Los primeros en llegar son los hombres de los caballitos. Estos son negros y blancos y tienen delicadas flores de colores pintadas en los costados. Después de montar la rueda, los hombres les dan un retoque de pintura para que se vean mejor.
Los siguientes en llegar son los vendedores de comida. Los más avispados se ponen a vender de inmediato. De noche pueden verse las luces de algunos cuantos negocios funcionando y vendiendo churros “especiales”, anchos y desfigurados. Otros venden tajadas fritas de yuca y plátano, en un exaltado homenaje al aceite.
Poco a poco la calle del Instituto de las Hermanas Somascas y la acera frente a la Basílica de Guadalupe van llenándose de improvisadas champas donde se ofrece absolutamente de todo.
En las mañanas el despertar es lento. Los comerciantes viven y duermen en sus champas, junto a su mercancía. Cuelgan cortinas alrededor de la venta para cubrir el local y duermen acomodados en colchonetas sobre la acera o el asfalto. No me pregunten dónde hacen sus necesidades ni cómo se bañan ni de dónde sacan el agua que ocuparán para hacer el fresco que venden en las pupuserías o para hervir inmensas ollas de elotes.
Cuando paso alrededor de las 9 de la mañana para ir al ciber café, muchos de ellos apenas se levantan. Algunos desayunan. Los menos ya están en pie, con la venta ofrecida al cliente, como si nunca durmieran.
Si se camina en dirección al Casino Colonial desde la Plaza Guatemala, lo más común son las ventas de dulces típicos, “elotes locos”, tajadas fritas, pescados (3 por un dólar) y las infaltables pupusas. Pero también se venden camisetas y recuerditos hechos de madera con la imagen de la Virgen además de todo tipo de artículos que nada tienen que ver con la fiesta: pulseras, relojes, películas y música pirateada, equipos de sonido, gorras con toda variedad de logotipos, entre un montón de cosas más.
En medio de aquello, sentadas sobre el asfalto, con la venta colocada sobre un trapo blanco, están un par de guatemaltecas en su traje típico, vendiendo textiles, pulseritas y pisteras de aquel país.
Para el día 11 por la mañana, todas las ventas están funcionando y surgen unas últimas comiderías. Frente a la Basílica, la variedad de productos que se ofrece es otra: candelas de cebo blancas y amarillas con un listón rojo y litografías de la Virgen y de varios santos, algunas con marcos de madera pintados en dorado, rosarios de plástico o madera. Pero también se venden camisetas, toallas, calzoncillos, calcetines y pupusas, muchas pupusas de aspecto agrietado y torpe, que me recuerdan a las que alguna vez hice, cuando niña, aprendiendo a palmear.
Del altavoz de la iglesia, una voz masculina anuncia el horario de servicios y el precio de 3 dólares para quien quiera tomarse una foto en la gruta. Y luego la música religiosa, mientras que en la pupusería junto al portón principal, un parlante escupe un regetón fervorosamente chabacán, que dice: “quítate la ropa y báilame como si fueras una vedette”.
Los primeros peregrinos y devotos comienzan a llegar con sus hijos vestidos de “indios” y hacen la fila correspondiente para entrar a saludar a la Virgen. Como premio, a la salida, podrán montar alguna de las ruedas o comerse un “elote loco”.
No todos los devotos son niños. Algunos adultos que pagan promesa van también vestidos como indios, sobre todo mujeres. Veo una que lleva un traje típico en azul y blanco y estampado en todas partes con el escudo salvadoreño.
Veo otro par que vienen a pie desde no sé dónde, caminando sobre la Carretera de Santa Tecla, que se ha convertido en un interminable embotellamiento, agravado por los carros parqueados a ambos flancos de la carretera y que se comen, literalmente, uno de los carriles. Las dos mujeres van vestidas de indias y una de ellas avanza despacio apoyada sobre un andarivel. Son acompañadas por un par de hombres canosos y al paso que van tardarán cosa de media hora en llegar hasta la Basílica, aunque faltan pocos metros.
Y están los que toman “la foto del caballito”. Durante la semana se han armado los paneles y telas de fondo que les serán alquilados a los fotógrafos. Las telas son aterciopeladas y casi todas tienen la imagen de la Guadalupana. También hay una con el Cristo de Esquipulas y otra con la Iglesia de Panchimalco. Hay un único fondo que tiene graditas y un Santa Claus pintarrajeado sobre un panel de madera.
Los colores de las telas son chillantes y las más modernas tienen un sistema que enciende y apaga lucecitas sobre las estrellas del manto de la Virgen. Frente a las telas hay toda una variedad de caballitos de madera. Se miran antiguos, muy antiguos. El que más me llama la atención es uno cubierto de piel, supongo que de vaca, café y blanco. Es pequeñito y me quedo observándolo fascinada tanto rato, que pronto acude el fotógrafo y me ofrece la foto por 3 dolaritos, para que la lleve de recuerdo a mi casa.
La medianoche del 11 de diciembre, desde el segundo piso de mi nueva morada, veo los juegos de pólvora que queman en la Basílica. Veo las luces de colores reventando en el cielo y pienso que todo esto es una especie de bienvenida. Gracias pues, a quien corresponda.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, 27 de diciembre 2009).
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