lunes, mayo 17, 2010

Ciudades perdidas

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En el capítulo 22 de su libro Estambul, ciudad y recuerdos, el escritor turco y ganador del Premio Nobel de Literatura 2006, Orhan Pamuk, cuenta que cuando era niño tomó el hábito de contar los barcos que miraba pasar en el Bósforo. La descripción es tan vívida que podemos visualizarlo, apoyado en algún balcón, viendo hacia el agua y contando los barcos.

Pocas páginas después de ese párrafo nos encontramos con una fotografía donde se ve a un muchacho apoyado en un balcón. Al fondo de la foto se ve, por supuesto, el Bósforo y un par de barcos. Suponemos que el muchacho de la foto es el joven Pamuk.

El autor cuenta que comenzó a tomar nota en un cuaderno de todos los barcos que iban y venían. Luego se enteró de que su manía no era original, que su hermano, amigos y conocidos también contaban los barcos del Bósforo.


Algo fascinante hay en ese inocente ejercicio de contar barcos. Quizás porque cada uno encierra el secreto de su origen, de su destino, de sus tripulantes, historias que comenzamos a imaginar y que ocurren en puertos y ciudades de nombres impronunciables; o el afán que, para los que sufrimos el vicio de viajar, se transforma en una búsqueda y en un movimiento que se resiste a terminar o que ansía con llegar al puerto soñado




Comprendo la calidad y la melancolía de este juego. Yo también conté barcos alguna vez. Eso fue en Saint-Nazaire, Francia. Viví seis semanas en un apartamento ubicado en el décimo piso de un edificio en la desembocadura del Loira, cerca de Nantes, en Francia.

El apartamento tenía un balcón con una panorámica excepcional: el río, las esclusas para la entrada de los barcos, el astillero (cuando yo estuve ahí, se construía el Queen Mary 2 y lo miraba desde mi apartamento), el puente, la ciudad. Eso fue en el año 2000, cuando estuve becada como escritora residente por la Casa de los Escritores Extranjeros y los Traductores.

Yo también comencé a tomar nota sobre cada barco que entraba o salía. Anotaba el día, la hora, el nombre del barco y su puerto de origen (muchos llevaban anotado, en letras más pequeñas, debajo del nombre del barco, el nombre de la ciudad). Y luego anotaba cualquier detalle que me llamara la atención como cuántos remolcadores lo acomodaban en la esclusa, el nombre de los remolcadores (que, junto al barco, parecían indefensos artefactos quebradizos), qué tipo de carga llevaba el barco, el olor que despedían sus humos, el detalle de alguna bandera (que a veces hasta dibujaba), el color del barco.

Los barcos entraban y salían a cualquier hora, y tal era mi manía que, si algo entraba de madrugada, me levantaba corriendo cuando escuchaba el timbre que anunciaba el paso de un barco, tomaba mi cuaderno de apuntes, y me disponía a pasar entre media y una hora viendo el trajín correspondiente.

A veces también anotaba cosas que se me ocurrían, como con un barco llamado Jonás, en que anoté: “Jonás es una inmensa ballena verde”. O con otro, llamado Alí Baba: “Como buen ladrón, Alí Baba entra de madrugada y sale de madrugada. Se desliza sobre el agua en silencio, sin agitarla. Pareciera que flota, que levita sobre el elemento, que resbala por una inmensa superficie estática”.

Pamuk escribe en el mismo capítulo 22: “Cuando me voy de Estambul, a veces pienso que mi deseo de volver lo antes posible a la ciudad se debe a que quiero seguir contando barcos”.

Y coincido: qué bueno sería volver a cualquier lugar donde alguna vez contamos barcos.



En Estambul, Pamuk ha tenido la gran habilidad de recrear su infancia al compás de la ciudad en que ha vivido toda su vida y desde donde, nos lo confirma en una que otra línea, escribe precisamente las memorias que tenemos entre manos.

Parecería que es imposible que un lector de cualquier país se conecte con las memorias de un chiquillo en Turquía. Pero lo que permite que un salvadoreño, por ejemplo, pueda identificarse con un niño turco son esos recuerdos que subsisten a través del tiempo y que Pamuk relata con tanto acierto. El relato de los juegos infantiles, las peleas con el hermano, el primer amor, las escapadas de la escuela, disparan los recuerdos del propio lector porque son cosas que todos hemos vivido aquí y en la Cochinchina.

