jueves, agosto 28, 2008

Leyendo "La sirena", un cuento de Ray Bradbury

No me gusta ir al banco. De hecho, si hay algo que me desagrada hacer es gestiones y papeleos de cualquier tipo. Pero de un tiempo para acá, cuando voy al banco o a cualquier lugar donde sé que hay que esperar, hay algo “positivo” para mí: el tiempo de espera (que por lo general suele ser de una media hora) es casi que del poco tiempo “libre” que tengo para leer. Leer literatura, claro está.

Un día de estos tuve que ir al banco a hacer un reclamo pues me estaban cobrando dos veces más una compra que hice en el super. O sea, si no reclamaba, me la cobraban tres veces.

Un nuevo sistema de numeración para atender a los clientes en el Banco Nacional de San Pedro, menos que agilizar los trámites, ha hecho los tiempos de espera algo más largos pero también impredecibles, porque los números otorgados tienen combinaciones de números y letras y es algo así como una lotería saber cuál es el que sigue, pues no tienen un orden estrictamente numérico ni alfabético. Todo lo cual no me molestó en absoluto. Tenía conmigo Las doradas manzanas al sol de Ray Bradbury, que me lo encontré en liquidación a un precio de tirarse al suelo y tener risa convulsiva.

El primer cuento de ese libro se llama “La sirena”. Y qué cuento más precioso y a la vez, tan triste. Daban ganas de pararse en una silla, detener al banco completo y leerles el cuento para que todos lloráramos al unísono y volviéramos a sentirnos vivos, para que pensáramos en el amor, en la soledad y en el dolor de estar solos... ya me miraba sacada por los guardias con camisa de fuerza derechito para el manicomio o por lo menos para la Oficina de Investigaciones Judiciales (OIJ), como sospechosa de distraer a todos para seguramente planear un robo, o algo así.




No voy a decir de qué va el cuento, porque está tan bien escrito que lo que yo pueda decir al respecto no le haría justicia alguna. Mejor léanlo. No encontré una versión idéntica a la de mi ejemplar, que está en Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda. Pero se podrán hacer una idea.

Nada más les reproduzco un fragmento (versión Abelenda). Y cuando lean el cuento completo, vuelvan y me cuentan.



–Los misterios del mar –dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, yo estaba aquí solo, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

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