Este es mi regalito de fin de año para los lectores de este blog. Me topé con este animado basado en uno de los cuentos de Interzone de William Burroughs. Se llama The Junky's Christmas (La navidad del yonki), producido por Francis Ford Coppola y narrado por el propio Burroughs. Al final se pone algo cursilón para mi gusto pero... what the heck! It's Christmas!, jajaja.
Los subtítulos en español están algo extraños, como que no van al ritmo de lo leído, pero se deja entender finalmente. Y si lo que quiere es el texto del cuento, puede leerlo aquí (en su original, en inglés), junto a otros cuentos de Burroughs. Si alguien encuentra este texto en español, por favor comparta el enlace.
De paso, gracias por seguir visitando este espacio y les deseo que el nuevo año sea mejor que el que se nos acaba. Mucho mejor.
miércoles, diciembre 30, 2009
La navidad del yonki (William Burroughs)
martes, diciembre 29, 2009
Libros que nos persiguen: Diarios de John Cheever
Hay libros que lo persiguen a uno. "Books that haunt you" me parece mejor expresión. Libros que se le aparecen a uno en todas partes y que uno se queda pensando en ellos y entonces surge la imperiosa necesidad de comprarlos, tenerlos, leerlos.
Me ha pasado varias veces, por ejemplo, que he visto un libro que me gusta, pero que no lo compro porque lo siento muy caro o porque no ando el dinero o, lo peor, me entra el moralismo de “¿y para qué quiero otro libro si ya tengo un montón sin leer?” (I need another book like I need a hole in my head!). Pero uno se queda pensando en ese libro días y días y se decide por fin a comprarlo, vuelve al lugar y puf, el libro ya no está. Y después uno se pasa reclamando a sí mismo “lo hubiera comprado...”.
En el transcurso de un año se me ha plantado enfrente los Diarios de John Cheever ya 3 veces. La primera vez no lo compré porque me pareció caro, pese a que estaba en la mesa de rebajas en Sanborn’s. Pero me quedé piense y piense en el libro. Volví una segunda vez a buscarlo, pero resistí a la tentación de comprarlo. Sin embargo, seguí piense y piense en el mismo y cuando ya fui por él, decidida a comprarlo, no estaba.
La segunda vez se me apareció en Sophos de Guatemala. También caro. Y uff, yo rondándolo y rondándolo y recordando lo que me pasó la vez anterior. Pero como supuestamente iba a volver pronto a Guate ya no lo compré. Después resultó que no volví a Guate y me quedé antojada de ése y varios libros más que no compré.
La mañana del 24 tuve que ir a primera hora al banco a hacer varias gestiones. Como “premio” por la mañaneada, decidí invitarme a desayunar a la panadería San Martín. Pero estaba llena hasta el tope. Así es que pensé que quizás en Sanborn’s podría desayunar. Se podía y además había un muy buen buffet. Y ya que estaba, pues... nada me costaba ver libros.
¿Y a quién creen que me encontré? El mismo libro de John Cheever. El precio lo habían rebajado, pero seguía siendo “cariñosón”. Pero recordando las experiencias anteriores, con un cheque recién depositado, con la auto-complacencia que nos da para las navidades y pensando sobre todo que si no me lo regalaba yo, no me lo iba a regalar nadie, lo compré por fin.
Y eso fue lo que me pasé haciendo la Nochebuena y el día de Navidad (y sigo en eso), leyendo los diarios de Cheever. Con una copa de vino tinto, unos cuadritos de chocolate amargo y mi mano acariciando los suaves lomos de la linda Loli que roncaba cerca.
Leyéndolo, por supuesto, me sentí además complacida de la compra. Los géneros personales como diarios y correspondencias me gustan mucho. Me encantó la introducción hecha por Benjamin Cheever, uno de sus hijos, en los que explica que su padre tenía un profundo interés en publicar los diarios, que en realidad, no son propiamente tales. Hay bosquejos para cuentos, ideas para otros textos, pero también algunas notas sobre su vida personal, sus hijos, su esposa, su bisexualidad, su alcoholismo pero, sobre todo, su profunda sensación de soledad.
Lo que me impresionó (y gustó) de esta introducción, fue que Benjamin confiesa lo duro que fue para él y el resto de su familia, leer algunas partes de estos diarios. Pero que a pesar de ello, no quisieron manipular el material ni editarlo como para dejar bien parado a nadie. El texto escrito por Cheever es lo que es y su familia lo respetó tal cual. Suerte de él de contar con una familia tan tolerante y comprensiva con lo que es el escribir.
Porque escribir, me parece, tiene que ser con toda autenticidad, con toda franqueza, sinceridad y lealtad hacia lo que uno cree. Pese a que el oficio literario es, en gran medida, saber contar una historia inventada, saber mentir, hacerle creer al lector o por lo menos, hacerle tener la sensación, de que lo que lee es cierto o probable o verídico, el escritor tiene que ser fiel a su visión de mundo y sobre todo a lo que desea decir y transmitir, sea en la ficción o la no ficción.
En este caso, los lectores nos hemos visto favorecidos por el respeto de la familia Cheever de dejar los textos tal cual. Que en otros casos, como el de Alejandra Pizarnik por ejemplo, nos han obligado a los lectores a leer textos mutilados y manipulados en favor de no revelar “los sucios secretos” familiares o personales del autor en cuestión.
Seguiré reportando luego sobre la lectura de estos diarios.
lunes, diciembre 28, 2009
Guadalupana
Los primeros en llegar son los hombres de los caballitos. Estos son negros y blancos y tienen delicadas flores de colores pintadas en los costados. Después de montar la rueda, los hombres les dan un retoque de pintura para que se vean mejor.
Los siguientes en llegar son los vendedores de comida. Los más avispados se ponen a vender de inmediato. De noche pueden verse las luces de algunos cuantos negocios funcionando y vendiendo churros “especiales”, anchos y desfigurados. Otros venden tajadas fritas de yuca y plátano, en un exaltado homenaje al aceite.
Poco a poco la calle del Instituto de las Hermanas Somascas y la acera frente a la Basílica de Guadalupe van llenándose de improvisadas champas donde se ofrece absolutamente de todo.
En las mañanas el despertar es lento. Los comerciantes viven y duermen en sus champas, junto a su mercancía. Cuelgan cortinas alrededor de la venta para cubrir el local y duermen acomodados en colchonetas sobre la acera o el asfalto. No me pregunten dónde hacen sus necesidades ni cómo se bañan ni de dónde sacan el agua que ocuparán para hacer el fresco que venden en las pupuserías o para hervir inmensas ollas de elotes.
Cuando paso alrededor de las 9 de la mañana para ir al ciber café, muchos de ellos apenas se levantan. Algunos desayunan. Los menos ya están en pie, con la venta ofrecida al cliente, como si nunca durmieran.
Si se camina en dirección al Casino Colonial desde la Plaza Guatemala, lo más común son las ventas de dulces típicos, “elotes locos”, tajadas fritas, pescados (3 por un dólar) y las infaltables pupusas. Pero también se venden camisetas y recuerditos hechos de madera con la imagen de la Virgen además de todo tipo de artículos que nada tienen que ver con la fiesta: pulseras, relojes, películas y música pirateada, equipos de sonido, gorras con toda variedad de logotipos, entre un montón de cosas más.
En medio de aquello, sentadas sobre el asfalto, con la venta colocada sobre un trapo blanco, están un par de guatemaltecas en su traje típico, vendiendo textiles, pulseritas y pisteras de aquel país.
Para el día 11 por la mañana, todas las ventas están funcionando y surgen unas últimas comiderías. Frente a la Basílica, la variedad de productos que se ofrece es otra: candelas de cebo blancas y amarillas con un listón rojo y litografías de la Virgen y de varios santos, algunas con marcos de madera pintados en dorado, rosarios de plástico o madera. Pero también se venden camisetas, toallas, calzoncillos, calcetines y pupusas, muchas pupusas de aspecto agrietado y torpe, que me recuerdan a las que alguna vez hice, cuando niña, aprendiendo a palmear.
Del altavoz de la iglesia, una voz masculina anuncia el horario de servicios y el precio de 3 dólares para quien quiera tomarse una foto en la gruta. Y luego la música religiosa, mientras que en la pupusería junto al portón principal, un parlante escupe un regetón fervorosamente chabacán, que dice: “quítate la ropa y báilame como si fueras una vedette”.
Los primeros peregrinos y devotos comienzan a llegar con sus hijos vestidos de “indios” y hacen la fila correspondiente para entrar a saludar a la Virgen. Como premio, a la salida, podrán montar alguna de las ruedas o comerse un “elote loco”.
No todos los devotos son niños. Algunos adultos que pagan promesa van también vestidos como indios, sobre todo mujeres. Veo una que lleva un traje típico en azul y blanco y estampado en todas partes con el escudo salvadoreño.
Veo otro par que vienen a pie desde no sé dónde, caminando sobre la Carretera de Santa Tecla, que se ha convertido en un interminable embotellamiento, agravado por los carros parqueados a ambos flancos de la carretera y que se comen, literalmente, uno de los carriles. Las dos mujeres van vestidas de indias y una de ellas avanza despacio apoyada sobre un andarivel. Son acompañadas por un par de hombres canosos y al paso que van tardarán cosa de media hora en llegar hasta la Basílica, aunque faltan pocos metros.
Y están los que toman “la foto del caballito”. Durante la semana se han armado los paneles y telas de fondo que les serán alquilados a los fotógrafos. Las telas son aterciopeladas y casi todas tienen la imagen de la Guadalupana. También hay una con el Cristo de Esquipulas y otra con la Iglesia de Panchimalco. Hay un único fondo que tiene graditas y un Santa Claus pintarrajeado sobre un panel de madera.
Los colores de las telas son chillantes y las más modernas tienen un sistema que enciende y apaga lucecitas sobre las estrellas del manto de la Virgen. Frente a las telas hay toda una variedad de caballitos de madera. Se miran antiguos, muy antiguos. El que más me llama la atención es uno cubierto de piel, supongo que de vaca, café y blanco. Es pequeñito y me quedo observándolo fascinada tanto rato, que pronto acude el fotógrafo y me ofrece la foto por 3 dolaritos, para que la lleve de recuerdo a mi casa.
La medianoche del 11 de diciembre, desde el segundo piso de mi nueva morada, veo los juegos de pólvora que queman en la Basílica. Veo las luces de colores reventando en el cielo y pienso que todo esto es una especie de bienvenida. Gracias pues, a quien corresponda.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, 27 de diciembre 2009).
martes, diciembre 22, 2009
La historia del camello que llora
La historia del camello que llora retrata a una familia en el sur de Mongolia, en el desierto de Gobi, que se dedica a la crianza de ovejas y camellos. Es la primavera y las camellas y ovejas están en época de parto. La última camella tiene dificultades para parir. Pasa dos días en labor de parto y la familia tiene que ayudarla. El recién nacido camellito es blanco, pero la madre rechaza al crío.
La familia teme que el camellito muera. ¿Qué se puede hacer? Intentan varias cosas pero nada funciona, así es que el último recurso es un ritual en que es necesario traer a un violinista de una aldea cercana, que le tocará una canción a la camella. Se supone que, si el ritual funciona, la camella llorará y terminará aceptando al crío.
Sería comprensible que esta película, de producción alemana, no fuera del gusto general. Es extremadamente sencilla, y a ratos parecería ser un documental al que le falta información y explicaciones. A eso tiene que agregarse que no todo lo que se habla en mongol es subtitulado, así es que de pronto uno se queda “aleluya”, imaginando de qué pueden ir los diálogos.
