La luz está compuesta por finas navajas voladoras que rasgan, al contacto, tus glóbulos oculares.
Tu cabeza es yunque para un martillo. Caja de percusión para todo ritmo.
El sonido es un fluir de agujas invisibles que pincha tus tímpanos.
Cierras los ojos y tienes alucinaciones geométricas y de colores estridentes. Serían bellas las alucinaciones si no dolieran tanto.
Duermes y la oscuridad del sueño se llena de incongruencias que provocan angustia. Un sueño pastoso, profundo, incómodo.
Alucinas. Imaginas cosas. Piensas: si la cabeza pudiera desatornillarse, la dejarías puesta sobre el librero, hasta que pasara el dolor.
Pero luego, tendrías que deshacerte también del asco en el pecho, ése que no te permite comer ni un bocado.
Ves luces. Ves círculos morados y franjas azul cobalto.
El dolor es la suave sábana que acaricia tus órganos y que te permite percibir formas exactas: reconoces la redondez de tus ojos, la profundidad de tus cuencas, la profundidad y las curvas del cerebro.
Sabes que va a llover. La presión del agua en las nubes es la misma presión que sientes en tu cabeza. El dolor no va a ceder hasta que ceda el agua, es decir, hasta que caiga una buena, fuerte, feroz tormenta.
Por qué sientes en tu cabeza la presión de las nubes, no lo sabes. Te preguntas si eres pariente de las nubes. Te preguntas si tu cabeza es una nube. Y si tu cabeza es una nube, ¿son tus palabras agua? ¿Son tus pensamientos agua? ¿Es llorar llover?
La migraña es un camino lleno de piedras duras, secas, filosas. Algo así como caminar descalzo dentro de un cuento de Juan Rulfo. Espinarse. Y doler. Cortarse. Y doler. Tropezar. Y doler. Caerse. Y doler. Dormir. Y doler. Soñar. Y doler.
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