La reciente noticia de que el lector electrónico de libros conocido como Kindle fue el artículo más vendido durante el año pasado en Amazon, reavivó la discusión sobre el futuro del libro de papel.
Los fundamentalistas tecnológicos insisten en profetizar la pronta desaparición del libro, utilizando argumentos algo flojos como que hay que evolucionar y adaptarse a los cambios que el supuesto progreso nos va imponiendo.
Dichos aparatos no son precisamente baratos. Además, luego de comprarlo, habrá que adquirir los libros. Un rápido vistazo por Amazon viene por lo demás a comprobar que, aunque un poquito más baratos que las ediciones impresas, los libros electrónicos tampoco son regalados.
Tengo sentimientos encontrados en cuanto al lector digital. Jamás he podido ver uno ni conozco a alguien que lo tenga, así es que puedo decir muy poco sobre su conveniencia o no para leer en ellos. Me llaman la atención, como tantos otros inventos recientes, y me agrada pensar que podría meter, dentro de un sólo traste, toda mi biblioteca. La de contratiempos que me ahorraría en las mudanzas. También sería útil para viajar y transportar con uno libros de consulta, diccionarios y de todo tipo.
Pero la realidad es que las editoriales en español todavía no se han abierto a dicho mercado y por lo demás, las limitaciones económicas de nuestros países no permitirían una masificación del lector electrónico. De hecho, en El Salvador todavía estamos en la parte en que tenemos que promover la lectura y para ello el libro de papel sigue siendo la mejor alternativa.
Parte de lo que perderíamos con estos aparatos sería el placer profundamente sensorial que acompaña a la lectura. Porque leer no se trata solamente de voltear páginas y comprender su contenido. Eso sería demasiado simple y posiblemente a muchos ni nos interesaría si fuera así.
Pasear por las librerías para ver portadas, regodearse con los detalles de edición de las diferentes editoriales, tomar el libro y examinar la solapa, ver la foto y los datos del escritor, ver la contrasolapa y descubrir la lista de otros libros publicados en la misma editorial, leer la contraportada, hojear al azar algunas páginas interiores, son todas cosas que no podríamos hacer.
Tampoco podríamos descubrir el olor del papel (y unos libros huelen mucho mejor que otros). Ni podríamos sentir el peso variado de cada libro entre nuestras manos. Los libros de tapas duras y de tapas blandas. La aspereza o suavidad del papel. Las diversas calidades y tonos de blanco del papel. Esas páginas a veces todas en blanco que nos vamos encontrando en la lectura o los cuadernillos ausentes.
No podríamos subrayar nuestras frases favoritas. No podríamos doblar una esquina para marcar una página. No podríamos escribir un comentario en el margen o, en su defecto, pegar un post-it (hay quienes no se permiten escribir sobre un libro porque lo consideran “sagrado”; para mí son objetos de trabajo y los míos, pues, son trabajados al leerse).
No podríamos llevarlo a todas partes porque tendríamos que estar pendientes de si se cae, se moja, se lo roban o se pierde. Imagínese: algún tarado se roba su Kindle pensando que es una especie de netbook o celular gigante y desaparece toda su biblioteca. Si a mí me pasara, me arrancaría el pelo de la pura desesperación.
Si mis libros de papel se mojan, no pasa nada: los asoleo un par de días y quedan arrugaditos, pero sigo leyéndolos. Si se caen, tampoco pasa nada. Busco la página en que me quedé y ya. Si me lo roban, bueno, lo lamento pero si era muy importante, me voy a comprarlo de nuevo (cosa que además ya me ha pasado, siempre hay “amiguitos” que se llevan los libros de tu propia casa).
Por lo demás, el lector electrónico, como cualquier objeto tecnológico, tendrá no solamente sus modelos actualizándose aceleradamente sino, seamos realistas, tendrá una vida útil de algunos años. ¿Y luego qué? ¿A comprar otro? ¿Con lo “baratos” que son? Supongo que habrá maneras de rescatar los libros o de hacer un respaldo para que no se pierda toda tu biblioteca el día que a tu lector le dé el patatús.
Los libros, después de ser leídos, se convierten en el fetiche que evoca un momento de tu vida: el lugar donde leíste, lo que bebiste mientras leías, lo que ocurría en tu vida paralelo a la lectura, los recuerdos y las fantasías que desencadenó el libro. Libros manchados, asoleados, doblados, de bordes amarillentos, garabateados, manoseados. Luego de la lectura, nuestros libros quedan llenos de cicatrices que los convierten en objetos únicos y valiosos.
Mi edición de El Principito, de Saint Exupéry, por ejemplo, tenía en la esquina de varias páginas y en la portada misma los rastros de los pequeños dientes de la Bonifacia (que el Gran Padre Gato la tenga en su gloria), porque cuando le comenzaron a salir los dientes definitivos le dio, como a todo bebé, por morder algo. Y ella, que siempre fue una gatita intelectual, amante de la poesía de José Lezama Lima y César Vallejo, le dio por mordisquear aquel libro.
Pero acabo de descubrir que El Principito se me perdió. Puedo volver a comprarlo. Pero jamás recuperaré las huellas de los dientes de mi gatita en él. Y con ello, perdí un recuerdo que ninguna computadora ni lector electrónico podrán sustituir jamás.
(Publicado en Séptimo Sentido, de La Prensa Gráfica, domingo 11 de enero 2010).
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