25 de septiembre de 1972. En el 980 de la Calle Montevideo de Buenos Aires, departamento C del séptimo piso, 50 pastillas de Seconal sódico son ingeridas por una mujer de 36 años que teme a la locura y a la vejez, que está deprimida y también desencantada de la poesía (“dediqué mi vida a la poesía y ahora descubro que la poesía no le importa a nadie”).
Lo único que tiene es su nombre, Alejandra Pizarnik, que fue el que se dio a sí misma a partir de su segunda publicación, guardando para el recuerdo el que le habían dado sus padres, Flora, y el verdadero apellido, Pozharnik, alterado por un error de registro, hecho frecuente entre los funcionarios de migración de Argentina, cuando admitieron a sus padres, una pareja de judíos rusos que huyeron de Europa justo a tiempo, es decir, antes del holocausto donde, en efecto, murió gran parte de la familia que quedó atrás.
En junio del 71, poco más de un año antes, Pizarnik había ingerido una sobredosis de barbitúricos pero fue encontrada a tiempo como para ser llevada a un hospital a hacerle un lavado de estómago. A partir de entonces frecuentaría clínicas y tratamientos para tratar de aliviar su persistente depresión.
Su familia siempre estuvo consciente de que algo pasaba con Buma o Blímele, diminutivo cariñoso en yiddish con el que llamaban a la entonces aún Flora: era tartamuda, asmática, muy tímida, tenía acné, era bajita y también un poco gorda. Ella se consideraba además a sí misma como fea e inadaptada.
A los 15 años comienza a fumar y la obsesión por su sobrepeso, la hizo consumir anfetaminas, fácilmente adquiribles en las farmacias, y que se utilizaban como tratamientos contra la obesidad.
Las anfetaminas seguirían acompañándola durante sus años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, prolongando las noches de desvelo en las que intenta estudiar letras pero que después deja para estudiar pintura con Juan Battle Planas. Lee todo lo que cae en sus manos, se fascina por el surrealismo y acude al psicoanálisis para explorar sus obsesiones, una de ellas, la infancia perdida.
Su primer libro de poemas será financiado por su padre quien además paga las clases de pintura, el psicoanálisis, algunos dicen que la publicación también de sus dos siguientes libros y eventualmente el viaje que la llevará a Paris en 1960. Siempre mantendrá una dependencia económica con su familia, dependencia que odia pero que al mismo tiempo le sirve como un refugio de seguridad al que siempre puede recurrir.
En los cuatro años que vivirá en Paris conocerá a Julio Cortázar y a Octavio Paz, con quienes tendrá fructíferas amistades. Cortázar la apoda cariñosamente “bicho”. Paz prologa su libro Árbol de Diana en 1962, uno de sus mejores trabajos. Pizarnik trabaja para la publicación de Cuadernos para la liberación de la cultura como correctora de pruebas y colabora en La Nouvelle Revue Francaise, Les Lettres Nouvelles y Zona Franca de Caracas. También publica en Sur de Argentina.
Es uno de sus momentos más productivos como escritora pero también, uno de pobreza y preocupaciones. Vive en un cuarto minúsculo, apenas le alcanza el dinero (enviar una carta le supone privarse de almorzar), maldice los trabajos que tiene que hacer para sobrevivir y que le quitan las horas para poder escribir. A pesar de ello, goza de sus amistades intelectuales y de caminar bajo el cielo gris de París que, de alguna manera, refleja su estado interior.
Sus cartas de esa época reflejan una dualidad de euforia por lo que escribe y angustia por lo material: “Yo ando mejor que nunca. Escribo, publico en las revistas de aquí, –y– lamentablemente, trabajo en sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche”.
Tiene que regresar a Argentina, apurada por su familia. Su padre está mal de salud. Pizarnik vuelve en el 64 y su padre muere en 1967. Se muda con su madre a un apartamento en Buenos Aires que ésta compra. Va publicando lo que ha escrito en París, Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de la locura, poemas que demuestran su madurez como poeta. Gana también premios de poesía y una Beca Guggenheim que dilapida sin miramientos. Hace dibujos que recuerdan a los de Paul Klee y a los de García Lorca.
Hace un breve viaje a Nueva York (“New York me horrorizó”) y luego a París, adonde añoraba volver, pero se decepciona de lo que encuentra. París está “desposeída de su antiguo encanto literario”. Se reencuentra con Cortázar pero, según le escribe a un amigo, “está sumamente politizado desde hace un tiempo. Por lo tanto, si quieres que te responda, escríbele en términos de rebelde enamorado de Cuba mezclado con algo de Rimbaud y sobre todo de Lautréamont. No me estoy burlando de Cortázar, a quien tanto quiero, pero no creo en sus dotes políticas (ni seguramente él tampoco a pesar de sus esfuerzos por engañarse)”.
De regreso a Buenos Aires, casi no publica y la depresión la abruma. Pese a ello, logra trabajar en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Es 1970, el año en que muere Janis Joplin y de quien Alejandra es devota. Amigos cuentan que solía escuchar su música a todo volumen durante horas enteras. Alejandra le escribe un poema:
a cantar dulce y a morirse luego
no:
a ladrar.
Así como duerme la gitana de Rousseau
así cantás, más las lecciones de terror.
Hay que llorar hasta romperse
para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia
eso hiciste vos, eso yo.
Me pregunto si eso no aumentó el error.
Hiciste bien en morir.
Por eso te hablo,
por eso me confío a una niña monstruo
Al año siguiente, el proceso terapéutico que diseña Pichon Rivière mejora temporalmente la situación de Alejandra. O por lo menos eso parece. Sin embargo, ese año publica dos libros, La condesa sangrienta y El infierno musical, donde las alusiones a la muerte y sobre todo al suicidio son evidentes. En el segundo de los libros mencionados, Pizarnik escribe: “El soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra. Palabra o presencia seguida por animales perfumados; triste como sí misma, hermosa como el suicidio; y que me sobrevuela como una dinastía de soles”.
Decae y no podrá recomponerse de nuevo. Se la pasa recluida, rechaza la luz, vive de noche, su mundo es de tinieblas. Escribe cartas y poemas incoherentes. Entra y sale de hospitales, de clínicas, de tratamientos. A mediados de 1972 estuvo internada cinco meses en el Hospital Siquiátrico Pirovano de Buenos Aires y en un permiso para pasar el fin de semana en su casa, toma el Seconal.
Sus diarios personales fueron mutilados por la familia para evitar que se supiera sobre su homosexualidad y sobre sus fantasías eróticas de contenido sadista y obsceno. Así mismo, los diarios ya habían sido editados años antes por la misma Alejandra, quien borró algunas partes que no le hubiera gustado ver publicadas.
Sin embargo, hay muchos retazos de Alejandra Pizarnik que la sobreviven pese a sí misma. Como esta anotación de su diario escrita alrededor de un año antes de morir: “Abandono de todo plan literario… Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana… sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”.
En aquella habitación, junto a su cuerpo, encontraron escrito en un pizarrón: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Su cuarto estaba lleno de muñecas destartaladas y maquilladas, libros que se apiñaban por todas partes, lápices de colores que ella coleccionaba como manía personal y los papeles dispersos de sus últimos escritos.
(Publicado en C.A. 21, número 5 de la serie El Club de los Escritores Suicidas).
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