lunes, junio 14, 2010

Lucia bailando para James Joyce

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El irlandés James Augustine Aloysius Joyce, mejor conocido como James Joyce, escribió dos libros paradigmáticos, de esos que siempre todos dicen que deben leerse porque son “obras maestras”: Ulises y Finnegan’s Wake.

Leer Ulises, un libro de casi mil páginas, no me fue tarea fácil. Había comprado los dos tomos de la edición de Bruguera, en la traducción de José María Valverde, en algún viaje que hice a la ciudad de México en el 84 o el 85. Por lo menos tres veces había intentado leerlo y no podía seguir. No lo entendía, me aburría. Pero pudo más la infinita curiosidad de descubrir por mi cuenta por qué era un libro tan importante para la literatura. Así es que lo seguí intentando.


Fue hasta casi 10 años después, en el 93, que alguna tarde se me ocurrió agarrarlo de nuevo. Y ya no pude parar. Devoré aquellos dos tomos en tres meses, después de los cuales sentí que había descubierto el agua tibia otra vez. Se me había abierto el horizonte como escritora.

Lo que aprendí del Ulises, lo que le debo como narradora, es lo que me hace considerar a James Joyce como uno de mis maestros literarios, de esos que te enseñan que en la escritura todo es posible si se sabe hacer. Que hay que salir de la zona de seguridad para no correr el peligro de estancarse como escritor y de repetirse a sí mismo, cansando a los lectores. Que te enseñan la audacia en la escritura. Y los felices accidentes que pueden ocurrir cuando uno se permite experimentar con la estructura narrativa, con las palabras, con las formas establecidas. De lo deliciosas que pueden ser algunas palabras, cuya combinación en alguna frase o párrafo, puede degustarse en la boca como un manjar oriental.

El moralismo reinante impidió que se publicara en Inglaterra, donde se decía que se trataba de una novela “inmoral” así es que su primera edición fue en Paris en 1922. En Inglaterra se publicó hasta 1936. En los Estados Unidos, donde el libro enfrentó una acusación de obscenidad, no se publicó hasta 1934.




De James Joyce es también Finnegan’s Wake, el libro que estoy leyendo. Y reitero a Joyce como mi maestro. ¿Qué aprendo ahora? Que como lectores, no siempre tenemos que entender una obra para disfrutarla. Que puedo leer un párrafo por mes y está bien. Y como escritores, que no siempre vamos a escribir cosas para que otros las entiendan, sino como un deleite, una faena y un gozo personal. Que no todo tiene que tener sentido (de hecho, muchas veces no lo tiene).

De Finnegan’s Wake se ha dicho mucho. Para muchos es una basura. Para otros es un interminable baúl de recursos literarios. Tiene la fama de ser el libro más difícil de entender de la literatura mundial, comparable en lo enigmático con el Jabberwocky de Lewis Carroll.


Joyce mismo decía que le había interesado retratar lo que ocurre en la mente mientras uno duerme. Lo cual parecía lógico tomando en cuenta que Ulises retrata un día en la vida de Leopold Bloom, más específicamente el 16 de junio de 1904, una fecha que se conoce ya como el Bloomsday, y que se conmemora con diversas y novedosas actividades alrededor del mundo, todos los años, por los amantes de esta obra. Así pues, James Joyce, en las dos novelas mencionadas, estudia la mente en vigilia pero también el subconsciente dormido, desde la oscuridad del sueño y acaso también, desde de la locura.

Finnegan’s Wake fue escrita durante 17 años y apareció en forma de libro en 1939. Comenzó a publicarse por entregas en un par de revistas. Pero tanto por entregas como en libro, las reacciones fueron negativas y de estupor por un texto que fue tomado como incomprensible. Joyce recibió incluso palabras muy subidas de tono de varios críticos por “irrespetar las formas tradicionales de la novela”.

Muchos pensaban que el autor le estaba tomando el pelo a todos, especialmente porque con las discusiones que había generado Ulises dijo: “He colocado tantos enigmas y rompecabezas en él, que mantendrá a los académicos ocupados durante siglos e intentarán argumentar lo que quise decir. Es la única manera de ganar la inmortalidad”. Nada modesto, pero profético totalmente, porque su obra se sigue leyendo y estudiando con la minuciosidad de quien siente puede encontrar ahí el secreto de la existencia o la piedra filosofal misma.

