lunes, diciembre 08, 2008

El derecho al ocio

Pareciera que de todo se nos inculca y habla en la vida menos del derecho a descansar. Desde niños se nos dice que debemos trabajar, estudiar, acumular, proveer, invertir, consumir, tener. La vida completa es un continuo hacer. Siempre hay que “estar ocupado”, haciendo algo. Y cuando nos detenemos un rato a no hacer nada o a hacer algo que pensamos no es productivo, útil o “importante”, nos invade la culpa. Dicha culpa es una conducta aprendida, impuesta por nuestros padres, nuestros maestros o por el entorno mismo: no hacer nada “útil” es señalado como pereza, y la pereza es la madre de todos los vicios, según reza un conocido dicho.

Hay gente que posterga sus vacaciones una y otra vez. Creen que su trabajo y su posición en la vida son “demasiado importantes y vitales” y que si se ausentan, las cosas pueden salirse de control, desordenarse, atrasarse. Ya puestos en vacaciones, hay muchos que nada más hacen la pantomima: se llevan la computadora portátil a la playa, están chequeando sus correos en un café Internet, duermen con el celular debajo de la almohada porque puede haber “una emergencia” o “aprovechan” ese tiempo que supuestamente debería ser para descansar y reponer energías en hacer cosas pendientes o algún trabajo extra para poder aumentar el ingreso mensual.

Hay gente que de veras no puede desconectarse nunca, que vive a un ritmo interno acelerado, enajenado, y en cuya prisa interior se desarrolla una falsa identificación entre lo que se hace y lo que se es. Y digo “falsa identificación” porque hay gente que cree que es lo que representa, es decir, una imagen, un status, un trabajo, un ingreso económico o una posición social dentro del enmarañado escenario de la vida.

¿Cuántas personas se deprimen tanto al retirarse de sus trabajos que al poco tiempo terminan enfermos y hasta muertos porque no saben qué hacer con sus horas ni con su vida, porque consideran que si ya no “trabajan” ya no son “importantes”, ya no son “alguien”? ¿Cuánta gente vive con culpa los días en que se enferma o en los que no le dio la gana hacer absolutamente nada y se sentó a ver televisión, a mecerse en una hamaca a pensar o a soñar despierto? ¿Será quizás que preferimos estar atados a ese torbellino de actividades porque nos da miedo quedarnos a solas con nosotros mismos y escuchar nuestra voz interior? ¿A qué se dedicaría la humanidad si no existiera eso que llamamos trabajo?




Hay actividades del ser humano que son menospreciadas por considerarse “inútiles”, como el arte o el deporte, actividades que supuestamente tienen menos valor o importancia porque no constituyen parte de ninguna cadena de producción (léase: producir ganancias económicas).

Precisamente es la sociedad productiva la que nos ha impuesto conductas que distorsionan el verdadero sentido de la vida. Si bien es cierto dedicarse a un trabajo que satisfaga nuestras necesidades básicas es algo necesario, se constituye en un verdadero privilegio el poder hacer lo que nos gusta en la vida y vivir de ello con dignidad. O de trabajar en algo que realmente nos apasione y que sea, más que un trabajo, un mecanismo de realización personal y de puesta en función de nuestros talentos. Desafortunadamente, los trabajos que ejercemos para ganar nuestro sustento son, las más de las veces, verdaderas formas de esclavitud, donde vendemos nuestra salud física y mental pero sobre todo, nuestro tiempo (y por ende, nuestra vida). O sea, le vendemos nuestra vida a extraños para poder comer y mantener a los nuestros.

Es entonces cuando el ocio resulta más importante. Un elemento indispensable para no perder la cordura, para mantener el balance, para liberarnos del stress de un trabajo que poco o nada tiene que ver con nosotros, con nuestra esencia, con nuestros talentos, con nuestro potencial. Un espacio que nos permita no desperdiciarnos a nosotros mismos en nuestro brevísimo paso por el mundo.

Pero ojo: no confundamos ocio con pereza. Hay que considerar el ocio como un espacio necesario para balancear el trajín cotidiano y procurarnos actividades que contribuyan a nuestro crecimiento intelectual, creativo y espiritual. No sólo hay que aprender a desconectarnos del trabajo y de sus obligaciones, sino que también tenemos que aprender a descansar, a relajarnos, a dejar el trabajo en el lugar donde pertenece: en la oficina, en la fábrica, en el negocio o donde sea que realicemos nuestras labores.

El mundo no se acabará si dejamos de leer correos electrónicos durante una semana o dos o, por lo menos, los fines de semana. Absolutamente nada terrible va a ocurrir si dejamos el teléfono celular en casa o lo apagamos mientras hacemos la siesta. Y no somos tan increíblemente importantes como para que no podamos desaparecernos unas horas o unos días para hacer algo absolutamente placentero.

Aristóteles decía que el trabajo y el descanso son necesarios pero consideraba que el descanso era preferible. El reposo o el cese de las actividades, a lo que Aristóteles también llamaba “juego”, proporciona alivio para el intelecto fatigado: “El juego es principalmente útil en medio del trabajo. El hombre que trabaja tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene otro objeto que el procurarlo. El trabajo produce siempre fatiga y una fuerte tensión de nuestras facultades, y es preciso, por lo mismo, saber emplear oportunamente el juego como un remedio saludable. El movimiento que el juego proporciona afloja el espíritu y le procura descanso mediante el placer que causa”.

Según el filósofo, el ocio puede asegurarnos el placer, el bienestar y la felicidad. Pero éstos son “bienes” que están al alcance únicamente de aquellas personas que aprenden a estar descansadas. Y sus reflexiones son tan válidas hoy como lo fueron en su tiempo: ¿Realmente somos más felices mientras más trabajamos, mientras más bienes acumulamos, mientras más logramos a nivel social? ¿Puede haber calidad de vida en una sociedad cuyos individuos viven estresados, angustiados pero sobre todo, cansados?



(Publicada domingo 7 de diciembre en Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica).

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