En estos días de fin de año me entretuve bastante leyendo “Writer’s Rooms”, una de mis secciones favoritas de The Guardian. En ella diferentes escritores hablan sobre el espacio donde suelen escribir, acompañado de la correspondiente foto. Para mí es fascinante la diversidad o lo común en todos esos espacios, lo particular para cada uno, lo que les gusta o no.
No todos tienen necesariamente una oficina o un estudio. Algunos escriben en la mesa del comedor, otros apoyando su cuaderno en el brazo del sofá o se van a alguna biblioteca pública a escribir. No todos escriben directamente en computadora, muchos hacen un primer borrador a mano. Algunos otros tienen una oficina especial fuera de su casa o apartamento, como John Banville, que alquila un pequeño apartamento en el centro de Dublín para escribir.
En la sección hay todo tipo de escritores, conocidos y desconocidos, pero también se cuela de pronto el estudio de algún compositor musical, de un dibujante o de un escritor de libros de cocina. Entre los conocidos los hay no sólo contemporáneos, sino también los lugares donde escribieron Virginia Woolf, Jane Austen y George Bernard Shaw, entre otros.
La mayoría suele tener en el estudio su biblioteca, pero fuera de esa obviedad, suelen rodearse de objetos queridos o inspiradores: fotos o imágenes de sus escritores favoritos, cuadros, máscaras, objetos de arte, fotografías familiares y similares. Varios tienen dos o más mesas de trabajo y muchos tienen un diván o sofá donde echarse a leer. Algunos tienen un televisor para seguir el fútbol o un equipo de sonido para escuchar música mientras escriben.
Me llamó la atención que varios de ellos se refieren a su espacio de trabajo como “un nido”, por lo confortable y acogedor que les resulta. Por lo demás comparto la noción de que el lugar donde uno escribe es casi que un santuario. Varios de los escritores impiden que el común de la gente entre en dichos lugares.
Esto me dejó pensando en algo que vengo diciéndole desde hace rato a mis amigos y que me miran como la loquita cuando lo refiero. Y es que el espacio de trabajo, sentirse bien en él, es importante para la escritura. Y es en parte por lo que siento que en este lugar donde habito se me ha hecho muy difícil escribir ficción.
Puedo escribir no-ficción (columnas, artículos y blog), en casi que cualquier parte. Pero siento que para la ficción el escenario tiene que ser uno que proporcione intimidad, privacidad y algo que me haga sentir segura, amparada. Porque a fin de cuentas, ahí es donde uno transcurre la mayor parte del día, y a la larga, de su vida. Difícil hacerlo si hay ruidos frecuentes, gente rondando o tocando a la puerta, teléfonos sonando y mil distracciones que rompen ese estado especial del ser en el que se entra cuando se escribe. Y difícil es si uno siente que hay alguna suerte de “amenaza” externa que va a romper esa placidez interior en la que me sumerjo al escribir.
En lo personal soy de las que necesita silencio absoluto mientras escribe (no escucho ni música y desconecto el teléfono), y el imprudente que osa tocar mi puerta mientras escribo se arriesga a conocer la ira de los dioses. Odio que me interrumpan mientras escribo.
Claro, todo escritor trabaja diferente, y los hay quienes pueden escribir su ficción en un café, en un hotel, en un aeropuerto (los que tienen la suerte de tener una portátil...). A ellos los envidio profundamente.
Todo eso me hizo recordar los lugares en los que he escrito. El mejor fue sin duda el estudio de mi casa en Los Planes, donde tenía mi biblioteca, un mueble y un baúl, ambos llenos de papeles y mi par de escritorios. Siempre, menos ahora, he tenido dos grandes mesas de trabajo, uno para la computadora y el equipo de impresión y escaneo y otro, un escritorio que mandé a hacer y que era ancho, con muchas gavetas y en las que hacía el trabajo “a mano”.
Lo mejor de ese estudio eran las dos ventanas de techo a suelo que, aparte de tener buena iluminación y ventilación todo el día, me permitían ver el jardín. Plantas y árboles visitados por ardillas y multitud de pájaros y en la grama, a mis dos gatas descansando plácidamente mientras yo batallaba con mis palabras. (Y no, por desgracia no guardo fotos de aquel estudio, no tenía cámara en aquella época).
Extraño muchísimo ese muy productivo nido. Ojalá este nuevo año me lleve a un nido nuevo. Porque aquí donde estoy no dan ganas de nada.
(En la foto, el estudio de George Bernard Shaw, uno de los que más me gusta, ya que estaba ubicado en una casita a un par de minutos de la casa donde vivía, con todas las comodidades básicas y hasta teléfono para llamar a su esposa y pedir su almuerzo. Foto de Eamonn McCabe).
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