Me parece valioso de esta película el retrato de la vida cotidiana de una familia en condiciones que quizás, para los consumados consumistas occidentales que somos, nos parecerían insufribles. Una vida en el desierto, en una tienda, sin electricidad y sin cientos de las supuestas comodidades que tenemos, que al final no son más que necesidades impuestas por empresas empeñadas en vendernos chucherías.
Los 2 hijos pequeños de la familia son los encargados de ir a la aldea a buscar al violinista y con ello, se nota la diferencia entre vivir aislados en el desierto y el relativo progreso en la aldea. Ahí venden las baterías para el radio que el abuelo les encarga a los muchachos. Ahí hay televisores que pueden verse con antenas parabólicas. Ahí la gente se viste con ropas occidentales y andan en motos y quedan viendo a los muchachos que llegan en camello y en sus trajes tradicionales... Cuando el niño menor regresa y habla del televisor y le pide a su padre uno, el abuelo reacciona de inmediato diciendo que no lo necesitan, que ésas son “cosas del demonio”.
Otro de los sub-temas que destacan en esta película es la relación de respeto que se tiene con los animales. En condiciones extremas como las de esta familia, cada animal representa parte del ingreso económico y de la sobrevivencia del grupo. El pelo sirve para lana, la leche es bebida (y sacrificada, como hace la abuela que, cada mañana, lanza a los 4 vientos un trago de leche para los espíritus), el animal en sí sirve como medio de transporte y carga.
La escena del ritual en particular es conmovedora. La joven madre de la familia le canta (con una voz verdaderamente preciosa), a la camella, mientras el violinista toca su instrumento (que en realidad no parece violín y sólo tiene 2 cuerdas).
En fin, una historia absolutamente diferente, a un ritmo lento pero que nos remite a lo básico de la vida y que me dejó pensando en cómo lo elemental de la cotidianidad, cómo el despojarnos de “todos los adornos” y extras innecesarios de los que nos rodeamos, nos puede reconectar con los animales, la naturaleza, los demás seres humanos pero sobre todo, con nosotros mismos.
lunes, diciembre 21, 2009
Poco a poco...
A veces temo que no me va a alcanzar la vida para terminar de leer todos los libros que componen mi biblioteca ni otros tantos que, seguramente, todavía vendrán a incorporarse a este océano de letras en el que vivo nadando.
Pero verlos, tenerlos, representa la esperanza de eso, de leer y de vivir.
Intento organizar los libros y parece una tarea interminable. Un librero ya está lleno y aunque el librero más grande falta por llenarse, a ojo de buen cubero, sé que necesito otro librero más.
Ha sido un regocijo reunir los libros. Verlos. También ha sido distracción: voy ordenando los libros y me detengo a releer subrayados, poemas, páginas o pasajes que me gustaron, que me siguen gustando.
Tuve que organizar una sección de “hospital de libros”. Libros que se han estropeado por el paso del tiempo y un par de traslados involuntarios mientras yo no estuve. Libros que perdieron tapas o que se partieron o se deshojaron. Deberán pasar cirugías reconstructivas.
El paciente más grave de ese hospital es Tres Tristes Tigres de Cabrera Infante. La edición, en verdad, fue defectuosa desde el comienzo. Siempre se le zafaban páginas. Ya sufrió un par de cirugías plásticas y remiendos. Pero ahora está hecha una sopa de páginas sueltas y leerlo sería incómodo. Ni siquiera sé todavía si todas las páginas están ahí. De repente encontraba una página de un libro en medio de otros. Leía y lo identificaba de inmediato e iba juntando las páginas sueltas en un montoncito... Hay que conseguir una nueva edición.
Hay un libro francamente perdido: el primer volumen de mi Diccionario de mitología clásica fue comido por el comején. Podría enojarme o ponerme a llorar ante la pérdida, si no fuera por el fascinante diseño interior que dejaron los animalitos en su comilona. Surcos y diseños, como si se tratara de papel picado. De alguna manera lo es.
Otro libro que apareció comido fue Q, la novela escrita por el colectivo italiano que se amparó bajo el seudónimo de Luther Blisset. Ambos libros fueron comidos por comejenes ticos. En el mueble donde estaban puestos había comején. Yo las escuchaba comer de noche, pero pensé que se comían la madera del mueble, no mis libros. Ese lo dejé en CR. Q puedo bajarlo gratis de internet. Del Diccionario picado apenas me di cuenta ayer y reponerlo creo que es imposible. Y es un diccionario que uso con mucha frecuencia. Habrá también que buscar otro.
Muchas ganas de leer y releer. Y contenta al ver el primer librero, ya ordenado.
martes, diciembre 15, 2009
Escribo como Hemingway, de pie...
Escribo como Hemingway, de pie. La computadora colocada sobre el desayunador de la cocina. Recuerdo que Hemingway decía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Es cierto. La posición evita que uno se distraiga o se acomode a divagar. Además decía: "¿Quién ha aguantado diez ’rounds ‘con el culo en una silla?".
No hay muebles en la casa a excepción de una cama y dos libreros.
Hay veinte cajas de libros y una gata de 15 años y 7 meses de edad.
Cuando yo sea grande, quiero ser como mi gata: ella tiene un temple, una disposición, un ánimo, una adaptabilidad y un coraje que ya quisieran tener muchas personas que conozco.
A partir del 24 de noviembre de este año, la Loli ha sido declarada “Heroína de la Patria” y “Combatiente Heroica”. Se portó bien valiente y bien digna en su primer (y espero último) viaje en avión.
Chistoso volar con un animalito. Todos se acercan a preguntarte por “el perrito” y se desconciertan cuando les digo que es “un gatito”. ¿Dejan viajar a los gatos? me pregunta varia gente. Pues sí, los dejan.
Por supuesto, la canción de ese viaje fue “El gato voladooooor”.
Hay otras 10 cajas más con papeles y materiales de investigaciones que he ido acumulando durante años para un par de novelas que quiero escribir.
Recuperar las escasas posesiones que tengo sobre la tierra y juntarlas por fin de nuevo bajo un mismo techo fue como recomponerme a mí misma, rearmarme a través de esas piezas sueltas que, mientras estuvieron dispersas y lejos de mí, me hicieron sentir como Osiris.
La emoción de desenvolver lo empacado minuciosamente en periódico e ir descubriendo lo que era. Encontrar y reencontrar cosas que ni recordaba tener. Pero al verlas, emocionarme como una niña y pegar gritos de júbilo.
Mauricio, que me acompaña a desempacar en ese momento, se ríe también. Es como una navidad.
Le digo a Mauricio: “estas cosas son mi hogar”.
Sensación de estar completa.
Tengo una vajilla incompleta para 8 personas. Tengo poco más de 20 tazas de todos los tamaños y colores. Admito que tengo una compulsión inexplicable por las tazas.
No hay internet, ni televisión, ni teléfono fijo. Y todavía no se mira cuándo los tendré porque depende de burocracias ajenas a mi voluntad.
Desde el cuarto que algún día será el estudio, puede verse el volcán de San Salvador. Y el tráfico de la carretera. Y los alambres de los postes de alumbrado y teléfono.
Desde la ventanita del dormitorio puede verse el alambre de navajas que guarda los muros. También desde el cuartito que se supondría sería de huéspedes pero que será bodega.
Desde la ventana del baño, por las noches, veo algunas luces encendidas en la torre de apartamentos de Multiplaza. Cada apartamento cuesta algo así como 264 mil dólares y ya casi todos están vendidos. ¿Quién dijo “crisis”?
Por las noches, en ese edificio, de 11 a 12 p.m., arrojan el ripio desde los pisos altos dentro de un tubo puesto en el exterior. Es como escuchar llover piedras.
Desde la ventana del baño veo también las luces de algunas casas en el volcán. Me dan nostalgia. Y envidia. Ya quisiera yo vivir en esos montes alejados y no en la ciudad.
No hay refrigerador. Estudio los variados procesos de descomposición de los alimentos. Es sorprendente lo que duran algunas cosas sin refrigeración: una cebolla cortada metida en una bolsa zip-loc dura 5 días sin arruinarse. Un queso Petacones clásico dura casi una semana. Un cartoncito de leche tarda 2 días antes de comenzar su fermentación. Las papas son casi eternas. Los huevos también. La piña puede cortarse y comerse de hoy a mañana. Las fresas también duran de hoy a mañana.
Doy mi reino por un tomate y una lechuga y una ensalada fresca y crujiente. También doy mi reino por una cerveza checa Pilsner Urquell, bien helada, pero bebida en mi casa, acomodada en el sillón azul que no tengo y viendo la tele que no tengo con el servicio de cable que no tengo.
Por las tardes, y a pesar de todo, los pericos siguen pasando sobre San Salvador, como en el poema de Alfredo Espino, a quien todo mundo desprecia por cursilón.
Desayuno, almuerzo y ceno sentada en la penúltima grada del segundo piso.
Por las noches leo o veo películas en la computadora. La computadora puesta sobre el asiento de una única silla que tengo y yo acostada en la cama.
Películas vistas: Lust, Caution. Blind Spot (sobre la secretaria de Hitler), Evangelion, Seven Samurais.
Por las noches pienso e imagino una casa llena de muebles.
No he tenido tiempo para pensar. No he tenido tiempo para sentir.
Todavía falta desempacar las 7 cajas de libros que traje de Costa Rica. Y organizar los libreros. Temo que ya no alcanzarán para guardar tanto libro y que deberé comprar otro.
El tono de mi nuevo celular es una Gimnopedie de Eric Satie.
Imprimí las 52 páginas que tengo escritas de mi novelita de ciencia ficción, que es más ficción que ciencia. Descarto una completa. Reescribiré 4. No sé cómo sigue pero continuaré.
Generosidad de gente que ni conozco.
Insomnio noche de por medio.
Leo el tercer libro de la serie Dune de Frank Herbert. Los que desprecian la ciencia ficción es porque:
a) No han leído suficiente ciencia ficción.
b) No comprenden el juego de la literatura.
c) Son unos tarados.
d) Todas las anteriores.
Y por ahí va la cosa...
lunes, diciembre 14, 2009
Por motivos de seguridad
Me gustaría vivir donde siempre he vivido en El Salvador: en Los Planes de Renderos, en una casa amplia, con ventanas que permitan entrar mucha luz y tener la vista de un jardín lleno de plantas y árboles, un espacio para sembrar yerbas y hortalizas y hacer composta, y donde mi gata pueda vivir a plenitud sus instintos felinos de correr y asolearse sobre el zacate y la tierra húmeda.
Me gustaría recibir allí a mis amigos, ofrecerles una buena comida y enfrascarnos en pláticas triviales o serias, aquellas que arreglan el mundo o lo desarman, y que ellos pudieran irse de madrugada y yo salir a despedirlos y quedarme viendo la carretera hasta que las luces de sus carros hubieran desaparecido.
Me gustaría tomar un bus y bajar al centro de la ciudad para hacer mis compras en el mercado, conversar un rato con las vendedoras o enfrascarme en el curioso juego del regateo, ir de allá para acá nada más que mirando edificios u observando a la gente (actividad que a los escritores nos encanta hacer), comer una minuta de limón o tamarindo sentada en algún banco de la plaza Barrios, leer un libro o darle de comer a las palomas en la plaza Morazán. Luego pasaría comprando algo de pan dulce en una panadería o a alguna señora instalada en una esquina con su canasto.
