martes, agosto 05, 2008

Confesiones de una insomne crónica

Siempre he dicho, medio en broma y medio en serio, que yo nací con insomnio. No es una exageración. Muchos de mis primeros recuerdos son mi cuarto infantil, en la oscuridad, de noche, el silencio de una casa donde todos duermen, la angustia de saber que están pasando las horas, y que ese silencio crece y es interrumpido sólo por el incesante cantar de los grillos. Es casi inexplicable la sensación de melancolía que me producía escuchar un carro pasando en la carretera y cuyos faroles hacían crecer sombras de luz en mi cuarto, sombras que se tornaban gigantescas a medida que el carro se acercaba a mi ventana que daba a la calle, y que disminuían, junto con el ruido del motor que se alejaba, dejándome otra vez en la oscuridad y en mis angustias.

Mi madre me enviaba a la cama a las 8 porque, viviendo en Los Planes de Renderos, debía levantarme a las 5 y media de la mañana para poder estar en el colegio a las 7, aunque las clases comenzaran a las 7 y media. En casa, eso de la puntualidad se tomaba con tal severidad que no tuve más remedio que asimilarla y convertirla en un vicio que mantengo hasta el día de hoy. Por eso de mí se dirá cualquier cosa, menos que soy impuntual.

Mientras yo estaba en mi cama intentando sin éxito alguno dormir, escuchaba los programas de televisión que mis padres miraban en la sala. Mi padre se acostaba antes y mi madre se quedaba despierta, muchas veces hasta las 10 u 11 de la noche. Entonces ella apagaba la luz de la sala y se acostaba, y la casa toda se llenaba de oscuridad y silencio.




Quizás por eso tampoco me gustó la oscuridad que se convirtió en uno de mis grandes terrores infantiles. Mi terror era superlativo. Entrar a un cuarto oscuro me causaba taquicardia y un vacío en el pecho. No me gustaba sentarme al borde de la cama y que mis piernas quedaran colgando a merced de ese espacio oscuro entre la cama y el suelo. Imaginaba que allí, justo debajo de mi cama, había una puerta invisible desde la cual el diablo mismo podía salir a jalarme por los pies o por lo menos asustarme tocándome con una mano peluda.

Con los años y con mucha dificultad, fui superando el horror a la oscuridad, pero jamás el insomnio, que fue mi secreto infantil mejor guardado y que se ha convertido en un compañero fiel de toda mi vida, algo con lo que he aprendido a convivir. Cada tanto reaparece y cada crisis es diferente.


De hecho nunca duermo bien y tengo hábitos de sueño fuera de lo común. Por lo general me acuesto a las 10, paso media hora o más pensando tonteras antes de dormir. Duermo 30 minutos, despierto y vuelvo a dormir. En el transcurso de la noche me despierto por lo menos dos o tres veces. Y en dependencia del lugar donde viva, depende la hora de mi despertar. Cuando vivía en Managua, por ejemplo, era imposible dormir después de las 6 de la mañana, porque a esa hora ya hacía calor.

¿Poner la cabeza sobre la almohada y quedar dormida de inmediato? Ignoro lo que es eso. ¿Dormir ocho horas corridas? Casi nunca me pasa, y cuando ocurre, me asusto y pienso que algo anda mal. Cuando llego a un lugar nuevo, esa primera noche no puedo dormir porque no conozco el lugar, los ruidos ni me acomodo a la cama desconocida. No puedo dormir en un cuarto completamente oscuro, siempre tiene que haber algo de luz reflejada del exterior.

Cualquier cosa, por minúscula que sea, me despierta de inmediato. Me puede despertar, por ejemplo, el olor de una cucaracha en el cuarto. Sí, el simple olor. O que se vaya la luz en la noche mientras duermo (cesan ciertos sonidos como la refrigeradora y ese cambio del sonido al silencio, me despierta). Tengo lo que se llama “un oído de tísico” pero también soy “la princesa del guisante”. Si la cama no está bien, no puedo dormir.

Mi peor crisis de insomnio duró seis meses y fue en 1987. Dormía un promedio de 3 a 4 horas, en una buena noche 5, cada 48 horas. Es decir, pasaba una noche en blanco, a la noche siguiente dormía un poco, y así.

Desde hace casi dos meses tengo otra crisis de insomnio. Aunque la verdad es que desde que vivo en Costa Rica, hace tres años y medio, duermo pésimo. Vivo junto a una calle conocida como “la Calle de la Amargura”, llena de cantinas que ponen música a todo volumen y que no terminan la parranda hasta las 2 de la mañana. Entonces los borrachos salen de los bares, suenan las alarmas de los carros, rugen motos, hay gritos, peleas, a veces hasta tiros. Pensar en dormir bien antes de las 3 de la mañana es una quimera. Además, tengo una cama de preso. Es decir, una cama tan angosta que no puedo ni dar una vuelta. Y yo me muevo mucho toda la noche al punto que no es raro que me caiga de la cama. Por eso siempre compro camas anchas, la más grande que pueda encontrar.

He probado todo tipo de yerbas y remedios para el sueño. He contado ovejitas y he repetido mantras hindúes que se supone garantizan el sueño. Nada ha funcionado. Y me niego a tomar pastillas, porque no creo en la medicina alopática.

Escribo esto al filo de una medianoche más en que el sueño es un animal al que acecho con paciencia desde la cueva de mi insomnio. Mientras espero, invento y me cuento a mí misma historias igual que hacía cuando niña, para distraerme. Quizás eso contribuyó para que fuera escritora, porque nunca duermo realmente bien y porque la noche exalta hasta la lucidez y el delirio la mente del insomne.



(Publicado ayer en Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica de El Salvador. Por cierto, ya puede verse la revista en formato e-paper o pdf, algo que recomiendo, pues la diagramación de la revista es de primera).

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