Hace un par de meses necesitaba imprimir un documento, pero cuando encendí mi impresora, no pasó nada. Apreté una y otra vez el botón de encendido y la máquina no respondió. Revisé cables, conectores, moví el aparato y lo intenté en otro enchufe. Nada. Tuve que ir a imprimir mi documento a un café internet.
Pasaron los días. De vez en cuando me acordaba del asunto, intentaba encender la máquina, que seguía sin funcionar, y no sé por qué concluí que lo que estaba malo era el cable que se conectaba a la corriente y que debía comprar otro.
Fui a un par de negocios buscándolo, pero los que me atendían me decían que no vendían ese tipo de cable, que iba a ser imposible conseguirlo y que mejor pensara en comprar una nueva impresora. Me parecía insólito que, tan con la mano en la cintura, me dijeran que me comprara otra, como si el dinero creciera en los árboles. Además tenía la impresión de que la máquina, que en realidad era una multifunción (impresora, escáner y copiadora), no estaba tan desvencijada. La había comprado hacía cosa de 3 años y no la había usado demasiado.
Rendida, fui al representante oficial de la marca de mi aparato, convencida de que solo ellos podrían rescatarme de aquel percance que estaba durando demasiado. Mi impresora me hacía falta y aquello de ir a pagar por impresiones en un café internet no podía continuar. Fui a dejar el aparato.
Pocos días después me avisaron que no podría arreglarse. Que la tarjeta estaba dañada y que ellos no vendían dicho repuesto. “¿Y eso qué significa?”, le pregunté a la tipa que me atendió. “Bueno, que tiene que desecharla”. “¿Cómo que desecharla? ¿Me está diciendo que la tire a la basura?” “Pues sí”, contestó ella, visiblemente incómoda por el uso de una palabra tan ordinaria como “basura”.
Le pregunté dónde bota uno su impresora vieja. Me dijo que podía dejarla allí, que ellos “dispondrían” de la multifunción. Sentí como si habláramos de un muerto. Supuse que ellos la ocuparían como repuesto para otros aparatos del mismo modelo. Y que yo, ni modo, tendría que ir a comprar otra impresora.
Ese asunto me dejó pensando seriamente en lo que una querida amiga llama la “sociedad de desecho”, que es algo así como el estadio superior evolutivo de la sociedad de consumo que hemos reconocido ser. Porque no se trata solamente de que compramos con particular entusiasmo el último modelo de celular, de computadora, de televisor o de cualquier aparatejo que nos pongan enfrente, sino que esa compra implica que botamos lo viejo sin parpadear, a pesar de que nos quejamos de que todo está caro y de que el dinero no alcanza para nada.
Lejos están aquellos tiempos en que uno se iba a un tallercito de la vecindad donde alguien se encargaba de abrirle las tripas a cualquier tipo de máquina, de arreglarla y de devolvértela de manera que pudiera durarte otro poco de años. De hecho, los aparatos de antes duraban eternidades, parecía que no se arruinaban nunca y cuando lo hacían, tenían todavía una perspectiva de vida regular después de una reparación.
Ahora todo está construido con materiales frágiles. La vida útil de los aparatos dura cada vez menos. Por supuesto, ahí está el negocio, en que un aparato se arruine rápido y de una manera tan fulminante que no quede más remedio que comprar otro, como le pasó a mi multifunción.
El afán del ser humano por crear aparatos más eficientes, veloces, funcionales y además estéticamente atractivos parece haber obnubilado con tanta euforia a sus creadores y consumidores que nadie se pone a pensar qué se hará después con todos esos chunches cuando se conviertan en “material muerto”. No contamos con lugares donde disponer de manera adecuada de nuestros aparatos vencidos, detalle particularmente grave si queremos tomarnos en serio aquello de la contaminación, el calentamiento global y demás trágico etcétera.
Toda esa basura terminará, por lo general, en algún botadero, durando más años que nuestros huesos gracias al plástico, metales y otros componentes de los mismos. Y seguirá emitiendo contaminantes por el simple hecho de estar interactuando con el medio ambiente.
Supongo que las “hueseras” y lugares donde compran objetos usados son una alternativa. Quizás estos lugares incluso se tomen el trabajo de reparar esos aparatos para revenderlos. En algunos países hay empresas que compran aparatos vencidos, pero no es algo generalizado ni tampoco se extiende a todo tipo de objetos. Sé de empresas telefónicas que ofrecen buzones para depositar los celulares y cargadores que ya no sirven o no se usan, pero no sabría dónde ir a depositar mi refrigeradora arruinada o mi televisor fundido, por ejemplo. En contraste, también supe de una distribuidora salvadoreña para una reconocida marca internacional que lanzaba al mar todo el material electrónico descartado. No sé si dicha práctica continúa, pero no se asuste si un día usted está bañándose en el mar y se le atraviesa... ¡una impresora!
Cuando el espacio me lo ha permitido, he optado por guardar los trastes vencidos en mi casa, con la consiguiente crítica de algunos amigos que me dicen que estoy “acumulando basura”. En parte, me parece más conveniente guardar los aparatos muertos en mi casa que tirarlos a la basura, porque el hecho de que estén fuera de mi vista no significa que hayan “desaparecido” o que se disponga de ellos adecuadamente. Lo malo es que con mis continuas mudanzas muchas de esas cosas terminan, inevitablemente, en un botadero.
Finalmente no tuve más alternativa que dejar a mi difunta multifunción en el taller. Me sentí traidora por abandonarla entre un montón de extraños que dispondrían de ella como se les diera la gana, que la deshuesarían, desmontarían y degradarían a pedacitos, eso si no la arrojan al mar. Después fui a comprar una nueva impresora para comenzar otro ciclo de vida de un futuro habitante del basurero municipal. Vamos a ver cuánto me dura.
(Publicada domingo 28 de septiembre en Séptimo Sentido, revista de La Prensa Gráfica, El Salvador. Para una mejor apreciación de la revista, le recomiendo consultar su versión en e-paper).
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