La soledad del ser humano jamás ha sido tan profunda como en estos tiempos: hombres y mujeres empiezan relaciones sentimentales que lejos de ser satisfactorias se limitan a ser la materialización de enfermizas fantasías personales y se agotan al poco tiempo. Pocos desean una relación estable y a largo plazo, prefiriendo enfocarse en el placer sexual, despreciando cualquier tipo de compromiso. Muchos buscan a alguien, sin saber qué es lo que quieren de ese alguien, y jamás están satisfechos. Pocos son los matrimonios y aumentan las cifras de divorcios.
Familias enteras salen a comer, pero mientras lo hacen, cada uno está hablando por su celular o enviando mensajitos a supuestos amigos que habitan en las redes sociales de internet. Amigos que, hay que mencionarlo, jamás han visto en carne y hueso. Se forman comunidades habitacionales donde familias enteras se mudan, ponen un portón con vigilante armado para protegerse de la violencia callejera, pero lejos de sentirse a salvo, extienden el miedo hasta su propia casa y no saludan ni al vecino. El sentimiento de nación surge de manera tácita y sin invocación cuando la identidad nacional se ve amenazada por la presencia de extranjeros y despierta el inequívoco sentimiento de la xenofobia.
Vivimos tiempos en que, a pesar de tantos conocimientos e inventos logrados, el bienestar material nos encadena y lejos de hacer brotar lo mejor de nosotros, nos hace parir mezquindad y avaricia. Y ello nos esclaviza y nos obliga a determinar nuestro tiempo de manera que la tarea prioritaria de nuestras vidas es obtener esos pedazos de papel que llamamos dinero mediante aquello que, juran, nos dignifica a todos: el trabajo.
El dinero es la llave del consumo. Adquirir, comprar, tener, acaparar. Todos queremos lucir bien, poseer cosas bellas, comprar los últimos modelos de cualquier cosa, desde un teléfono celular hasta un automóvil, aunque para ello endeudemos hasta lo que no tenemos. Pensamos que la abundancia económica nos evitará todo tipo de preocupaciones. Y como todo se compra y todo cambia tan rápido, todo es descartable, sustituible, prescindible, incluyendo las relaciones humanas.
A pesar o precisamente quizás por causa de esto, en el callado fondo de nuestros corazones añoramos la calidez de los demás seres humanos, las relaciones de verdadera amistad, y nuestro par, que es de donde proviene la palabra “pareja”, alguien que nos provoque esa compleja gama de sentimientos que acomodamos bajo el concepto de “amor”, por no saber cómo llamarlo realmente. Sentirse seguro, completo, fuerte, realizado, bello, intemporal, eufórico, porque amamos y somos correspondidos en la justa medida.
En su libro Amor líquido: acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003), el sociólogo polaco Zygmunt Bauman presenta un descarnado análisis de la situación de los afectos humanos en la sociedad moderna. Su concepto del amor líquido parte de la comparación con los estados de la materia: mientras lo sólido es permanente y concreto, lo líquido es transitorio y variable. “Nunca vemos el mismo río dos veces”, decía Heráclito, porque el agua del río siempre fluye y porque la persona misma vive en permanente cambio.
Bauman ha escrito toda una serie de libros sobre lo que él llama “la modernidad líquida”, abordando diversos aspectos sociales y describiendo con fría exactitud cómo todo lo que vivimos se ajusta a este concepto de lo voluble y light: la sociedad, la vida, el miedo, el tiempo y hasta las relaciones humanas, todo tiene un sentido efímero. En Amor líquido, el autor se centra en el análisis de las relaciones afectivas e interpersonales: desde las relaciones de pareja, pasando por la familia, los vecinos, y las relaciones con el prójimo dentro de la sociedad y el país.
Según Bauman, en la modernidad líquida que estamos viviendo, todo es incierto y dura poco. El miedo a establecer relaciones a largo plazo se traduce en meras conexiones, como en las redes sociales en internet, donde se pueden tener literalmente miles de amigos que nunca se verán en la vida real. Lo práctico de estas relaciones, que algunas veces llegan incluso a tomar giros románticos, es que cuando ya no nos gusta alguien, cuando nos sentimos invadidos en nuestra privacidad o simplemente aburridos o fastidiados por alguna persona, podemos apretar la tecla “suprimir” y zafarnos de la “amistad”.