De Estambul, Pamuk nos describe la visión de ilustres visitantes de Occidente (como Flaubert, Gautier y Nerval, entre otros) y la de los diversos personajes intelectuales de Turquía misma, visiones contrastantes que, juntas, conforman un cuadro panorámico de la ciudad, del Bósforo y de sus diferentes barrios y habitantes, un macro y un micro retrato de la ciudad.

Uno de los puntos en los que Pamuk insiste es en subrayar el vínculo que une a los habitantes con la ciudad: el hüzün, una palabra de difícil traducción. Podría definirse como una mezcla de melancolía y amargura, aunque comprende toda una actitud de derrotismo, de conformismo, de silencio, de lo abrumador que resulta el pasado imperial para sus habitantes, muchos muy pobres, que ven cómo poco a poco la ciudad cambia su rostro, muta sus edificios y casas, conserva algunos vestigios desvencijados de glorias pasadas y trata de adecuarse a esa occidentalización irremediable que sufre Estambul.

Estambul le otorga a la ciudad la categoría de personaje, donde la sombra del fenecido imperio otomano parece seguir vertiendo sobre sus habitantes un veneno llamado amargura.


El libro viene acompañado de muchas fotos, todas en blanco y negro, tomadas de archivos locales, y de la colección familiar de la familia Pamuk, complementando visualmente las descripciones del autor, contribuyendo al ánimo a veces melancólico del libro, pero donde también se encuentra una ternura subyacente en la delicadeza con que describe las múltiples facetas de la ciudad.

El tono melancólico de la narración adquiere diversas intensidades. Hay espacio para el humor pero también para la crítica hacia sus conciudadanos (no deja de llamarlos “amargados”, aunque él mismo se considera como tal también).

Las descripciones de sus paseos por la ciudad, a solas o acompañado de alguno de sus familiares o amigos me remitieron a una serie de recuerdos personales. Me fue inevitable recordar el San Salvador de mi infancia, una ciudad totalmente diferente a la de hoy en día y que conocí, sobre todo, de la mano de mi padre.

Sentí una perturbadora dicha al pensar que por lo menos tuve el gusto de conocer la ciudad cuando era limpia, sin ninguna venta callejera. Lo curioso es que la descripción que hace Pamuk al inicio del capítulo 34 (titulado “La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo”), no es demasiado diferente al San Salvador actual:

“Todos los parques se transforman en un momento en eriales fangosos e insípidos, las plazas cubiertas de postes eléctricos y paneles publicitarios en fríos espacios de cemento y la ciudad en un lugar tan completamente vacío como mi alma. La suciedad de los callejones, el hedor que se extiende por toda la ciudad desde los contenedores de basura abiertos, los infinitos socavones en calles y aceras, las subidas y bajadas, todo ese desorden, esa confusión y ese caos que convierten Estambul en ella misma me provoca la impresión de que no es la ciudad la insuficiente, mala y deficiente, sino mi vida y mi alma”.

Dice también Pamuk: “¡Puede que queramos la ciudad en que vivimos, como queremos a nuestra familia, porque no nos queda más remedio! Con todo, tenemos que inventarnos qué es lo que nos gusta de ella y por qué”.

Las ciudades pues, todas ellas, las más bonitas, las más antiguas, las más sucias, las más espantosas, son ese regazo donde nos ha tocado, por azares del destino, nacer al mundo, vivir sudores y arrebatos, lecciones y fracasos, muerte y vida.

Cada quien hablará de su ciudad como mejor le apetezca, como mejor la sienta o la perciba. Cada quien la vive y la describe de manera diferente, pero el común denominador está en las historias colectivas que la memoria urbana ha ido acumulando en la pintura descascarada de sus paredes.

Me pregunto si algún día alguien podrá escribir un libro que hable con la misma dura ternura sobre la ciudad de San Salvador y que no esté lleno de reproches, cinismo y amargura, ese mismo sentimiento que forma parte del veneno que nos une con nuestra rabiosa ciudad. Bien nos haría recordar que San Salvador fue una agradable ciudad donde se podía caminar sin miedo y comenzar por fin a conocer las historias que guardan sus calles y edificios, testigos secretos de nuestra propia historia.



(Publicado en revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, domingo 16 de mayo 2010).



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