Volvería a mi casa en el bus, miraría la hora en mi reloj, y a eso de las cinco iría rapidito al parque Balboa a comprar unas pupusas para la cena, el mismo parque al que, en mi infancia, mi padre me llevó a aprender a andar en triciclo y a caminar entre los bambúes y los árboles de mango y manzana rosa.
Me gustaría, pero es imposible.
En las últimas semanas he andado buscando dónde vivir y en el ejercicio me ha tocado asumir que los salvadoreños hemos sacrificado nuestra forma de vida y costumbres para protegernos de la criminalidad en todas sus variantes.
Las casas no se buscan ni se alquilan en relación al gusto personal o al presupuesto disponible sino a la seguridad que te ofrece la misma. Hay que cerciorarse de que las casas tengan rejas en puertas, ventanas y garaje, alambres de navaja electrificados en los muros más altos posibles, alarmas y portones herméticos que no permitan la vista hacia el interior.
Las residenciales y colonias privadas, con tarifas adicionales por vigilancia, proveen la relativa certeza de que ahí adentro no nos pasará nada y son la opción para quienes pueden financiar un poco de paz mental.
Por favor absténganse de tener imaginación cuando se busca casa. Absolutamente todas son iguales (primer piso: sala, comedor, cocina, área de servicio, quizás un baño social y con suerte un minúsculo patio que, con algo de empeño, se podrá convertir en un jardincito. Segundo piso: tres cuartos y un baño o dos, y pare de contar). Lo único que cambia son las dimensiones y la ubicación.
Ojalá que la residencial no esté cerca de un tugurio, ni siquiera de un barrio de casas humildes o de predios baldíos y llenos de monte. ¿Habrá mareros? ¿Quiénes son y qué hacen los vecinos? ¿Por qué no se mira jugar a los niños en las calles? ¿Por qué todas las casas tienen puertas y ventanas cerradas durante el día?
Si usted quiere algo diferente, tendrá que meter la mano en la profundidad del bolsillo o jugársela en un vecindario sin vigilancia y rodeado de extraños que, es probable, no lo socorrerán ni llamarán al 911 en caso de algún percance, porque el vecino solidario ha desaparecido. Es mejor no meterse en asuntos ajenos, precisamente por motivos de seguridad.
Las residenciales no están precisamente localizadas cerca de supermercados ni otras áreas de servicio. Por lo tanto, comprar un carro se hace casi obligatorio. El carro es y se ha convertido en un medio utilizado, no estrictamente para cubrir las distancias de una ciudad que cada día se expande más, sino como otro instrumento que nos proporciona “seguridad” y que por los menos evita el riesgo de caminar por las aceras o transportarnos en esos instrumentos de pánico y vulnerabilidad en que se han convertido los buses y microbuses.
No me gustan las residenciales por el apretujamiento de casas y por la falta de privacidad que eso implica. Tampoco me gustan por la falta absoluta de creatividad del diseño de sus casas y porque me resulta inconcebible vivir sin un buen jardín. No me gusta la idea de comprar carro porque es mi humilde manera de contribuir en algo a no aumentar el deterioro ambiental. Pero lo que menos me gusta es tener que vivir de una manera que no va de acuerdo con mi concepto de calidad de vida, porque lo prioritario es sentirme “protegida” de la delincuencia.
Habitar residenciales y transportarse en carros ha hecho que muchas personas vivan en una especie de burbuja aislante que los protege de la realidad y sus amenazas. San Salvador es una ciudad por la cual a nadie se le ocurre salir a caminar y donde incluso detalles como el arreglo personal están pensados en función de no provocar a los delincuentes.
Al vivir así hemos otorgado un gran victoria a los criminales, los únicos que se mueven a su antojo y viven a sus anchas en la ciudad.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, 13 de diciembre 2009).
lunes, noviembre 30, 2009
Parte de guerra
Un día del año 2004, escuché un pensamiento que se venía gestando en mi interior de manera lenta, insospechada y silenciosa. Algo me dijo que debía irme de El Salvador. No tenía trabajo, no tenía ahorros, no tenía seguro ni pensión como es lo normal, por desgracia, en un artista salvadoreño. Eran tiempos difíciles. Y no tenía ninguna perspectiva por delante.
La violencia me había colmado la paciencia cuando un día se metieron a mi casa un par de hombres en pleno mediodía. Habían llevado una tijera larga, de las de empresas electricistas, y sin problema cortaron el alambre de navajas y se saltaron el muro. No lograron meterse a la casa porque ahí estaba, por casualidad, mi jardinero don Irene (un señor de Panchimalco, a quien envío mi más cariñoso saludo). Por suerte se fueron sin violentar nada.
Cuando don Irene me lo contó, pensé de inmediato: “Cuando vuelvan, no me encuentran”. Era la señal para irme.
En un par de meses, empaqué mis cosas y me fui a Costa Rica. Dar un taller de narrativa y colaborar con el suplemento cultural de La Nación era lo único que tenía en la mano. Eran como dos semillas que debía ir a sembrar.
Llegué a San José con un par de maletas, dos cajas de libros y mis inseparables compañeras, mis gatas Loli y Boni. Aterrizamos en un cuarto de siete metros cuadrados que no tenía más que una ventana alta y angosta, para dejar entrar la luz. La estrecha cama estaba en un altillo y era el único lugar desde el cual se podía ver hacia afuera. Mi primera visión en las mañanas al despertarme, durante los últimos casi cinco años, fueron los oxidados techos metálicos de las casas vecinas.
Nunca pude salir de aquel cuarto y alquilar un lugar mejor. El dinero nunca alcanzó. Nunca pude abrir el espacio que soñé y deseé. Trabajé en algo que, lo juro por los espíritus de todos mis gatos muertos, nunca vuelvo a hacer.
Revisaba textos sobre derechos humanos en América Latina. Y más de alguna vez leí informes que me hicieron llorar. ¿Cómo corregir tildes, comas y tiempos verbales cuando leés que en 1982, a la aldea Dos Erres, en Petén (Guatemala), llegaron los Kaibiles, mataron a la gente, echaron a muertos y moribundos en un pozo, violaron a niñas y mujeres y sacaron a cuchilladas los fetos de los vientres de sus madres?
Y luego, estaba Migración. Costa Rica es el país que recibe la mayor cantidad de migrantes en la región. Lo cual le ha hecho endurecer sus leyes migratorias y convertirse en un país xenófobo.
Quizás lo más sensato hubiera sido volver. Pero nunca fui sensata. Me enfrasqué en una cruzada personal que no pude dejar de pelear hasta el final. Me pasé tres años y tres meses peleando para que me dieran un permiso de residencia. Me indignó que un país centroamericano fuera tan discriminador contra sus propios vecinos. Y sentía que más que un permiso de residencia, lo que estaba peleando era el respeto de mi dignidad como ser humano.
Más por empeño que por deseo, más por testaruda que por deslumbrada con la vida en Costa Rica, llevé adelante aquella batalla con todos los rigores que exigió. Durante dos años tuve que salir a Nicaragua, una vez por mes, para reingresar y tener un sello vigente en mi pasaporte.
Y un día, después de muchos sobresaltos, angustias, depresiones, lágrimas, rabia, horas perdidas en los pasillos de Migración, tratos indignantes, sacrificios económicos, pesadillas e insomnio, por fin, me dieron la residencia.
Y cuando tuve el carné en mis manos, cuando salí de Migración aquel lunes 21 de abril de 2008, en que fui la última en ser atendida y en salir de las instalaciones. Cuando caminaba, a las 4:45 de la tarde por la calle asombrosamente desierta (porque siempre la había visto hirviendo de gente, atestada como un pequeño mercado); cuando el único ser al que pude decirle “ya tengo mi residencia” fue a un amistoso perro de color amarillo, callejero y famélico, que caminó junto a mí un par de cuadras, y me oyó decírselo mirándome con perruno interés; en ese momento por el cual había peleado, como una guerrera espartana, durante tres largos, improductivos y paralizantes años de mi vida, me dije a mí misma: “Es hora de volver”. La batalla había terminado.
Fue una victoria de la cual no sentí alegría alguna. Me había cansado demasiado la pelea, me había agotado mantener la dignidad siempre erguida. La victoria ni siquiera fue total: mi permiso de residencia me restringía para trabajar. Eso decidió el destino.
Casi dos años tardaron los dioses en indicarme cuál era el camino a seguir. Señas más claras que las del Día de Muertos de este año no pude recibir. Y mientras levanto campamento, me digo a mí misma que no fracasé. Que no puedo irme pensando que aquella lucha fue un capricho inútil.
Regreso con una maleta y varias cajas llenas de libros; con una gata, porque la otra murió; con un libro publicado bajo el brazo y ninguno nuevo escrito. Atrás no queda nada por lo cual quiera o deba volver.
Regreso como los marineros a tierra. Con varias historias qué contar. Y con la inquietud del gitano que se pregunta cuándo volverá al camino.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 29 de noviembre del 2009).
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lunes, noviembre 23, 2009
Un suculento Tutti frutt
- Un avance de la próxima novela de Haruki Murakami, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas.
- "Siempre escribo libros críticos", entrevista a Orhan Pamuk.
- Los noveles #37. Con Juan Sebastián Cárdenas (Colombia), Diego Otero (Perú), Rodrigo Hasbún (Bolivia), Amalia Ortíz de Zárate (Chile), Max Palacios (Perú), Luis M. Hermoza (Perú), Marian Womack (España). Y entrevistas a Mara Pastor y Eloy Fernández Porta.
- La revista española Qué leer.
- "Dónde estuviste de noche", cuento de Clarice Lispector.
- Las 902 cartas de y para Vincent Van Gogh (en inglés).
- La revista Hoy es arte.
- Los libros de Julio Cortázar: libros que le pertenecieron, que le fueron autografiados, libros anotados, erratas, curiosidades.
- "Hollywood's Favorite Cowboy", entrevista a Cormac McCarthy en The Wall Street Journal.
- Cuatro cuentistas de Costa Rica: Alfonso Peña, Guillermo Fernández, Guillermo Barquero y Juan Murillo, en la revista La otra.
- Cuartoscuro, revista de fotografía de México.
- Una entrevista de 1966 con el genial Stanley Kubrick (audio de 75 minutos).
- "We like lists because we don't want to die": entrevista con Umberto Eco en Der Spiegel.
- "La conjura de los necios: cuarenta años de la muerte de John Kennedy Toole".
- "El sueño del Eternauta", apuntes sobre Héctor G. Oesterheld.
miércoles, noviembre 18, 2009
Entre Facebook, Twitter y blogs, ¿con cuál nos quedamos?
Cada vez que escuchaba a alguien hablar con gran entusiasmo de Facebook sentía como que me estaba perdiendo de algo. Así es que un día me metí a averiguar de qué iba el asunto. La única manera de hacerlo era abriendo una cuenta, cosa que hice. Me di una vuelta por la página pero no entendí mucho ni le encontré nada fascinante. Así es que desactivé la cuenta y me olvidé del asunto.
Pero con el tiempo, comenzó a ser más la gente que me decía que “debería” abrir una cuenta en Facebook, que era muy útil (para qué sería “útil” nunca me quedó muy claro), que era interesante y no sé qué cosas más. Llegó el caso que me lo dijeron 3 personas en un mismo día, 2 de ellas cuya opinión y criterio respeto mucho y dije bueno, probemos de nuevo.
Abrí una cuenta, esta vez sí, con la intención de mantenerla activa un rato a ver qué pasaba. Y ahí estoy por el momento.
