Siempre que viajo tengo la extraña sensación de que vivo en una dimensión paralela pero ajena a “la vida real”. Me desconecto tan completamente de todo, a pesar de que veo noticias y leo el periódico, que las cosas parecen ocurrir más lejos de lo que ocurrirían si yo estuviera en lo que uno llama “casa”. No es que ocurran en otro planeta, ni en otro país, sino que ocurren exactamente allí, en mi vida que no es la de siempre pero en una dimensión paralela, en una dimensión ajena a la realidad. Ocurren “allá donde vivo” pero no ocurren “aquí donde estoy”. Como si la realidad cotidiana fuera la única “real” y la realidad pasajera de un viaje fuera irrealidad.
Quizás esa sensación viene de la desconexión o del rompimiento absoluto de las rutinas. Estar en otros lugares, ver otras gentes, comer de la manera en que uno no come usualmente, hacer cosas en otro horario… la realidad se trastoca. Ese rompimiento de la rutina muchas veces me parece mucho más agradable, aunque no sé cuánto tiempo sería capaz de soportarlo. Vivir sin horario, sin obligación, haciendo las cosas con una flexibilidad limitada de tiempo (es decir, hay un límite y es la fecha de partida). En fin, yo me entiendo.
Todo esto para decir que, en medio de un periódico me encontré una muy discreta nota sobre el suicidio de David Foster Wallace, un escritor bastante desconocido en nuestras latitudes. De toda la gente que conozco sólo hay uno que yo sé lo ha leído.
A Foster Wallace lo leí hace años. Un librito llamado Brief Interviews with Hideous Men (Entrevistas breves con hombres repulsivos). Lo leí (y me lo hice traer de los USA), porque había leído maravillas sobre el tipo. Me llamaron la atención algunas historias, su sentido bastante irónico y cáustico del humor y algunos recursos como la utilización de notas al pie de página o de un tono tan serio que no sabías si lo que leías era un ensayo, una nota de periódico o qué. Es un libro que todavía conservo, por cierto. No volví a atravesarme con nada suyo en el camino. Y tampoco volví a saber mucho de él.
En fin, la esposa lo encontró ahorcado en su casa el viernes pasado. Tenía 46 años. Y su novela Infinite Jest o La broma infinita fue incluida en una selección de críticos del Times como una de las mejores 100 novelas desde 1923 al día al presente.
miércoles, septiembre 17, 2008
Las dimensiones paralelas y el suicidio de David Foster Wallace
martes, septiembre 16, 2008
Sin fecha de vencimiento
Una de las grandes lecciones de vida que me dejó mi padre, sin enunciarla expresamente, fue que la edad no es impedimento para hacer absolutamente nada. Tuvo su último hijo a los 63 años, compró su primera computadora a los 90, manejó hasta los 94 años y viajó y cruzó el Atlántico más de una vez todavía en su ochentena.
Mi padre no fue un hombre de sueños extraordinarios ni obsesiones rocambolescas, pero nunca tomó una actitud derrotista ante su edad. Creo que de hecho no tenía consciencia de ella. Aunque desde niña siempre le escuché decir que estaba “viejo” y que “ya se iba a morir”, duró todavía 40 años con una salud envidiable, sin hacer referencia precisa a sus años, sin celebrar su cumpleaños pero, sobre todo, sin permitir que su edad definiera lo que debía o no hacer en la vida.
Crecer junto a una persona así hace que uno asuma ciertas cosas como naturales. Heredé y asumí esa inconsciencia de la edad. Nunca celebro mi cumpleaños. Me siento bastante menor de los años que tengo. No he cambiado mis hábitos o actitudes nada más que porque el calendario dice algo que no siento. Trato de vestir “como yo” y no como “una persona de mi edad”. Cuando cumplí los 40, lo celebré haciéndome un par de tatuajes (y tatuarse es solo para jovencitos, ¿verdad?). Y no descarto otro tatuaje para conmemorar los 50.
