lunes, diciembre 14, 2009

Por motivos de seguridad

Me gustaría vivir donde siempre he vivido en El Salvador: en Los Planes de Renderos, en una casa amplia, con ventanas que permitan entrar mucha luz y tener la vista de un jardín lleno de plantas y árboles, un espacio para sembrar yerbas y hortalizas y hacer composta, y donde mi gata pueda vivir a plenitud sus instintos felinos de correr y asolearse sobre el zacate y la tierra húmeda.

Me gustaría recibir allí a mis amigos, ofrecerles una buena comida y enfrascarnos en pláticas triviales o serias, aquellas que arreglan el mundo o lo desarman, y que ellos pudieran irse de madrugada y yo salir a despedirlos y quedarme viendo la carretera hasta que las luces de sus carros hubieran desaparecido.

Me gustaría tomar un bus y bajar al centro de la ciudad para hacer mis compras en el mercado, conversar un rato con las vendedoras o enfrascarme en el curioso juego del regateo, ir de allá para acá nada más que mirando edificios u observando a la gente (actividad que a los escritores nos encanta hacer), comer una minuta de limón o tamarindo sentada en algún banco de la plaza Barrios, leer un libro o darle de comer a las palomas en la plaza Morazán. Luego pasaría comprando algo de pan dulce en una panadería o a alguna señora instalada en una esquina con su canasto.

Volvería a mi casa en el bus, miraría la hora en mi reloj, y a eso de las cinco iría rapidito al parque Balboa a comprar unas pupusas para la cena, el mismo parque al que, en mi infancia, mi padre me llevó a aprender a andar en triciclo y a caminar entre los bambúes y los árboles de mango y manzana rosa.


Me gustaría, pero es imposible.




En las últimas semanas he andado buscando dónde vivir y en el ejercicio me ha tocado asumir que los salvadoreños hemos sacrificado nuestra forma de vida y costumbres para protegernos de la criminalidad en todas sus variantes.

Las casas no se buscan ni se alquilan en relación al gusto personal o al presupuesto disponible sino a la seguridad que te ofrece la misma. Hay que cerciorarse de que las casas tengan rejas en puertas, ventanas y garaje, alambres de navaja electrificados en los muros más altos posibles, alarmas y portones herméticos que no permitan la vista hacia el interior.

Las residenciales y colonias privadas, con tarifas adicionales por vigilancia, proveen la relativa certeza de que ahí adentro no nos pasará nada y son la opción para quienes pueden financiar un poco de paz mental.

Por favor absténganse de tener imaginación cuando se busca casa. Absolutamente todas son iguales (primer piso: sala, comedor, cocina, área de servicio, quizás un baño social y con suerte un minúsculo patio que, con algo de empeño, se podrá convertir en un jardincito. Segundo piso: tres cuartos y un baño o dos, y pare de contar). Lo único que cambia son las dimensiones y la ubicación.

Ojalá que la residencial no esté cerca de un tugurio, ni siquiera de un barrio de casas humildes o de predios baldíos y llenos de monte. ¿Habrá mareros? ¿Quiénes son y qué hacen los vecinos? ¿Por qué no se mira jugar a los niños en las calles? ¿Por qué todas las casas tienen puertas y ventanas cerradas durante el día?

Si usted quiere algo diferente, tendrá que meter la mano en la profundidad del bolsillo o jugársela en un vecindario sin vigilancia y rodeado de extraños que, es probable, no lo socorrerán ni llamarán al 911 en caso de algún percance, porque el vecino solidario ha desaparecido. Es mejor no meterse en asuntos ajenos, precisamente por motivos de seguridad.

Las residenciales no están precisamente localizadas cerca de supermercados ni otras áreas de servicio. Por lo tanto, comprar un carro se hace casi obligatorio. El carro es y se ha convertido en un medio utilizado, no estrictamente para cubrir las distancias de una ciudad que cada día se expande más, sino como otro instrumento que nos proporciona “seguridad” y que por los menos evita el riesgo de caminar por las aceras o transportarnos en esos instrumentos de pánico y vulnerabilidad en que se han convertido los buses y microbuses.


No me gustan las residenciales por el apretujamiento de casas y por la falta de privacidad que eso implica. Tampoco me gustan por la falta absoluta de creatividad del diseño de sus casas y porque me resulta inconcebible vivir sin un buen jardín. No me gusta la idea de comprar carro porque es mi humilde manera de contribuir en algo a no aumentar el deterioro ambiental. Pero lo que menos me gusta es tener que vivir de una manera que no va de acuerdo con mi concepto de calidad de vida, porque lo prioritario es sentirme “protegida” de la delincuencia.

Habitar residenciales y transportarse en carros ha hecho que muchas personas vivan en una especie de burbuja aislante que los protege de la realidad y sus amenazas. San Salvador es una ciudad por la cual a nadie se le ocurre salir a caminar y donde incluso detalles como el arreglo personal están pensados en función de no provocar a los delincuentes.

Al vivir así hemos otorgado un gran victoria a los criminales, los únicos que se mueven a su antojo y viven a sus anchas en la ciudad.



(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, 13 de diciembre 2009).

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