Luego de un par de semanas de estar usándolo y leyéndolo, debo decir que puedo comprender por qué para algunas personas resulta mejor que tener un blog o un twitter y que, incluso, la gente interactúa más por ese canal que, por ejemplo, a través de un correo electrónico normal. Por ahí he podido ver cómo están de grandes los hijos de una amiga muy querida que vive en España y he podido por fin lograr unas palabras de un par de amigos que son incapaces de contestar correos electrónicos.
Facebook presenta una manera más ágil de colgar mensajes, fotos, videos y enlaces, y se hace altamente participativo pues permite también que las personas registradas como “amigos” cuelguen mensajes en tu “wall” o mural, como yo prefiero llamarlo, aunque la gente lo llama “muro”.
Sin embargo, hay muchas cosas que me desagradan de Facebook:
- La imposición de abrir una cuenta para poder saber de qué se trata o para permitir que otros lean tu página. Se supondría que es por “seguridad”, pero al final cualquier persona puede abrir una cuenta con cualquier nombre y apellido y andar por ahí, pidiendo “amistad” de cualquier persona.
- El sistema de pedir y aceptar “amistades”. Yo soy profundamente quisquillosa con la aplicación de la palabra “amigo” y ciertamente no puede considerarse que toda la gente que se conecta con uno en internet lo sean o lo lleguen a ser en la vida real.
- Esto de las amistades convierte a Facebook (o Facistbook, como dice alguien que conozco), en una suerte de club privado al que se accede por invitación y aceptación. Lo que allí publico, por lo tanto, no llega a ser leído más que por ese público cautivo. Por lo tanto, no es una gran vitrina ni me parece (por lo menos no puedo concebirla así), como un directorio para buscar productos o empresas o personalidades. En todo caso, lo que circula libremente en internet tiene para mí algo más de peso o validez que lo que voy encontrando en FB.
- Una cuestión eminentemente técnica pero que me molesta es no poder usar cursivas o negritas, o poder editar después las notas para corregir errores.
Lo que sí parece algo positivo es que hay gente que, por lo menos por esa vía, está accesible y en contacto con los demás. Tengo muchos amigos que viven en otros países pero que sufren de cierta limitación o rechazo al ejercicio de la escritura o de los correos electrónicos. O que quizás, por la naturaleza de su oficio no tienen ganas o energía para sentarse a escribirle a los amigos.
Aunque me gusta la agilidad de publicación y el sistema de pestañas que clasifican el contenido, el blog sigue siendo para mí el espacio más apto para lo que deseo hacer público en internet.
Hasta el momento, tanto Facebook como Twitter me han servido, sobre todo, para compartir enlaces e información cultural, que ha sido por lo demás, la intención detrás del blog también. Ambas páginas las considero un complemento directo de este blog y si alguien me leyera en los 3 espacios, podría hasta encontrar la información repetida. En ese sentido pienso también que la popularidad que han tomado tanto FB como Twitter ha dispersado a los lectores de blogs o que ha modificado la misma naturaleza de los blogs. Cada día parece menos la cantidad de gente que actualiza a diario el suyo.
Lo ideal sería, por lo menos para mi gusto, que las plataformas de blog se convirtieran en algo más ágil y que permitieran la facilidad de compartir enlaces y otro tipo de material, que tuvieran maneras de clasificar la información para permitirle al lector una búsqueda más ágil o una lectura más selectiva. Claro, esto podría lograrse quizás mandando a hacer una página diseñada a mi gusto. Tampoco nadie me impide publicar 5 o 6 entradas diarias aunque fueran de una o dos líneas...
Hace poco leí un artículo donde se preguntaban si Twitter y Facebook están matando los blogs. No lo sé. No lo creo. (Valga la oportunidad para aclarar que si he estado algo intermitente en este blog ha sido por extremas limitaciones de tiempo... y con lo rápido que resulta publicar en Twitter o FB, he lanzado por ahí algunas sugerencias de lecturas que luego resumo en mis Tutti Frutti del blog). Lo que sí creo es que la expansión de las redes sociales mencionadas han reducido el número de lectores de blogs y que, al final del día, los que leemos blogs ya sólo lo hacemos de manera muy selectiva y de aquellos que sabemos mantienen entradas regulares y de nuestro gusto.
Lo cierto es que las redes sociales en internet se expanden y que por no sé qué enajenación que tenemos con la velocidad y la rapidez de las cosas, esperamos métodos más breves, efectivos y fáciles de contactar a los demás.
Y digo “contactar” porque la comunicación, la verdadera amistad, no se logra con un par de frases colgadas en un mundo virtual, sino en el tú a tú cotidiano; y las verdaderas redes sociales son aquellas construidas en base a la comprensión, al conocimiento del otro, al afecto y a la identificación que se logra y que nace en la vida real, la de carne y hueso.
sábado, noviembre 07, 2009
En espera
Como ya sabrán, recién regresé al Salvador y he pasado los últimos días en asuntos de conseguir casa, conectar internet y otra serie de trámites. Ojalá esta o la otra semana ya todo pueda volver a una relativa normalidad. Es el motivo por el cual este blog aparenta estar en abandono. Pero espero pronto retornar por aquí. Gracias por estar pendientes.
jueves, octubre 29, 2009
Ché: Guerrilla
Se ha dicho que Steven Soderbergh y todo el equipo de producción decidieron partir en 2 la película biográfica sobre el Ché, por motivos de comercialización. Les parecía difícil que los espectadores desearan sentarse 4 horas y pico a ver una película. Después de haber visto la segunda parte, me parece que la decisión fue sabia, aunque no tenga que ver precisamente con asuntos de marketing.
Ché: Guerrilla se concentra estrictamente la campaña del Ché en Bolivia. Si la primera película culmina en el momento en que el Ché y su gente van camino a La Habana luego de la huida de Fulgencio Batista, ésta retoma la historia mucho tiempo después, comenzando exactamente en el momento en que Fidel Castro lee la carta de renuncia y despedida del Ché y en que, públicamente, no se sabe dónde está. Es decir, hay un salto de poco más de 6 años donde no sabemos de los primeros años de la revolución cubana, el tiempo del Ché como ministro de Industria y presidente del Banco Central, entre otras funciones más, y la campaña en el Congo.
El Ché se ha disfrazado para entrar bajo otra identidad en Bolivia, se despide de su familia y emprende aquella fallida aventura. La película se concentra en la recepción de los flamantes combatientes, los entrenamientos, la construcción del campamento, el asma que afecta al Ché y luego los combates que culminan con su captura y muerte.
Haciendo contrapunto con la primera parte, esta segunda es lenta, con un planteamiento absolutamente diferente. De ahí que se me haga difícil creer que todo estuvo concebido desde un inicio como una sola larga película. La primera parte utilizó como elementos narrativos el contrapunto entre la campaña de la Sierra Maestra y el viaje del Ché a Nueva York para dar su discurso ante el plenario de las Naciones Unidas en 1964 (esto último presentado en un blanco y negro granulado que le daba aires de documental). Además, en off, se escuchaban párrafos de La Guerra de Guerrillas y de algunos otros escritos del Ché, lo cual ubicaba dentro de un contexto histórico e ideológico lo que estaba ocurriendo.
Faltó información de contexto en la segunda parte. ¿Por qué se fue a Bolivia y no a otro país a formar una guerrilla? ¿Cuáles eran las circunstancias históricas del país en ese momento? ¿Cómo fue la recepción de los partidos políticos de izquierda ante esa idea? Acaso hubieran hecho falta, como en la primera película, fragmentos del diario del Ché en Bolivia para ser incluidos como contexto. El contrapunto de la primera parte está totalmente ausente en esta, donde la historia se cuenta de manera absolutamente lineal, alterada brevemente por las reuniones del presidente boliviano con gente de la CIA para organizar el combate contra la guerrilla y la eventual captura y eliminación del Ché.
Otro detalle que me pareció errado fue el uso de algunos reconocidos actores estadounidenses que, aunque de origen hispano, no dominan bien el español y estaban en roles prominentes donde era necesario un buen acento ya no se diga boliviano, pero por lo menos un fluir más natural del español. Lou Diamond Phillips como Mario Monje, secretario del PC boliviano, se mira forzado. Tampoco me convenció Joaquim de Almeida como el presidente René Barrientos.
Pienso que si la película se hubiera mostrado en su totalidad, esta segunda parte hubiera sido un peso que hubiera desmejorado el resultado total. Esta segunda parte es lenta, menos clarificadora de la situación o los personajes, tanto del contexto como de las motivaciones. Sin embargo, se rescata la fotografía y la actuación de Benicio del Toro.
Me parece también, y en todo caso, que para quienes no tengan referencias o mayor conocimiento sobre quién era el Ché Guevara, estas películas son un punto de partida que pueden motivarlos a leer sus escritos y a explorar más en su historia personal. Aunque, como ya dije en el comentario sobre la primer película, es posible que el símbolo se imponga y que las pasiones ideológicas distorsionen la verdad, distorsionando para siempre el mito creado alrededor del Ché.
miércoles, octubre 21, 2009
District 9
Hay varios elementos que hacen de District 9 (en español titulada Sector 9), una película novedosa e inesperada en el tratamiento de un tema que ya parece quemado en cuanto a la narrativa (literaria o fílmica) de la ciencia ficción: la llegada de extraterrestres al planeta tierra.
Por lo general, en las películas que hemos visto al respecto, se repiten los mismos elementos: extraterrestres agresivos con ansias de conquistar y destruir al planeta, que arriban en alguna ciudad de los USA, preferiblemente Nueva York o Washington, científicos y héroes militares o policiales que se meten a detener las agresiones alienígenas (mientras simultáneamente se destruyen ciudades como Paris y Moscú), y finalmente, el planeta salvado gracias al heroísmo gringo, y el héroe que ni siquiera se despeina ni suda.
Pero District 9 nos da la vuelta a todo el asunto. Y nos plantea la siguiente historia: una nave espacial inmensa se estaciona sobre la ciudad de Johanesburgo, Sudáfrica, y permanece ahí. Los humanos deciden entrar a ver qué pasa y se encuentran con una gran población de seres a los que, por mal nombre, llaman “langostinos”, por su aspecto similar al mencionado crustáceo (otra ruptura con la imagen clásica del ET gris, cabezón y de inmensos ojos u otros de formas francamente monstruosas y asquerosas).
Se llevan a todos los langostinos a vivir en un sector de la ciudad, o mejor dicho, un guetto especialmente organizado para ellos; pero luego de 20 años, la población está harta de ciertos aspectos que han hecho la convivencia entre humanos y langostinos, muy complicada. Los langostinos son acusados de causar desórdenes, guardar armas, reproducirse con demasiada rapidez y demás detalles. Una institución creada especialmente para la convivencia con estos seres es ordenada para realizar un desalojo y llevarse a los langostinos fuera de la ciudad. Que es donde comienzan los problemas.
Sin actores conocidos ni guapos ni mujeres de pechugas inquietantes, el espectador no tiene ninguna distracción para concentrarse en todos los planteamientos de la historia. Contada en forma de documental, con escenas de cámara a veces rápida, otras movida, como cintas sin edición, los datos que poco a poco vamos conociendo y que nos ubican dentro de lo complicado y delicado de toda aquella situación nos van guiando hacia la historia que, como dije, rompe todo el esquema al que ya estamos acostumbrados con esta temática.
