lunes, septiembre 06, 2010

Sin palabras

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Me costó mucho comenzar a escribir la columna de este día. Hasta este momento, 13 salvadoreños han sido identificados como parte de los 72 cadáveres en lo que se está conociendo como la masacre de Tamaulipas. Y falta identificar poco menos de la mitad de los cuerpos.

Voces de indignación se han alzado en todas partes. Se protesta, se exige justicia, se lamenta a los muertos. Las imágenes se repiten una y otra vez en los noticieros, las fotos son mostradas hasta la saciedad en internet. Comunicados y cartas de protesta para ser firmadas van y vienen.

Pero esto no es la primera vez que pasa. Para todos los que estamos familiarizados con el tema de la migración, sabemos que esto tiene años de estar ocurriendo. Que el secuestro de migrantes en territorio mexicano por parte de narcotraficantes, maras u otros grupos que muchos asocian con las mismas autoridades mexicanas, no es nada nuevo. Que los secuestrados son sometidos a esclavitud y que después de un tiempo, con suerte, son liberados. Digo con suerte porque muchos son asesinados durante ese tiempo de secuestro o, en el mejor de los casos, son rescatados por las autoridades y deportados a su país de origen.




Los asaltos, las violaciones, los asesinatos, los secuestros son parte de los riesgos que se añaden a los accidentes en los trenes; a la deshidratación o el extravío en el desierto; a las mordidas de serpientes y ataques de otros animales; a “coyotes” inmisericordes que los estafarán, los dejarán abandonados o los venderán a los narcos para salvar el pellejo propio o porque son contratados por ellos para proveerles de material humano; a los asaltantes comunes y corrientes y a los vigilantes fanáticos en la frontera México-Estados Unidos, a quienes los tiros se les escapan con relativa facilidad.

A medida que el migrante centroamericano se aleja de su tierra, crece su vulnerabilidad, la cual llega a su punto máximo durante el cruce del territorio mexicano. Aparte de las dificultades físicas del viaje, los migrantes están expuestos a todo tipo de amenazas y peligros. No son pocos los que pierden la vida.

Las noticias han presentado con regularidad casos de allanamientos de vehículos, camiones y viviendas colmados de migrantes, vivos o muertos. La masacre de Tamaulipas es quizás una de las más numerosas que hayan ocurrido, pero, repito, no es la primera vez que pasa. Y también debemos temer que no será la última.

Lo que resulta difícil al intentar escribir sobre este tema es saber qué decir. ¿Qué se puede decir que no se haya dicho ya antes en casos similares? ¿Quién escucha todas las voces de protesta? ¿Qué logra cambiar tanta indignación?

No quiero decir con esto que haya que callar la indignación porque no sirve para nada. Nunca hay que callar ante lo injusto. Pero no deja de ser desconcertante que sucesos como éste ocurran desde hace tiempo, y que ha sido una situación que se asume como algo “normal” durante el trayecto de los migrantes hacia los Estados Unidos. Tan normal se ha considerado que rara vez se investigan las escasas denuncias interpuestas y que pocas veces se ha profundizado a nivel informativo sobre dichas masacres. Las declaraciones de las autoridades mexicanas en que se “exige una investigación exhaustiva del hecho” son palabras que caen al vacío, porque nunca se esclarecen estos asuntos ni se llevan ante la justicia a los culpables.

Qué hace esta masacre tan distinta de las otras y por qué, por fin, una masacre a migrantes ha levantado voces de protesta y preocupación en todo el mundo, no lo sé. ¿Por qué ésta y no todas las anteriores?

Para los centroamericanos, ninguna masacre, grande o pequeña, debería ser ignorada o pasada por alto porque en todas encontraremos compatriotas que, huyendo de la criminalidad local reinante y buscando formas de sobrevivencia para los suyos, arriesgan la vida y muchas veces la pierden. Todo con tal de cumplir ese escurridizo sueño del bienestar material.

Los migrantes son un recordatorio diario de la desgracia local, el espejo de una post-guerra que se está tornando infinita, la síntesis y expresión práctica de que muchas cosas siguen mal. Y si no, póngase a pensar en el estado de desesperación en que puede estar una persona para optar por esta aventura del viaje al norte, una aventura que no necesariamente tiene un final feliz.