Algunos estudiosos han intentado demostrar que Finnegan’s Wake fue inspirado en Lucia, la hija que James Joyce tuvo con su esposa Nora Barnacle.


Lucia nació en Italia en 1907, dos años después que su único hermano. Nació bizca y algo frágil de salud, motivo por el cual la madre prefería a George, un muchacho plenamente saludable, que ya adulto se convertiría en alcohólico.

Lucia estudió danza, o en realidad “anti-danza”, un movimiento de ruptura contra las formas clásicas y tradicionales del baile de comienzos del sigo pasado. Llegó a bailar con suficiente talento como para entrenar con el hermano de Isadora Duncan. A comienzo de los años 30, tuvo amores con Samuel Beckett (entonces secretario de James Joyce), aunque no se sabe si hubo una relación real o si fue una obsesión platónica de ella. Lo cierto fue que Becket no alentó aquella relación debido a que Lucia ya mostraba síntomas de enfermedad mental. Luego a ella se le diagnosticaría con esquizofrenia.

Comenzó a ser atendida por Carl Jung en persona. Éste pensó, después de terminar de leer el Ulises, que tanto el padre como la hija estaban esquizofrénicos, llegando a decir que los dos “van hacia el fondo del río, con la diferencia de que uno sabe nadar y la otra se hunde”.

Durante los años que Joyce escribió Finnegan, Lucia lo acompañaba en la misma habitación, muchas veces bailando para su padre en silencio y sin música. Él solamente la observaba y tomaba notas.

Joyce quería atender personalmente la salud de su hija, pero el éxito que le había supuesto el Ulises y la velocidad con que sus ojos se deterioraban (un día finalmente quedó ciego), eran una presión muy grande para terminar el nuevo libro, que estaba siendo escrito junto con un par de asistentes.

Lucia tuvo que ser internada. En ese periodo es que empieza un frecuente intercambio epistolar entre padre e hija. Es también el tiempo de entradas y salidas de sanatorios mentales, de episodios piromaníacos, de tirarle una silla a su madre, de bajarle el zíper a los visitantes masculinos del hogar Joyce, de enviarle telegramas a gente muerta, de pintarse la cara de negro, de perderse durante días por Dublín, vagando y durmiendo en sus calles.

Su padre no escatimó jamás gastos ni mimos para atenderla e intentar mitigar los efectos de su enfermedad. Para 1935 se reporta que tres cuartas partes de los ingresos de James Joyce estaban destinados para la recuperación de Lucia. Cuando los alemanes invadieron Francia, la familia Joyce huyó a Suiza. James hizo un esfuerzo sobrehumano por llevarse a Lucia con ellos, quien estaba internada en una clínica en ese momento. No pudo lograrlo. Se cree que la tensión y el disgusto de no poder llevársela fue la que le ocasionó la perforación de la úlcera que, en 1941, terminaría con la vida de James Joyce.

En 1951, Lucia Joyce fue internada en el Hospital Saint Andrew de Northampton de donde ya no saldría más y donde moriría a los 75 años, en 1982.


Desafortunadamente toda la correspondencia entre padre e hija, y otros papeles, como diarios, tarjetas postales, poemas y los escritos de Lucia Joyce, fueron quemados por los herederos para proteger la honra familiar, ya que siempre se consideró a Lucia como una constante fuente de momentos incómodos y vergüenzas.

Descubrí esta complicada historia luego de que la lectura de la novela me moviera a buscar información para comprender el contexto desde el cual se origina. Explorando la biografía del autor, me encontré también con la historia de Lucia, que me era desconocida.

Hay una foto de Lucia Joyce que me gusta mucho. Fue tomada por la fotógrafa estadounidense Berenice Abbott. En ella, Lucia viste un pantalón enrollado a media pierna y una túnica y sombrero que parecen orientales. Paralizada en actitud de baile (piernas separadas, brazos alzados y las manos en ángulo recto, emulando los murales egipcios), vemos su cabeza desde el perfil izquierdo e inclinada hacia atrás junto con el torso.

Lucia tiene los ojos cerrados. Y me pregunto cuál era la música que sonaba dentro de su cabeza. E imagino a James Joyce mirándola bailar. Y en la esquizofrenia compartida que les sirvió de puente, de conexión mental y emocional y, que fluyó hasta materializarse en esa sorprendente obra que es Finnegan’s Wake.



(Publicado en La Prensa Gráfica, revista Séptimo Sentido, 13 de junio de 2010).




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