Me llamó la atención que ubicada en la misma Johanesburgo, sin olvidar el apartheid, sean los mismos habitantes negros los primeros en desear que los langostinos se vayan o se mueran. La xenofobia y la discriminación, que no son más que la manifestación del miedo por el otro cuando es diferente, son parte de los temas planteados dentro de la historia.
Por lo demás, hay claros guiños a otras películas conocidas. Las dimensiones y la forma de la nave recuerdan a Encuentros cercanos del tercer tipo. El estilo tipo documental recuerda a Witch Blair Project.
La película ha tomado por sorpresa al mundo del cine y ha sido muy bien recibida en todos los lugares donde se ha exhibido. Producida con un bajo presupuesto (bueno, 35 millones de dólares es poco si se compara con los cientos de millones que utiliza Hollywood para este mismo tipo de temáticas...), es la primera película del director surafricano Neill Blomkamp. Precisamente el recurso limitado para producirla es otro de los elementos que se le pueden agradecer y añadir a la originalidad de esta historia y de cómo es contada. Nada de efectos estrambóticos ni majestuosos. El ambiente sucio, real, el manejo del concepto de documental, salpicado de testimonios “reales” y de escenas de noticieros filmando en tiempo real los hechos le otorga riqueza narrativa.
Lo cual viene a confirmar que siempre hay maneras nuevas de contar una historia ya contada. No se la pierda si es seguidor de este género. Tendrá una muy agradable sorpresa.
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lunes, octubre 19, 2009
Gomorra
Cuando llegué a la página 49 del libro Gomorra, del italiano Roberto Saviano, detuve por unos minutos mi lectura. Miré la ropa que llevaba puesta. Un blue jean y una blusa negra. Recordaba exactamente donde había comprado cada una de las prendas, su precio no muy elevado pero tampoco demasiado barato. Conocía muy bien ambas marcas. Pero después de lo que había leído, me pregunté en qué oscura maquila del mundo se habrían armado esas piezas. Cuál era la historia de vida detrás de las manos que habrían cosido mi pantalón y mi blusa. Cuánto se les habría pagado a aquellas personas por su trabajo.
Cuando llegué a la página 117, que no es ni la mitad del libro, me quedó claro por qué a Saviano la Camorra lo tiene condenado a muerte. Ha escrito un libro que, con nombres y apellidos, fechas y lugares, detalles y anécdotas, retrata la intimidad completa de una de las organizaciones criminales más poderosas del planeta. Y lo ha expuesto ante el mundo entero.
Gomorra, una mezcla de reportaje periodístico y crónica con excelente utilización de recursos literarios, está escrito con tal pasión que aunque el tema no sea particularmente atrayente para algunos, tiene una garra que te sujeta de manera tal que no te permite soltarlo hasta terminar. El libro ha vendido ya más de dos millones de copias en todo el mundo, en 33 idiomas. Y si antes, el funcionamiento y los integrantes de la Camorra eran un secreto a voces en la región de Nápoles, ahora se ha convertido en un asunto de conocimiento mundial gracias a un texto muy bien escrito y a la película que se hizo en base al mismo.
Cuando llegué a la página 231, comprendí toda la rabia contenida del escrito de Saviano y por qué, pese al obvio riesgo que implicaba publicarlo, se decidió a hacerlo. Buscar la verdad de los hechos, encontrarla y luego no hacer nada al respecto, es convertirse en cómplice. Y Saviano se niega a callar, a ser cómplice.
En 1974, un famoso artículo del cineasta, escritor e intelectual Pier Paolo Pasolini titulado “Io so” (Yo sé), cuestionaba públicamente a los responsables de los atentados ocurridos durante los así llamados “Años de plomo” en Italia, sugiriendo conocer sus nombres aunque no tenía pruebas concretas para denunciarlos: “Los periodistas y los políticos, aun teniendo quizá pruebas, indicios seguros, no dicen los nombres. ¿A quién compete decir estos nombres? Evidentemente a quien no sólo tiene el valor necesario, sino que, justamente, no está comprometido en la práctica con el poder y, además no tiene, por definición, nada que perder: esto es, un intelectual. Un intelectual podría, pues, perfectamente decir en público esos nombres: pero él no tiene pruebas ni indicios”.
Saviano, homenajeando aquel artículo de Pasolini, enuncia su propio “Yo sé”. En un brutal texto de 6 páginas, asume que lo que ha vivido, visto, escuchado y descubierto no puede callarse: “Yo sé, y tengo las pruebas. Yo sé dónde se originan las economías y de dónde toman su olor. El olor de la afirmación y de la victoria. Yo sé qué exuda el beneficio. Yo sé. (...) Yo sé en qué medida cada pilastra es la sangre de los demás. Yo sé, y tengo las pruebas. No hago prisioneros”.
Y es que si lo miramos con detenimiento, el libro retrata, más allá de una problemática aparentemente local, toda una red cuyos alcances e influencia llegan a los lugares más insospechados. Maquilas de mercadería de marcas reconocidas, narcotráfico, explotación de personas, tráfico de armas, sobornos, contrabando, asesinatos e incluso la disposición de elementos tóxicos a precios menores que empresas autorizadas para ello, son parte de la amplia gama de negocios ilícitos descritos.
Pero el mal no está solamente en las actividades descritas sino en la expansión y en las consecuencias fatales que dichos negocios representan. España es utilizada como la puerta de entrada para la cocaína al resto de Europa. Menores de edad son contratados para transportar desperdicios tóxicos o para ser soldados de la Camorra. Y hasta Costa Rica y algunos países africanos salen mencionados como probables puntos de destino de desechos tóxicos, que los traficantes tenían en la mira y cuyas intenciones fueron descubiertas tras una investigación en el 2003.
Cuando terminé de leer el libro me quedé pensando en ese mundo que existe y que funciona paralelo a nuestra vida cotidiana. Ese mundo siniestro donde mandan la corrupción y el poder del dinero, las armas y la muerte. Ese mundo que la mayoría de nosotros prefiere ignorar y hacer como si no existe y al cual sólo los valientes se atreven a entrar.
Quienes lo han hecho, han pagado su precio. Saviano vive una “no vida”, como él mismo la llama, escoltado permanentemente por un grupo de carabinieri, mudándose con demasiada frecuencia y esperando las balas que la Camorra le ha prometido. Sin contactos ni relaciones personales ni familiares, para no arriesgar a los suyos.
Pero nosotros podemos leer Gomorra. Hagamos eso por lo menos. Pensemos, cuestionemos nuestro entorno. Preguntémonos de dónde viene nuestra ropa. De dónde vienen nuestros zapatos, nuestros artículos de marca. Quién pagó con esclavitud, e incluso muerte, un momento de nuestro gozo cotidiano. Qué hay detrás de cada crimen que queda impune, allá o aquí. Por lo menos hagamos eso. Por ahora. Quizás, algún día, nos atrevamos a hacer algo.
(Publicado ayer en la revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
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viernes, octubre 16, 2009
Libros centroamericanos en Librería Legado
Me ha causado mucho gusto saber que Librería y Editorial Legado de Costa Rica está vendiendo, vía internet, libros de autores centroamericanos. Muchos de los libros son editados por la propia editorial Legado, pero así mismo, están ofreciendo libros de varios autores salvadoreños y editados en El Salvador por la DPI, UCA editores y otras editoriales.
La iniciativa es particularmente valiosa dados los eternos problemas de distribución de nuestros libros dentro de la misma región centroamericana y allende las fronteras regionales.
Hay libros de varios autores reconocidos como Roque Dalton, Horacio Castellanos Moya, Manlio Argueta, Salarrué y varios más. También se ofrecen dos de mis libros, Contra-corriente y El Diablo sabe mi nombre.
Así es que si tiene interés en comprar algún libro de autores centroamericanos, no dude en explorar esta página y hacer sus pedidos.
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miércoles, octubre 14, 2009
Tutti frutti
- La página oficial del escritor panameño Justo Arroyo. Recomiendo en particular su cuento "La pregunta".
- Enfocarte.
- Istmo, revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos. Este número 19 con el tema "Sexualidades en Centroamérica" y además, con imagen renovada.
- El ojo de Adrián, número bautizado como el "Imperio de los sentidos".
- El espectador imaginario, con un número especial dedicado al festival Sitges 2009.
- Tierra de árboles presenta lo bueno de Guatemala.
- "Las monedas malditas", fotoreportaje de Mauro Arias sobre las fichas de cambio utilizadas en las haciendas salvadoreñas para pagarle a los jornaleros.
- La única imagen filmada que existe de Anne Frank (filmada durante el casamiento de una pareja).
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lunes, octubre 12, 2009
Ché, el argentino
Para muchas personas, sobre todo para los menores de 30 años, Ernesto “Ché” Guevara es una silueta que suele aparecer en camisetas y posters, una figura más del mundo pop que junto con la Coca Cola, Marilyn Monroe, McDonalds y las Sopas Campbell hechas famosas por Andy Warhol, es parte de los íconos culturales de nuestro tiempo.
Los más informados podrán vagamente “saber” que el Ché era amigo de Fidel Castro y que algo tuvo que ver con la revolución cubana. Pero seguramente no saben que detrás de la imagen de las camisetas, está un médico argentino que escribió una obra ensayística de carácter político, y hasta algunos poemas, y sobre todo, el constructor de las bases ideológicas de la guerrilla cubana, que sirviera de modelo e influencia para la construcción de las posteriores guerrillas latinoamericanas en los años 70, y cuyos preceptos y nociones fueron puestos (o intentados poner en práctica), durante las guerras de los 80, particularmente en Centro América.
Intentar hablar del Ché no es cosa fácil. Hay mucho mito, mucha politización de la figura y finalmente, en algún lugar oculto, la verdad sobre la persona. Por lo tanto, probar una biografía es una empresa compleja, que necesita definir exactamente cuál de todos los hilos y versiones va a seguirse para esbozar parte de su retrato. Un retrato que, me parece, siempre quedará incompleto y siempre contará con el acercamiento subjetivo de quien lo emprenda. Porque el Ché ha trascendido la persona, la realidad, y en ese mundo alado del mito, se le ama, se le aborrece, se le mistifica, se le distorsiona, se le manipula.
Steven Soderbergh, en complicidad con el actor Benicio del Toro, han intentado hacerlo a través de dos películas, la primera de las cuales está exhibiéndose en Costa Rica (la segunda parte a estrenarse dentro de 2 semanas).
En la primera parte, Ché el argentino, la acción se concentra en la campaña guerrillera en la Sierra Maestra de Cuba con el arribo final a La Habana, luego de que Fulgencio Batista abandonara la isla. Las escenas de la guerrilla van alternadas con las primeas conversaciones entre Fidel y Raúl Castro con el Ché en México, cuando deciden viajar a Cuba y la visita posterior del Ché, en 1964, a las Naciones Unidas, para dar su muy famoso discurso. Estas escenas de Nueva York están en un blanco y negro granulado, que le da un aire de documental a esta parte.
Como película, me parece que Soderbergh ha creado un material balanceado y ágil (en lo personal, no hubiera tenido ningún impedimento en ver las dos partes, una detrás de la otra, así de buena es la tensión narrativa creada). Las escenas, salpicadas por una excelente fotografía, cuentan además con la caracterización de Benicio del Toro, como el Ché, una actuación que se roba la pantalla y que causa absoluta fascinación. No sé qué impresión puedan tener los que conocieron al Ché personalmente, pero el parecido físico y lo que uno ha visto del guerrillero en fotos o cortos videos, comparados con la actuación de del Toro causan mucho asombro.