Las relaciones que se establecen por internet pueden provocar una falsa sensación de cercanía y pareciera que no tener a alguien enfrente, facilita liberar los pudores y soltar las restricciones que podemos sentir ante una presencia real. Esos complejos planos de relaciones con seres que nunca vemos causa que muchas veces, cuando estamos frente a alguien, no sepamos qué hablar con el otro ni cómo comportarnos, como pasa en el ejemplo de la familia comiendo junta mientras cada quien utiliza su celular.
Artilugios como internet o los celulares nos dan la sensación de “estar conectados” a algo, a una red de personas conocidas y desconocidas, y supuestamente eso nos hace más sociables. Pero al mismo tiempo sirven de protección: las relaciones interpersonales no pueden profundizarse demasiado si no nos dejamos ver. Comprometer algún nivel de afecto hacia el otro implica un nivel de vulnerabilidad y por lo tanto, una propensión al dolor.
En un escenario así, el amor es un pez escurridizo que se nos escapa de las manos. Todo es un asunto de miedos: miedo a acercarse demasiado, a asumir un compromiso, a perderse acaso de “alguien mejor”, contrapuesto al miedo a la soledad, a la inseguridad afectiva y al desamparo emocional.
Cuando se fundan familias se establecen otro tipo de relaciones que, sin embargo, no superan los estados de incertidumbre. En una misma casa pueden convivir varias personas en ambientes aislados sin darse demasiada cuenta de lo que pasa en la habitación de al lado.
Los hijos se convierten en un objeto de consumo emocional, gracias a la promesa social del placer paternal, pero dicho placer impone el precio del autosacrificio, que va desde las depresiones post parto y las crisis de pareja hasta la provisión económica que durante tiempo indefinido implica su manutención y bienestar.
Por otro lado, para Bauman las ciudades se han convertido en el basurero de los problemas engendrados globalmente, donde sus habitantes tratan de realizar la tarea de encontrar soluciones locales a problemas que ya son globales.
Cuando habla de “comunidades cerradas” (y que en varios países latinoamericanos llamamos “residenciales”), Bauman señala que sus residentes usan dichos lugares para “estar ‘fuera’ de la desagradable, inquietante, vagamente amenazante y dura vida de la ciudad y ‘dentro’ de un oasis de calma y seguridad”, creando así una especie de guetos voluntarios. Pero ni siquiera estos guetos solucionan nuestro temor a la inseguridad y terminamos encerrados en casas con verjas en puertas y ventanas, muros altos con vallas electrificadas y amenazantes perros que espantarán a cualquier extraño.
Puede decirse entonces que la sociedad líquida sufre de “mixofobia”, la fobia a lo extraño y a la abrumadora variedad de tipos y diferentes estilos de vida que coexisten en las calles de las ciudades y en nuestros propios vecindarios. ¿O quién no se ha sentido más de alguna vez como un extraño en su propia ciudad? ¿Cuántas veces nos hemos preguntado cómo puede vivir la gente de la manera que vive, con hábitos y creencias que nos resultan incomprensibles?
Estos diferentes estilos de vida, lejos de disminuir, seguirán aumentando gracias a la globalización. En otros países, la mixofobia se convertirá en simple y llana xenofobia, donde migrantes y refugiados deberán rendirse a ser asimilados culturalmente por el nuevo entorno para hacerse menos visibles y por ende, menos vulnerables.
Bauman no propone alternativas, soluciones ni recetas para salir del atolladero actual y limita su papel a ser algo así como un “intérprete” de la vida, un observador que nos traduce lo que estamos viviendo. El balance final consiste nada más en asumir cómo está el mundo hoy en día y conocer el diagnóstico del estado de las relaciones humanas, en toda su diversidad.
Por lo tanto, el lector no encontrará aquí soluciones pero sí elementos para el análisis y el debate, pero sobre todo para la reflexión, tanto individual como colectiva. Pero a pesar de sus planteamientos y de abstenerse de plantear alternativas, no podemos decir que la visión de Bauman sea pesimista.
La expectativa de un mundo mejor y sobre todo de aquello que Kant llamó “la unidad universal de la raza humana” es un viaje que todavía estamos a tiempo de emprender, aunque no lo parezca. Y precisamente el análisis de Bauman nos puede llevar a concluir que es urgente, hoy más que nunca, iniciar la búsqueda del ideal de Kant, y que lo que está definitivamente descartado es no buscar ese ideal y no hacerlo de inmediato. Nuestra salvación como especie podría depender de ello.
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