lunes, octubre 13, 2008

Los que se quedan

Ocurrió en La Montañona, Chalatenango, un cantón con pocas casas, una escuela y una cancha de fútbol, ubicado en medio de una montaña boscosa donde, en tiempos de la guerra, estuvo el campamento de la radio insurgente Farabundo Martí. Ahora La Montañona es un parque natural protegido, con intenciones turísticas, donde hay algunas rústicas cabañas para recibir a los visitantes.

Un par de amigos míos fueron a aquel lugar en abril del año pasado, con la intención de pasar un tranquilo fin de semana. Se hicieron de un pick up 4x4, la única manera de llegar a través del camino de tierra y piedras que accede al lugar. El viaje había sido medio azaroso, pero la belleza y la tranquilidad del paraje les hicieron olvidar bien pronto la dificultad de la llegada.

Todo iba muy bien. Pero a las 6 y media de la tarde alguien fue a buscarlos. Necesitaban su ayuda, o más específicamente, el vehículo. El único capaz de realizar la tarea que tenían por delante: un muchacho, de unos 15 o 16 años, había intentado suicidarse. Había que sacarlo pronto de allí.

Por la tarde, el muchacho se había metido en una especie de bodega que había al lado de la cancha de fútbol, al final del cantón. Ahí bebió un pesticida para matar gusanos llamado Tamarón. Cuando alguien de la comunidad encontró al joven, su sistema digestivo estaba desgarrándose y había expulsado heces de manera profusa.

Cuando mis amigos me contaron el incidente, remarcaron que todo el lugar apestaba. El muchacho se agitaba en intensos dolores. Lo colocaron sobre un plástico y así lo encaramaron en la cama del pick up. La idea era que mis amigos bajaran a la carretera hasta topar con la ambulancia, que ya había sido llamada, y que llevaría al agonizante hasta el hospital de Chalatenango. Cuando lo entregaron a la ambulancia, ya de noche, el muchacho aún estaba vivo.




Meses después, mis amigos volvieron a La Montañona. Entonces se enteraron de que el muchacho en cuestión había muerto. Que no era la primera vez que había intentado suicidarse. Y que tampoco era el único. Ya otros dos adolescentes se habían suicidado anteriormente en la misma localidad.

Nadie supo nunca el motivo por el cual el joven decidió matarse. Sin embargo, es posible que la ausencia de sus padres, migrantes que habían partido de la comunidad hacía rato, tuviera algo que ver con el asunto.

Es un mal silencioso del que apenas tenemos noticia: la cantidad de adolescentes suicidas en las zonas rurales del país va en aumento. Y es, aunque no se crea, otra de las consecuencias de la emigración de miles de salvadoreños.

Como también lo es el cada año creciente número de recién nacidos abandonados en los hospitales. Algunos de estos bebés abandonados son producto de infidelidades de mujeres cuya pareja emigró. Ellas deciden dejar al bebé para “tapar”, de alguna manera, la infidelidad ante la pareja ausente. Algunas anuncian, en el momento de su ingreso, que dejarán al niño para facilitarlo en adopción. Otras simplemente se marchan, sin decir nada.

Algunos más de estos bebés son hijos de niñas de 12 o 13 años que son violadas por sus padres, tíos o abuelos, en hogares donde las mujeres adultas están ausentes porque, igualmente, emigraron.

No cabe duda de que el fenómeno de las migraciones tiene un rango complejo de consecuencias que están marcando nuestros tiempos de manera dramática. El desmembramiento familiar es la cara fea de la emigración y tiene consecuencias psicológicas profundas para aquellos que se quedan. Pero también tiene implicaciones en el cambio del paradigma cultural del país, modificando incluso lo que nos caracterizó siempre como salvadoreños.

Los muchachos que tienen la fortaleza emocional como para sobrevivir a la separación de los padres crecen con la única idea de que, “cuando sean grandes”, se irán del país. La ambición no es realizar estudios universitarios, dedicarse a algún oficio en particular o cumplir algún sueño calenturiento como ser artista de Hollywood. La única expectativa de futuro para ellos es irse porque sienten que el país no les ofrece la posibilidad de una vida digna. Una expectativa aprendida por vía de los padres y demás parientes que se fueron antes.

Atrás quedan los más pequeños, por lo general en manos de parientes mayores. Y cuando esos niños crezcan, también terminarán yéndose. De hecho, hay muchas poblaciones de El Salvador donde el porcentaje de personas de la tercera edad es dominante. ¿Quién cuidará de nuestros ancianos cuando así lo necesiten? ¿Está listo el Estado para asumir tal responsabilidad?


Nuestros abuelos ya no sentarán a sus nietos sobre sus rodillas ni les contarán los cuentos del pasado de nuestro país, de cuando las familias eran numerosas y de cuando viajar era algo tan raro y difícil que, aquel que lo hacía, pasaba por aventurero. Las abuelas no compartirán sus recetas secretas ni sus remedios caseros con sus nietas. Todos esos conocimientos y tradiciones probablemente se perderán, y con ello estaremos perdiendo también buena parte de nuestra cultura. Recordar será un silencioso ejercicio, una solitaria masticación de monólogos para los cuales el viento y las paredes de las casas vacías serán los únicos testigos.

El Gobierno y algunas instituciones se enfocan prioritariamente en lo que ellos llaman “la atención al migrante”. Nuestro presidente viaja cada tanto tiempo para renegociar el TPS, y el lobby para lograr un estatus de legalidad para nuestros compatriotas en EUA, que es donde está el grueso de nuestros migrantes, es prácticamente permanente. Todo eso está bien, pero ¿qué se hace por los que se quedan?

¿Por qué no comenzamos de una vez a encarrilar nuestros esfuerzos como sociedad en construir un futuro atractivo en nuestra propia tierra? ¿Por qué no construimos un país donde tengamos la certeza, o por lo menos la esperanza de un futuro digno, sin tener que arriesgar nuestro pellejo, en más de un sentido, y quedarnos aquí, con los nuestros, como debería de ser?



(Publicado domingo 12 de octubre en Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica).

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