En cuanto al contenido de la película, mencionaba que me parecía un material balanceado. Habría que agregar también que es sobrio. No se trata de contar toda la vida del personaje, por qué o de dónde le nació la conciencia revolucionaria ni de escarbar en posibles rumores de toda índole. Tampoco se trata de polemizar sobre el actual estado de cosas en la isla.
A diferencia de Diarios de motocicleta, que sí me parece intentó presentar una imagen romanticona del jovencito argentino que hace un viaje en moto y que durante su travesía cambia su mentalidad (romanticismo exaltado por la fotografía del paisaje, la música y la presencia de un Gael García Bernal idealizado por las muchachas), en Ché el argentino el planteamiento no es nada romántico y descansa sobre todo en textos escritos por el propio Ché.
No duda Soderbergh en incluir el fragmento del discurso ante la ONU donde el Ché mismo admite los fusilamientos en la isla y que continuarán ocurriendo. Tampoco se ahorra escenas en cuanto a la disciplina a los combatientes ni tampoco los pequeños detalles de carácter ideológico, como las alianzas “estratégicas” con ciertos partidos políticos que realiza Fidel, para lograr la toma del poder y con los cuales el Ché no está muy de acuerdo.
Me queda la duda de si alguien que no tiene cierto bagaje político pueda captar a plenitud el marco histórico de la época. Tres personas se salieron de la sala durante la película y me pregunté si fue que “se aburrieron”, si la sintieron “pesada” a nivel político. También me pregunto, si uno va a ver una película sobre el Ché, ¿qué es lo que espera? ¿Bombas, explosiones, acción militar sin fin y sin fundamento? ¿Chismes románticos? ¿O un nuevo Diarios de motocicleta, algo más ligera en su planteamiento?
Me parece que a pesar del contenido ideológico, la película se equilibra con momentos de humor y de drama humano. Y me causó asombro que los fragmentos seleccionados del material del Ché siguen teniendo vigencia al día de hoy.
Por lo demás, y de seguro, la película da para mucha reflexión, desde muchos ángulos. En lo personal, se me revolvieron muchísimos recuerdos personales de los años previos a la guerra y de la guerra misma. A fin de cuentas, sentada en aquella sola oscura, pensé que en aquel tiempo, mal que bien, equivocados o no, creímos en algo. Y lo creímos con intensidad y entrega y seguramente, también, con excesivas dosis de ingenuidad. Hoy en día, ¿en qué se puede creer en un mundo lleno de artimañas, mercantilismo e indiferencia; en un mundo en el que, cada día más, nos estamos dejando dominar por el miedo que nos produce la violencia en todas sus variantes y que vivimos encerrados en nuestras burbujas individuales, volteando el rostro para no comprometernos con nada ni nadie?
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miércoles, octubre 07, 2009
Entrevista en "Contravía"
Cuando estuve en Guatemala, fui invitada a una entrevista radial en el programa "Contravía" de Marta Yolanda Díaz. El programa no sólo se transmite por radio (100.9 FM) sino también por vía webcam a internet simultáneamente.
La transmisión se hace desde el piso 19 de la torre norte de Geminis, en la zona 10. Desde ahí hay una vista realmente espectacular de buena parte de la ciudad de Guatemala. Como el programa comenzaba a las 6, pude apreciar un poco del atardecer de aquel martes 29 de septiembre. Así es que lo que se ve de fondo durante la entrevista no es truco, es un atardecer real (y por eso yo estoy como que mucho viendo para los lados, porque quería estar viendo el paisaje).
Marta Yolanda siempre convida a sus invitados a una copa de vino (o dos) y así nos deja bien contentos y con ganas de atender cualquier futura invitación. Fue una charla en la que hablamos de mis libros, del taller que di en Sophos y de algunos otros temas.
Les comparto la entrevista, por si tienen ganas, curiosidad y paciencia de verla y oírla (dura una hora). Tengan en cuenta que el sonido es la emisión por radio, y la imagen corresponde a todo el tiempo que estuve allí, incluso durante las pausas comerciales.
Va en dos partes. Si sólo quieren escuchar la emisión de radio, pueden descargarla en mp3 aquí.
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lunes, octubre 05, 2009
Yo, la demente
Cuando tenía 6 años, lo primero que se me ocurrió que iba a ser “cuando fuera grande” era egiptóloga. La idea era irme a vivir a Egipto y descubrir muchas pirámides, momias y sarcófagos. Cuando pude comencé a leer sobre la fascinante cultura egipcia y a soñar con mi futuro montada en un camello, dirigiendo excavaciones como las de Howard Carter y dando conferencias de prensa al pie de la Esfinge para anunciar mis maravillosos descubrimientos, envuelta en exóticos turbantes.
Pocos años después, cuando me enteré que existían doctores dedicados exclusivamente a cuidar animales, pensé que también podría dedicarme a eso. No imaginaba nada mejor que ayudarle a un animalito a sanar cuando estuviera enfermo. Sin embargo, al saber que parte del trabajo veterinario incluye “dormirlos” cuando ya no hay nada qué hacer por ellos, desistí del asunto. Ya me imaginaba llorando a mares con cada animal que se me muriera. Eso no iba a poder soportarlo.
Así es que volví a mi idea original de la Egiptología. Y quizás a eso me hubiera dedicado si no fue porque me enamoré de la Literatura.
Cuando a eso de los 12 años comencé a escribir cuentos y cosas que yo llamaba poemas, a medida que leí libros más largos y complicados, supe con toda certeza que había nacido para imaginar y escribir historias. O retomando lo que dijo hace poco el escritor español Juan Goytisolo, fui genéticamente programada para escribir.
Me considero afortunada de haber tenido esa certeza tan temprano en la vida. Eso es reconocer tu propia vocación. Y la vocación es una combinación del talento natural pero también de una disposición interior que nos brinda la habilidad de realizar una tarea y al mismo tiempo, gozar de su realización.
Estamos en esa época del año en que muchos adolescentes se gradúan y comienzan a pensar seriamente en su futuro. En lo que estudiarán en la universidad, en el oficio al que querrán dedicarse. Por desgracia, muchos de esos sueños e ilusiones no llegan a realizarse por obstáculos de diverso tipo. Algunos son económicos; a veces, cuesta mucho saber lo que se quiere hacer y hay a quienes encontrar su vocación de vida les toma más tiempo; muchos quizás se topan con el desacuerdo familiar, que puede alcanzar dimensiones dramáticas, sobre todo cuando la oposición de los padres se torna en algo férreo.
Mi padre, por ejemplo, estaba obsesionado con que yo estudiara química y farmacia. Mi madre quería que estudiara idiomas para que fuera traductora en las Naciones Unidas. Ambos planteamientos me parecían irrealizables, sobre todo porque no tenían absolutamente nada que ver conmigo. Es decir, mis padres no me conocían verdaderamente y se imaginaban a una hija que nunca llegué a ser.
Siempre fui una hija obediente y sumisa, así es que llevarle la contraria a mis padres y anunciar que estudiaría literatura requirió mucho coraje de mi parte. Ese fue mi primer gran acto de rebeldía. Aquello se convirtió en un drama familiar de proporciones tan apocalípticas que nunca tuvo conciliación. Mi padre me dijo que me moriría de hambre y que estaba muy decepcionado de mí. Mi madre juró que yo estaba loca. Ambos tomaron calmantes nerviosos y un par de tragos para sobreponerse y pensar qué hacer con yo, la demente.
La contradicción de la educación a la que nos vemos sometidos no puede ser más evidente que cuando examinamos el papel que se le asigna al arte. Desde niños nos hacen cantar, bailar, pintar, actuar, escribir y declamar poemas, y ojalá también tocar algún instrumento musical. Los adultos aplauden gozosos ante los niños llenos de gracia. Pero si decidimos que queremos ser artistas, nos llaman a la razón y al orden y a escoger un oficio “decente”, algo que proporcione status social y por supuesto, una buena remuneración económica.
Ahí se origina la concepción del arte como un pasatiempo, como un entretenimiento, pero no como un oficio serio, como un trabajo merecedor de compensación salarial. Es un prejuicio al que se le suman varios otros, como pensar que todos los artistas se dedican a la “vida bohemia” (o sea: sexo, drogas y rock and roll). Como si los demás gremios profesionales jamás se echaran un trago y fueran unos santos consumados.
Debo decirlo: mi vida es un constante sobresalto económico. Un sobresalto que me tiene agotada interiormente. Debo luchar contra una serie de prejuicios absurdos que juzgan mi calidad como persona a partir de lo que escribo y no de lo que soy realmente como ser humano. Me enfrento muchas veces a personas que desde sus posiciones de poder (editorial, académico o administrativo), abusan sin vergüenza alguna y esperan que uno les trabaje de gratis o por limosnas que no compensan el tiempo y el esfuerzo realizado. Debo trabajar casi siempre en tareas alejadas de la literatura y que me secan el cerebro y el alma, todo para poder honrar mis deudas.
¿Pero saben qué? A pesar de todas las ingratitudes que la sociedad impone ante este oficio, no me arrepiento de ser escritora. Porque eso es lo que soy, para eso he nacido y es lo único que me importa hacer en la vida. Todo lo demás sería traicionarme, negar mi propia naturaleza. ¿Y cómo podría verme al espejo cada mañana si no me honro a mí misma siendo fiel a lo que soy?
(Publicado ayer en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica).
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jueves, octubre 01, 2009
Gato y Pez, Joan Grant y Neil Curtis
Ya mencioné lo difícil que fue tener que ir a Sophos todos los días para dar el taller y luego para otros asuntos. Lo difícil era resistir la tentación de tanto buen libro que hay allí. Tanto buen libro y uno sin plata... por puro deporte me puse un día a contar los libros que me llevaría si tuviera los centavos para hacerlo y paré de contar cuando llegué a 40.
A pesar de todo, por supuesto, tenía que salir con un librito bajo el brazo (y además, dejé un par de apartados para comprarlos en mi próxima venida). Uno de los que compré fue Diario de las estrellas de Stanislaw Lem y el otro fue Gato y Pez, un libro para niños.
Cuando alguien me vio con dicho libro se sorprendió de que fuera a comprarlo. ¿Para qué querés un libro para niños?, me preguntaron. Al principio dije que para leérselo a la Loli. La relación del personaje de la historia con la Loli fue instantánea, no sólo porque son gatos, sino porque la Loli ha tenido amistades, mmm, digamos algo inusuales para un gato: un conejo y una ardilla (no, no se comió a ninguno de los dos).
En el fondo, ya sé que el libro en realidad es para mí. De hecho tengo algunos años de comprar libros para niños, simplemente porque me gustan las ilustraciones o las historias. Me parece interesante además cómo han evolucionado las historias para niños y las ediciones de dichos libros y muchas veces se topa uno con verdaderas joyas de la impresión y de la ilustración. Y luego los textos. Algunos son tan magníficamente simples que son verdaderos tesoros minimalistas. Y me causa envidia, como escritora, porque me parece difícil comprender el mecanismo que lleva a escribir con tanta simplicidad pero a la misma vez, con tanta profundidad. Obviamente el acompañar el texto con ilustraciones de buen gusto ayuda bastante para convertir estos libros en algo atractivo también a nivel visual.
Gato y Pez es la historia de un gato y un pez que se hacen amigos. ¿Cómo? se preguntarán. La verdad es que yo iba leyendo y pensaba que en cualquier momento al gato se le iba a salir el instinto felino y su particular apetito por los pescaditos, pensé que iba a pasar algo como aquella vieja historia del alacrán y la tortuga, pero no pasó. Lo que nació fue una buena amistad entre dos seres disímiles, de mundos opuestos. ¿Y cómo preservar una amistad así? Bueno, los personajes en cuestión encuentran una alternativa salomónica que ya conocerán cuando lean el libro.