Conozco a “ancianos” de 40 años que asumen una actitud derrotista y se ponen en plan de “las cosas que hay que hacer a nuestra edad”. A mujeres que creen a pie juntillas que de los 35 en adelante hay que, obligatoriamente y en una actitud de autocastigo, cortarse el pelo y dejar de teñirlo, que hay que vestir de colores oscuros y de manera discreta, quemar los blue jeans y las blusas con escote o sin mangas. Gente que renuncia a los planes y sueños de toda una vida porque considera que “ya el tiempo pasó” y se resigna a una rutina de vida que los consume en la frustración y en una vida gris y sin alicientes. Algo que me causa un rechazo visceral. De gente así, ancianos en cuerpos jóvenes, huyo como de la peste.
Estoy convencida de que detrás de la edad hay una actitud personal. Aquel dicho de que la juventud está en el corazón tiene mucho de cierto. Mantener esa juventud en el corazón es el resultado de un trabajo de autoobservación constante, un no rendirse ni dejarse abatir ante la vida, una manera de seguir creyendo en todo aunque el entorno se presente imposible. Mientras se esté vivo puede seguirse construyendo, soñando pero sobre todo realizando o, por lo menos, intentando realizar.
Es un esfuerzo constante y, no lo niego, difícil. Demasiadas veces dan ganas de rendirse, de bajar los brazos y decir “bueno, que la vida haga lo que quiera conmigo”. Pero nada me parece más dramático y triste como que alguien muera con la frustración o el arrepentimiento de las cosas no realizadas o ni siquiera intentadas.
La sociedad no ayuda. Vivimos en un tiempo donde se nos imponen distorsionados parámetros de belleza, inteligencia, capacidad y desarrollo. La belleza física parece que solo les corresponde a los menores de 20. Una persona que se enamore a los 50 o más años se supone ridícula. El amor no es para “los viejos”, mucho menos el sexo. Las empresas favorecen empleo para los menores de 30, muchas veces descartando a personas con más experiencia o preparación, solo porque ya pasan de cierta edad. Si hay recortes de personal en algún lugar, los mayores de 40 tiemblan. Para los escritores y artistas hay restricciones de edad para acceder a becas o a residencias.
Para las mujeres, el peso de la edad es todavía peor. Una mujer que esté sola a los 40 es señalada con términos despectivos como “solterona” o “cuarentona”. Si la menopausia la arrastra a la obesidad, está frita. Ni qué decir de su rostro, sus tetas o su trasero. Si las cosas no están en su lugar, se la condena a la soledad y al destierro emocional y aun así, encontrar pareja después de cierta edad es virtualmente imposible. Los hombres las prefieren jóvenes, muy jóvenes.
¿Y qué hacemos con nuestros mayores? Las más de las veces los toleramos con fastidio, nos burlamos de sus opiniones y de su manera obsesiva de recordar el pasado y, si podemos, los relegamos a asilos que degradan su condición de seres humanos al de simple estorbo biológico, donde con toda seguridad, su tiempo de vida se acorta por la depresión de verse relegados al ocultamiento y a pésimas condiciones de vida entre un montón de extraños.
Lo que más me llama la atención del constante desprecio que veo y vivo en carne propia sobre la edad es que, por lo general, viene de gente menor, de gente que no cumple todavía los 40. ¿Nunca se ponen a pensar que para ahí vamos absolutamente todos? ¿Y que, en último caso, todo ser humano, no importando si es hombre o mujer, no importando su edad ni su condición económica, racial, opción sexual, política o religiosa, merece simple y sencillamente nuestro respeto?
Pareciera como que si no lograste “el triunfo” antes de cumplir los 40, deberías de ir comprando tu ataúd y sentarte a esperar discretamente y en un rincón oscuro tu muerte, porque ya no estás en capacidad de hacer nada más.
Por desgracia, somos juzgados a partir de nuestra edad y no por nuestros talentos, nuestra personalidad y nuestras cualidades. Somos juzgados por nuestra apariencia, un parámetro de medida tan volátil que hoy somos requeridos y mañana despreciados. Olvidan muchos que las personas no tenemos fecha de vencimiento ni de descarte, muchos menos si viene impuesta desde afuera y por extraños.
Solo por eso, cuando cumpla 80, me tiro en paracaídas. Eso sí, abrazada a un guapo y musculoso galán, faltaba más.
(Publicado el domingo 14 de septiembre en Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica de El Salvador).