de una reparación.

Ahora todo está construido con materiales frágiles. La vida útil de los aparatos dura cada vez menos. Por supuesto, ahí está el negocio, en que un aparato se arruine rápido y de una manera tan fulminante que no quede más remedio que comprar otro, como le pasó a mi multifunción.

El afán del ser humano por crear aparatos más eficientes, veloces, funcionales y además estéticamente atractivos parece haber obnubilado con tanta euforia a sus creadores y consumidores que nadie se pone a pensar qué se hará después con todos esos chunches cuando se conviertan en “material muerto”. No contamos con lugares donde disponer de manera adecuada de nuestros aparatos vencidos, detalle particularmente grave si queremos tomarnos en serio aquello de la contaminación, el calentamiento global y demás trágico etcétera.

Toda esa basura terminará, por lo general, en algún botadero, durando más años que nuestros huesos gracias al plástico, metales y otros componentes de los mismos. Y seguirá emitiendo contaminantes por el simple hecho de estar interactuando con el medio ambiente.

Supongo que las “hueseras” y lugares donde compran objetos usados son una alternativa. Quizás estos lugares incluso se tomen el trabajo de reparar esos aparatos para revenderlos. En algunos países hay empresas que compran aparatos vencidos, pero no es algo generalizado ni tampoco se extiende a todo tipo de objetos. Sé de empresas telefónicas que ofrecen buzones para depositar los celulares y cargadores que ya no sirven o no se usan, pero no sabría dónde ir a depositar mi refrigeradora arruinada o mi televisor fundido, por ejemplo. En contraste, también supe de una distribuidora salvadoreña para una reconocida marca internacional que lanzaba al mar todo el material electrónico descartado. No sé si dicha práctica continúa, pero no se asuste si un día usted está bañándose en el mar y se le atraviesa... ¡una impresora!

Cuando el espacio me lo ha permitido, he optado por guardar los trastes vencidos en mi casa, con la consiguiente crítica de algunos amigos que me dicen que estoy “acumulando basura”. En parte, me parece más conveniente guardar los aparatos muertos en mi casa que tirarlos a la basura, porque el hecho de que estén fuera de mi vista no significa que hayan “desaparecido” o que se disponga de ellos adecuadamente. Lo malo es que con mis continuas mudanzas muchas de esas cosas terminan, inevitablemente, en un botadero.


Finalmente no tuve más alternativa que dejar a mi difunta multifunción en el taller. Me sentí traidora por abandonarla entre un montón de extraños que dispondrían de ella como se les diera la gana, que la deshuesarían, desmontarían y degradarían a pedacitos, eso si no la arrojan al mar. Después fui a comprar una nueva impresora para comenzar otro ciclo de vida de un futuro habitante del basurero municipal. Vamos a ver cuánto me dura.



(Publicada domingo 28 de septiembre en Séptimo Sentido, revista de La Prensa Gráfica, El Salvador. Para una mejor apreciación de la revista, le recomiendo consultar su versión en e-paper).