El texto de Joan Grant se complementa de maravillas con los preciosos dibujos de Neil Curtis, dibujos todos en blanco y negro y que, a pesar del monocromismo, están hechos con tal complejidad y encanto que uno no puede menos que enamorarse de los personajes y por supuesto de la historia.
Ya me la he leído como 6 veces y voy a por más. Y cuando regrese a las patas peludas y a la cálida pancita de mi amada felina, se lo leeré a ella también hasta que ronronee y se quede dormida y sueñe con sus inusuales amiguitos. Y me quedo pensando en que a la niña que sigo siendo le encanta este libro. Y que los así llamados “libros para niños” deberían de estar también en la sección de adultos, en medio de la buena literatura, y que deberíamos atrevernos a leer más de estos libros para volver a reír, soñar, creer, jugar y ser ingenuos y limpios de corazón de nuevo. Buena falta que nos hace, con tanto amargado y agresivo que anda por ahí...
martes, septiembre 22, 2009
Música para aeropuertos
Esa desesperación de salir de casa, de confirmar la hora a cada instante. La planificación casi que de operativo militar sobre los detalles del viaje. Empacar la maleta, lista en mano. Un inexplicable temor de perder el vuelo (yo que jamás he perdido un vuelo en la vida. Tampoco una maleta, toc toc toc, toco madera).
El rostro lleno de reproches de la gata. Maleta grande significa muchos días de ausencia. Sobarle la panza y explicarle que vuelvo, que siempre vuelvo. Que jamás la abandonaré, que por ella yo siempre vuelvo a dónde sea, pero que jamás la abandonaré. Y salir rápido. Y montar en el taxi con sentimiento de culpa por dejarla.
Esa tierra de nadie en que se convierten las ciudades los domingos en la tarde.
Las maletas. Siempre las maletas. Niños que lloran. Madres que regañan a sus hijos. Alivio de no tener que viajar con hijos. Un hombre con una jaulita y una mascota no identificada adentro.
El acto de strip-tease obligatorio en el área de revisión. Monedas, llaves, laptop, bolso, zapatos, anillos. ¿Reloj? No, me dice la empleada. Y cuando paso, suena la alarma como si toda yo estuviera hecha de plomo. ¡Reloj! me dice un oficial levemente alterado.
Los personeros de las líneas aéreas gritando nombres de pasajeros atrasados a través de los pasillos. Pasajeros que llegan corriendo a las puertas de salida. Viajeros con una increíble variedad de tamaños, marcas y colores de laptops y netbooks. La gente y sus telefonitos. El frío del aire acondicionado. Señoras empujadas en sillas de ruedas. Alguien que me saluda y que tiene cara conocida pero que por más que intento recordar no sé quién sea. Los lentes oscuros. Mujeres que viajan solas. Una muchacha cargando una guitarra. Una señora indígena, no puedo saber si de Bolivia o Perú, con un pelo largo, largo, largo y un sombrero negro y un collar de piedras rojas. Los desesperados que caminan de un lado a otro para saber si les sirve la conexión de wifi. Los que están viendo sus pantallas como si allí aconteciera lo más importante del mundo.
Los incómodos asientos. Eso que llaman comida (hamburguesas, pollos fritos, sandwiches que son más pan que otra cosa). La tentación de las tiendas libres. Probar perfumes. Preguntar precios. Botellas de licor. Pensar que algún compraré esto o aquello.
La melancolía de viajes pasados. La nostalgia de las terminales. Los recuerdos de antiguas despedidas. Un hombre que se aleja visto a través del vidrio. Un correo enviado para un amante que se fue. La tristeza acumulada que queda guardada en las paredes, en los pasillos, en los asientos y que parece se contagia a las avalanchas diarias de nuevos viajeros con nuevas tristezas y nuevas despedidas. Puerto de entradas y salidas.
La sed. El siempre ácido café de los aeropuertos.
Deseo de escuchar Music for Airports de Brian Eno. Ojalá sonara en este lugar para no tener que escuchar esa abominable versión instrumental de “Tears in Heaven” de Eric Clapton. Pero gracias a eso, recordar esa belleza de canción, “River of Tears”, también de Clapton: “All I know is, since you’ve been gone/I feel like I’m drowning in a river,/Drowning in a river of tears”.
Las despedidas de los amantes en los aeropuertos. La pareja que se besa antes de entrar a migración, él con un ramo de rosas blancas. Los que se besan en la puerta de salida, apasionadamente, como en una película, él notablemente mayor que ella. Ella se va en el pasillo que la llevará al avión, él se va a su puerta a tomar otro vuelo. Recuerdo de mis propias despedidas. Mi corazón cruje como el corazón de la estatua del Príncipe Feliz en el cuento de Oscar Wilde.
La oscuridad que se hace afuera, despacio, imperceptible. Las siluetas de los aviones. Toda una vida de viajes. De aeropuertos. De rostros que jamás se vuelven a ver. De aerolíneas. De maletas. De autopistas. Ir y regresar y en cada viaje, lo juro, cambiar de alguna manera. Algo que uno aprende. Algo de lo que uno se desprende.
El rugir de un avión que despega. El rumor de un avión que aterriza. Las luces rojas, las señales. Afuera, en la zona de salida de pasajeros, imagino, habrá alguien feliz que espera un arribo. En alguna parte del mundo, quizás, alguien esperará por mí algún día.
Ese territorio extraño, ese mundo comprimido que es un aeropuerto.
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miércoles, julio 01, 2009
Shooting Dogs
La hipocresía de ciertas instituciones y gobiernos en cuanto a su manera de reaccionar ante ciertos acontecimientos queda al descubierto una vez más en la película Shooting Dogs.
La película se enfoca en los sucesos de 1994 en Ruanda y en el genocidio contra los tutsis ejecutada por los hutus. En poco más de 100 días fueron masacrados casi un millón de tutsis, la mayoría a machetazos. Todo esto ante la indiferencia mundial y ante la inútil presencia de los Cascos Azules de las Naciones Unidas. Y digo “inútil” porque bien conocida fue la actitud del organismo al establecer el mandato de no disparar a menos que fueran agredidos directamente y que se limitaran a mantener “la paz”, una paz que no existía por ninguna parte.
Ya existen otras películas y documentales que hablan sobre esta tragedia y que ya he comentado aquí.
Sin embargo, me parece que Shooting Dogs plantea el conflicto con elementos nuevos y más brutales que los que habíamos visto. La película se centra en lo ocurrido en la Escuela Técnica Oficial, donde en su momento tomaron refugio miles de tutsis debido a que allí se encontraba un contingente de Cascos Azules. Allí, pensaban, estarían seguros. La Escuela, manejada por un padre católico, se convierte en un enorme campamento de refugiados y afuera de sus verjas, los hutus permanecen amenazantes, esperando la menor circunstancia para eliminar a los “cucarachas”, como dieron en llamar a los tutsis.
(Atencion, "spoilers").
La historia plantea un constante debate de términos éticos, morales y espirituales, no planteados en otras películas que he visto sobre esta tragedia. Y aunque filmes como Hotel Rwanda o Sometimes in April utilizan los elementos narrativos para que el espectador se involucre con la historia, Shooting Dogs me parece que lo utiliza de la mejor manera y devela uno de los ángulos más trágicos de la matanza.
Por un lado, está el absurdo mandato de las Naciones Unidas y la vana esperanza de los tutsis de sentirse a salvo bajo el amparo de los Cascos Azules y de algunos “hombres blancos” de la Escuela (representados por el Padre Christopher, el maestro John y un par de endurecidos periodistas de la BBC, además de un grupo de europeos que toman refugio también en la escuela).
Intensas e interesantes son también las discusiones espirituales. La población tutsi, en su mayoría católica, hace frecuentes preguntas al padre sobre Dios: ¿Dios ama a todos sus hijos, incluidos a los hutus? ¿Dios está aquí, con nosotros, los tutsis a punto de ser masacrados? ¿Estará usted, padre, siempre con nosotros?
La frustración del padre de poder ayudar a los tutsis y de continuar siendo leal a sus creencias se va haciendo cada vez más evidente, sobre todo cuando reencuentra a los antiguos amigos hutus y éstos se han tornado en asesinos irreconocibles, en ebrios de sangre y de la enajenación colectiva. Ya no hay amigos, sólo enemigos y sospechas en todas partes.
Hay una escena (y que es la que da título a la película), en que el capitán de los Cascos Azules advierte al padre que saldrán a dispararle a los perros, pues éstos se están comiendo los cadáveres y puede crear un problema de salud pública. El padre, indignado, le pregunta si los perros le han disparado. No, responde desconcertado el capitán. Entonces no debe dispararle a los perros, recuerde su “fucking” mandato, cúmplalo o mándelo a la mierda (dice literalmente el padre, luego de retornar de una incursión a la ciudad, donde descubre que unas monjas tutsis han sido violadas y asesinadas).
Las escenas contienen cierta violencia gráfica, pero creo que la violencia es más bien de carácter emocional. La angustia que se siente cuando los franceses llegan a evacuar solamente a los 40 europeos refugiados en la Escuela y cuando los Cascos Azules son finalmente ordenados de salir de allí (sabiendo que eso implica la inmediata matanza de los tutsis refugiados), es tremenda.
El padre el único que tiene los cojones como para permanecer en su lugar, dignamente, al lado de los tutsis y de intentar, todavía en el último minuto, de salvar a unos pocos. Finalmente, en esa Escuela, fueron masacrados 2,500 tutsis.
Me pasé llore y llore la última media hora. Llanto de indignación y de rabia, porque me pregunto, para qué carajos sirve algo como las Naciones Unidas, si no son capaces de cuidar la vida ajena en ninguna parte. Y llanto también por el abominable nivel de crueldad al que puede llegar el ser humano. Somos realmente seres despreciables.
Excelente película que le revolverá muchas reflexiones. Consultar futuras transmisiones en Cinemax aquí.
lunes, junio 01, 2009
Añorando un nido
En estos días de fin de año me entretuve bastante leyendo “Writer’s Rooms”, una de mis secciones favoritas de The Guardian. En ella diferentes escritores hablan sobre el espacio donde suelen escribir, acompañado de la correspondiente foto. Para mí es fascinante la diversidad o lo común en todos esos espacios, lo particular para cada uno, lo que les gusta o no.
No todos tienen necesariamente una oficina o un estudio. Algunos escriben en la mesa del comedor, otros apoyando su cuaderno en el brazo del sofá o se van a alguna biblioteca pública a escribir. No todos escriben directamente en computadora, muchos hacen un primer borrador a mano. Algunos otros tienen una oficina especial fuera de su casa o apartamento, como John Banville, que alquila un pequeño apartamento en el centro de Dublín para escribir.
En la sección hay todo tipo de escritores, conocidos y desconocidos, pero también se cuela de pronto el estudio de algún compositor musical, de un dibujante o de un escritor de libros de cocina. Entre los conocidos los hay no sólo contemporáneos, sino también los lugares donde escribieron Virginia Woolf, Jane Austen y George Bernard Shaw, entre otros.
La mayoría suele tener en el estudio su biblioteca, pero fuera de esa obviedad, suelen rodearse de objetos queridos o inspiradores: fotos o imágenes de sus escritores favoritos, cuadros, máscaras, objetos de arte, fotografías familiares y similares. Varios tienen dos o más mesas de trabajo y muchos tienen un diván o sofá donde echarse a leer. Algunos tienen un televisor para seguir el fútbol o un equipo de sonido para escuchar música mientras escriben.