Detrás de cada historia de triunfo de algún migrante en los Estados Unidos, hay docenas más de historias de fracasos, sacrificios interminables, mutilaciones físicas, pobreza, familias desunidas y rotas para siempre. Y aunque pareciera que los peligros del camino son obvios y que es información de carácter general, la verdad es que muchos de los que emprenden el viaje al norte no están del todo informados de los riesgos muy reales que correrán durante toda su ruta. Esto queda confirmado en los testimonios de los que viajan por primera vez, quienes dicen no haber ni imaginado que “todo eso” les iba a pasar.


Información es poder, dicen. Y por lo tanto, es menester sobreponerse a la saturación que el constante bombardeo de sucesos violentos nos impone y poner el tema de las migraciones en el tapete informativo, conocerlo y difundirlo, hacer que estas siniestras historias sean accesibles a segmentos más amplios de la población.

Es improbable que la información, per se, disuada a alguien de continuar con el viaje, sobre todo cuando hay bocas que alimentar, cuando se vive en una comunidad donde el acoso de las maras es insostenible, cuando se hace de la búsqueda de empleo un oficio en sí. Pero vale la pena intentarlo para evitar que, por ejemplo, algunos padres intenten llevarse a sus hijos menores por esta vía o mandarlos a los Estados Unidos en la única compañía de un coyote que, aunque sea conocido por la familia, antepondrá su propia seguridad a la de la gente que está llevando. Y ésa es la cruda realidad, sin importar la cantidad de dinero que se les pague.

Por desgracia, para muchos compatriotas irse termina siendo la única alternativa imaginable. Y realizarlo, irse del país en las peores condiciones, es una medida desesperada, sobre todo cuando el viaje es hacia los Estados Unidos, por tierra y sin la documentación necesaria.

¿Qué se puede decir ante la masacre de Tamaulipas? ¿Ante el secuestro de migrantes, ante su esclavización y asesinato? ¿Qué se puede decir de un sistema que no ampara a sus ciudadanos y les brinda oportunidades de sobrevivencia, desarrollo, educación, salud y cultura? ¿Qué se puede decir de la creciente infiltración de los narcotraficantes en diferentes ámbitos de la vida regional y de la manera en que dichos grupos están marcando y arruinando la vida de miles? ¿Qué se puede decir que no se haya dicho ya antes?

A veces los escritores tenemos la ingenua o arrogante pretensión de querer que nuestras palabras sirvan para algo, en el sentido de poder contribuir a crear una sociedad mejor, desde la muy humilde trinchera de la palabra escrita. Pero cada vez que escribo sobre estos temas, me pregunto por qué estas cosas siguen pasando, cómo es posible que la violencia haya llegado a estos niveles y hasta dónde va a llegar. Qué otros hechos, más terribles que este, nos tocará ver en un futuro cercano. ¿Y qué puede decir uno que no se haya dicho y repetido hasta la saciedad?

Hoy me hubiera gustado hablarles de la literatura, del amor, de libros leídos y recordados, de historias que nos dejan una sonrisa en el rostro y en el corazón. Pero no se puede. Cuesta hablar de cosas felices cuando sé que en este preciso momento, mientras usted lee esto, mientras yo lo escribo, un migrante más va hacia el norte a encontrarse con su muerte.

Cuesta escribir sobre temas agradables cuando en este preciso instante, cientos de familias están en una angustiosa espera, imaginando que alguno de esos 72 cadáveres es el familiar que partió y del cual tienen varios días de no saber nada. Se me hace un nudo en la garganta cuando imagino los momentos finales de estas personas, cuya forma de ejecución me recuerda a la guerra, a todas las guerras, y que me hace llegar a la conclusión de que nunca llegamos a la paz, que la guerra cambió de bandos y rostros, pero no de armas ni estrategias.

¿Qué se puede decir ante todo esto, si las palabras rebotan siempre contra el sólido muro de la indiferencia general, una indiferencia que sólo habla, lamenta y se queja y nunca hace nada; la indiferencia de una sociedad que, el día de mañana, cambiará de tema y lanzará al olvido a estos muertos?


(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 5 de septiembre 2010).


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