miércoles, diciembre 20, 2006

La luna

Hay muy, pero muy pocas cosas que extraño de El Salvador. Muy pocas. Casi ninguna. Pero una de esas cosas es La Luna.

La primera vez que llegué habrá sido una noche de enero del 92, cuando recién firmados los así llamados Acuerdos de Paz, me invitaron a conocer el lugar que, a tan poco tiempo de ser inaugurado, ya tenía fama de ser un punto obligado de visita.

Ese año comencé a viajar con alguna frecuencia al país, como tantos salvadoreños que durante años no habíamos podido entrar a consecuencia de nuestras posturas políticas. Lo bueno de regresar era recuperar el país, los amigos, el espacio que se nos había quedado trunco al irnos forzadamente, conocer y reconocer. En alguna de esas visitas conocí a Beatriz Alcaine quien es, ha sido y seguro seguirá siendo el alma de La Luna, su motor, su batería, su gasolina, su visionaria, y quien se convirtió en una amiga queridísima, una cómplice, una maestra en tantas cosas.

La Luna Casa y Arte ("casi arte" le gusta decir a Beatriz), fue abierto en diciembre del 91, en un momento en que no había ningún espacio cultural, en un momento confuso para la historia nacional, en instantes en que estábamos con un pie entre la guerra y la paz, y con la obligada tradición de los fines de años (hacer balances, comenzar con nuevos propósitos).




Fue también un momento de nuevas esperanzas para un país que estaba agotado por la guerra. Muchos regresaron en ese momento al Salvador, con entusiasmos renovados, con ganas de hacer cosas y con la experiencia de lo aprendido en los lugares del exilio. Fue La Luna el espacio que sirvió de refugio, de taller de germinación para desarrollar y hacer ideas, en un espacio que físicamente cambiaba, que tenía la frescura de lo espontáneo, que logró sentar bajo un mismo techo a gente que, apenas meses antes, eran enemigos políticos. Militares y guerrilleros, políticos de izquierda y de derecha, jóvenes y adultos, todos encontraron un espacio donde lo formal, la diferencia, lo no-posible se quedaban en la calle.

No voy a repetir el rango de actividades que se han llevado a cabo en La Luna. Su fama trasciende el espacio nacional y creo que es bastante conocida toda su trayectoria y desarrollo.

En lo personal, mis tres años y medio en El Salvador (luego de una ausencia de 20), fueron menos miserables gracias a La Luna. Ahí presenté un par de libros: Contra-corriente para el que armamos un escenario que simulaba ser un dormitorio y yo leí sentada sobre la cama con un vestido blanco divino que había sido (si mal no recuerdo) de la abuelita de Beatriz y que tenía en aquel anexo llamado "El Ropero". Luego presentaríamos El Desencanto, en un espacio lleno de telas, flores, velas e inciensos.

También armamos los talleres narrativos "Litera-tour" que tuvieron tan buena acogida que hicimos dos grupos, uno matutino y otro vespertino los días sábado, y hasta nos dimos el lujo de tener una sesión especial con Sergio Ramírez que llegó a compartir su experiencia como escritor y a contestar las preguntas de aquel grupo de gente interesada en escribir.

En La Luna me tatuaron (cuando se hizo un tatoo-fest, con tatuadores locales pero también de Guatemala y creo que hasta uno de Costa Rica). En La Luna hacía las citas con la gente que necesitaba o quería verme pero que no quería o no podía ir hasta Los Planes. En La Luna mataba el tiempo entre un mandado y otro cuando andaba por San Salvador. En La Luna vi películas, tomé capuccinos, contesté entrevistas, compré algún libro o algún collar a Pedro Portillo, leí poemas de otros, escuché música que no se escuchaba en ninguna parte más del país, comí pastel de espinacas, zangolotes y unos alfajores maravillosos, vi cuadros y fotografías de diversos artistas, conocí a cualquier cantidad de gente, bailé, escuché a La Pepa, vi malabaristas de fuego y tuve larguísimas conversaciones con Beatriz sobre absolutamente todos los tópicos imaginables.

Siempre admiré, dentro de ello, la capacidad del lugar de renovarse, cambiar, asombrar, mantenerse fresco y sin embargo, en esencia, ser lo mismo: más allá de una rica y diversa propuesta cultural, La Luna fue para mí una especie de segundo hogar, de sucursal de mi casa, un refugio agradable en medio del caos de la ciudad que cada día se me hacía más invivible. Un lugar donde era posible sentarse a inventar cosas, a soñarlas, pero también, a hacerlas realidad.

Hace unos pocos días, gracias a una nota que se preparaba para El Faro, me di cuenta de que La Luna está cumpliendo quince años. Todos estos y muchos otros recuerdos afloraron de inmediato.

Hay cosas, lugares, personas y sucesos cuya significación no se puede apreciar en el momento mismo en que ocurren o se viven. Hay que tomar algo de distancia para saberlo. Saber que La Luna es quinceañera me hizo no sólo recordar sino caer en la cuenta del papel estelar que ha tenido en mi vida, un papel cálido, agradable e importante.

Felicidades pues a todos los que lograron concretar ese sueño, a los que tuvieron la visión, la energía, las ganas de hacerlo. Y por supuesto, un abrazo muy apretado para la Bea, quien a pesar de los buenos y malos ratos (como las constantes amenazas de la alcaldía por cerrar el lugar), a mantenido en marcha un sueño y mi otra casa.

1 comentario:

Rat dijo...

La Luna... ah, La Luna. Mi hermana solía "vivir" allí, aparte de trabajar. Yo, por ser más pequeño y más estúpido, curtí algo de La Ventana (no mucho germanos ni franceses). Después caí en la Fuente de Jade, en donde "trabajé un mes". Sin embargo, tengo que admitirlo, me olvido rápido de la Fuente, de la Ventana, y de Luna. Es que mi memoria se queda siempre, pero siempre, ahogada en la esquinita contigua al abismo del Estadio Cuscatlán. Era increíble. Allí unos mareros, todas las tardes, ya fanáticos, se sentaban a esperar a Roque Dalton. Y en ese momento, y solamente por ese minúsculo pedacito de acera, todo el país se llenaba de religión. Mmm... eso, eso también recuerdo, eran gentes muy religiosas.