Me llamó la atención que varios de ellos se refieren a su espacio de trabajo como “un nido”, por lo confortable y acogedor que les resulta. Por lo demás comparto la noción de que el lugar donde uno escribe es casi que un santuario. Varios de los escritores impiden que el común de la gente entre en dichos lugares.
Esto me dejó pensando en algo que vengo diciéndole desde hace rato a mis amigos y que me miran como la loquita cuando lo refiero. Y es que el espacio de trabajo, sentirse bien en él, es importante para la escritura. Y es en parte por lo que siento que en este lugar donde habito se me ha hecho muy difícil escribir ficción.
Puedo escribir no-ficción (columnas, artículos y blog), en casi que cualquier parte. Pero siento que para la ficción el escenario tiene que ser uno que proporcione intimidad, privacidad y algo que me haga sentir segura, amparada. Porque a fin de cuentas, ahí es donde uno transcurre la mayor parte del día, y a la larga, de su vida. Difícil hacerlo si hay ruidos frecuentes, gente rondando o tocando a la puerta, teléfonos sonando y mil distracciones que rompen ese estado especial del ser en el que se entra cuando se escribe. Y difícil es si uno siente que hay alguna suerte de “amenaza” externa que va a romper esa placidez interior en la que me sumerjo al escribir.
En lo personal soy de las que necesita silencio absoluto mientras escribe (no escucho ni música y desconecto el teléfono), y el imprudente que osa tocar mi puerta mientras escribo se arriesga a conocer la ira de los dioses. Odio que me interrumpan mientras escribo.
Claro, todo escritor trabaja diferente, y los hay quienes pueden escribir su ficción en un café, en un hotel, en un aeropuerto (los que tienen la suerte de tener una portátil...). A ellos los envidio profundamente.
Todo eso me hizo recordar los lugares en los que he escrito. El mejor fue sin duda el estudio de mi casa en Los Planes, donde tenía mi biblioteca, un mueble y un baúl, ambos llenos de papeles y mi par de escritorios. Siempre, menos ahora, he tenido dos grandes mesas de trabajo, uno para la computadora y el equipo de impresión y escaneo y otro, un escritorio que mandé a hacer y que era ancho, con muchas gavetas y en las que hacía el trabajo “a mano”.
Lo mejor de ese estudio eran las dos ventanas de techo a suelo que, aparte de tener buena iluminación y ventilación todo el día, me permitían ver el jardín. Plantas y árboles visitados por ardillas y multitud de pájaros y en la grama, a mis dos gatas descansando plácidamente mientras yo batallaba con mis palabras. (Y no, por desgracia no guardo fotos de aquel estudio, no tenía cámara en aquella época).
Extraño muchísimo ese muy productivo nido. Ojalá este nuevo año me lleve a un nido nuevo. Porque aquí donde estoy no dan ganas de nada.
(En la foto, el estudio de George Bernard Shaw, uno de los que más me gusta, ya que estaba ubicado en una casita a un par de minutos de la casa donde vivía, con todas las comodidades básicas y hasta teléfono para llamar a su esposa y pedir su almuerzo. Foto de Eamonn McCabe).
miércoles, febrero 04, 2009
Todos venimos de Poe
Como Edgar Allan Poe es inmortal, hoy cumple 200 años. Y está bien vivo y saludable.
Me preguntaba ayer qué canción le gustaría le fuera cantada (ciertamente no le gustaría el “japy berdey tú yú”). Pensé que quizás le agradaría un buen réquiem, acaso el de Mozart. ¿Y de pastel? Sin duda, uno de chocolate amargo en forma de escarabajo dorado... acompañado, claro, con un buen brandy.
Lo cierto es que Poe sigue siendo imprescindible para todos los que pretendemos ser escritores y en particular, para el que quiera dedicarse a escribir cuentos. Si hubo alguien que revolucionó, afincó, fundó y contribuyó a hacer del cuento lo que es hoy en día, fue sin duda él. Amén de sus contribuciones al terror, al suspenso e incluso al género negro. Todos venimos de Poe.
Y no creo con estos comentarios estar ni exagerando ni hablando a partir de mi amor personal por él, un amor que comenzó al primer susto, alguna lejana tarde de sábado viendo un animado siniestro sobre “El corazón delator”. Como ya mencioné por acá, el único cuento que realmente me ha dado escalofrío y el que sigue siendo al día de hoy, mi favorito de Poe. De hecho, si yo tuviera que hacer un top ten de mis cuentos favoritos, ése sería uno de ellos.
Y no voy a decir más ni a ponerme solemne porque seguro estarán leyendo mucho sobre él hoy en otros blogs o revistas literarias. ¿Celebraciones? Un par de libros publicados, como Una vida truncada de Peter Ackroyd, quien intenta reconstruir los últimos 6 días en la vida de Poe, días en los que no está muy claro qué pasó exactamente ni cómo llegó a ser encontrado totalmente ebrio tirado en una calle de Baltimore. Poco después sufriría un delirium tremens y moriría a los 40 años (sigh).
Otra publicación conmemorativa es la que lanzó Páginas de Espuma en España. La edición de los cuentos completos de Poe, traducidos por Julio Cortázar, preparada por Jorge Volpi y Fernando Iwasaki, con un estudio introductorio de Carlos Fuentes y otro de Mario Vargas Llosa y 67 escritores españoles y latinoamericanos que comentamos brevemente cada uno de los cuentos.
Suena a orquesta, pero sí, fui invitada a participar en dicha edición. Y pasó algo bien curioso: para repartir los cuentos entre todos los escritores, se usó el estricto orden alfabético entre autores y cuentos. Y en ese estricto orden, me tocó en suerte justa y precisamente “El corazón delator”. Cuando lo supe, no pude evitar otro escalofrío.
Así es que ¡salud Poe!
lunes, enero 12, 2009
En busca de la belleza
Nos pasa a todos: vamos a una exposición, a una función de danza o teatro, vemos una película o leemos un libro. Y al terminar nos preguntamos si eso que recién vimos, escuchamos o leímos es arte. Uno visita una galería y suele escuchar a alguien diciendo en voz bien alta “si hasta yo podría hacer eso”. Y es que desafortunadamente hoy en día muchas de las manifestaciones que nos quieren hacer pasar por artísticas están plagadas de un facilismo tal que pareciera que cualquier garabato que alguien hace en un papel puede terminar colgado en una sala de exposiciones.
Algunos artistas parecen encontrar una fórmula y la repiten en todas sus variantes hasta cansar al espectador. Otros encuentran en la morbosidad y en la enfermiza fascinación por lo asqueroso un recurso que explotan al máximo. Otros más se regodean en el retrato meticuloso de la realidad subestimando, en muchos casos, a la imaginación y el verdadero trabajo que implica el acto creativo.
Pero el arte no ocurre en un momento de “inspiración espontánea” ni es un golpe de suerte sino el resultado de un complejo procedimiento. El arte, en todas sus manifestaciones, implica siempre disciplina, trabajo, reflexión, estudio, prueba y error y todo un proceso interior por el que atraviesa el artista. Lo ideal sería que el proceso de creación terminara siendo, a la vez, un proceso de auto-descubrimiento y de transformación personal, de manera que el artista que comenzó la obra no sea el mismo que la terminó.
Sin embargo, pareciera que el artista contemporáneo prefiere realizar el mínimo esfuerzo posible y presentar el lado más feo de la vida y del ser humano. Es posible que muchos justifiquen sus trabajos como “reflejo de la realidad social” y quieran transmitir algún mensaje de reflexión a través de su obra.
Aceptemos que el momento actual de la humanidad no es una edad de oro sino más bien, una era de piedra, una era de decadencia absoluta, un Kali Yuga al final de cuya senda nos espera nuestra propia destrucción. Si vamos a retratar fielmente la realidad, ¿estamos condenados entonces a la fealdad en el arte?
El empeño del artista para hacernos reflexionar sobre algún tema no es desacertado. ¿Pero cómo transmitir un mensaje al espectador de manera que la obra artística nos impacte y nos haga reflexionar, y no solamente cause repulsión o morbo? Es una de las eternas discusiones de la estética. Como lo ha sido también el suponer que la obra de arte tenga como único objetivo la búsqueda de la belleza. Habrá quienes supongan que la belleza es algo vano, vacío y estrictamente ornamental, no importante ni necesario y que, por lo tanto, su utilidad en relación con el arte ha terminado. Pero en lo personal, no creo que la belleza y el buen gusto estén reñidos con el arte como transmisor de un mensaje constructivo o como retrato de la realidad.
Vivimos un tiempo en que la realidad nos colma y nos abruma por todos los flancos posibles. Los medios de comunicación (prensa, radio y televisión), internet, los juegos de video, la música, las películas, todo nos reproduce, de una manera u otra, la realidad de violencia, de cinismo, de pérdida de valores y de agonía de la esperanza que vivimos. Y no sé ustedes, pero yo en lo personal me siento saturada ya de todo eso. Cuando busco un libro, una película o una función de danza estoy buscando algo que me haga sentir asombro, que me haga soñar y emocionarme y creer que el espíritu del ser humano es capaz de ser noble y de crear belleza y armonía, ya que con todos sus demás actos parece ser el paradigma de la destrucción. Y eso no significa que estoy negada a reflexionar sobre temas trascendentales como nuestra mortalidad o lo que hacemos o dejamos de hacer por nuestro prójimo.
Soy una persona abierta a todo tipo de propuestas y comprendo que no todo será siempre de mi gusto o mi entendimiento. Pero me niego, por ejemplo, a elevar al rango de “música” al reggaetón, que visto fríamente, no deja de ser una repetición anodina de un ritmo básico, donde los “músicos” no tienen ningún tipo de destreza en la ejecución de un instrumento musical y donde las letras denigran a hombres y mujeres por igual; eso las que trabajan en algo sus letras, porque los que repiten cinco mil veces que “quiero más gasolina y dame más gasolina” trascienden los límites de la estupidez.
Es difícil entender lo “artístico” en los “performances quirúrgicos” de la francesa Orlan, quien se utiliza a sí misma como “el mármol” en el que, mediante una serie de cirugías plásticas, pretende transformar su propio cuerpo en el summum de la belleza representada en obras clásicas: ella quiere tener los ojos de la Psique de Gérome, la barbilla de la Venus de Boticelli, la boca de la Europa de Boucher y la frente de la Mona Lisa. Esto, según ella, para representar “el sufrimiento contemporáneo sobre la presión social para ser bella”.
No entiendo qué tienen de artísticos un montón de animales conservados en bloques de formol, algunos con cortes transversales para poder ver sus vísceras, que es lo que hace el británico Damien Hirst, el mismo que forró una calavera humana con poco más de 8,600 diamantes, y que se ha hecho multimillonario con su “arte”.
Si bien es cierto que los conceptos de arte, belleza y fealdad son subjetivos, también lo es el proceso de recepción de la obra por parte del espectador. Y lo que a unos guste y fascine, a otros causará desconcierto y rechazo.
Al final, creo que lo importante es que el artista se niegue al facilismo, al oportunismo, a lo comercial y a la explotación de la morbosidad y que enfrente el proceso creativo con honestidad, con todos sus retos y aprendizajes. Aunque “lo feo” esté de moda y venda más que nunca.
(Publicado domingo 11 de enero en Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).