Atravesar una calle para escapar de casa
lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que anda
todo el día las calles, ya no es un muchacho
y no huye de casa.
Hay en el verano
tardes en que las plazas quedan vacías, tendidas
bajo el sol que ya empieza a ponerse, y este hombre que llega
por una avenida de inútiles plantas, se detiene.
¿Vale la pena estar solo para quedarse siempre solo?
Callejear únicamente, las plazas y las calles
están vacías. Es preciso detener a una mujer
y hablarle y decidirle a que viva con uno.
Si no, uno habla solo. Por eso algunas veces
el borracho nocturno comienza a parlotear
y explica los proyectos de toda su vida.
No es cierto que esperando en la plaza desierta
te encuentres con alguno, pero el que anda las calles
a ratos se detiene. Pero si fueran dos,
aun andando las calles, la casa ya estaría
donde aquella mujer, y valdría la pena.
Por la noche la plaza vuelve a quedar desierta
y este hombre que la cruza no ve los edificios
tras las luces inútiles, pues ya no alza los ojos:
sólo ve el empedrado, que hicieron otros hombres
de endurecidas manos, como lo están las suyas.
No es correcto quedarse en la plaza desierta.
Seguro que está en la calle aquella mujer
que, al pedírselo, quiera ayudar en la casa.
(En internet hay dos versiones muy diferentes de este poema con el mismo título. La que reproduzco aquí es la que coincide con la publicada en Le Poesie, Cesare Pavese, Einaudi Tascabili, 1998, Turín. Mi edición está en italiano. Desafortunadamente este poema, encontrado en internet, no detalla quién lo tradujo).
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