Cuando tenía 6 años, lo primero que se me ocurrió que iba a ser “cuando fuera grande” era egiptóloga. La idea era irme a vivir a Egipto y descubrir muchas pirámides, momias y sarcófagos. Cuando pude comencé a leer sobre la fascinante cultura egipcia y a soñar con mi futuro montada en un camello, dirigiendo excavaciones como las de Howard Carter y dando conferencias de prensa al pie de la Esfinge para anunciar mis maravillosos descubrimientos, envuelta en exóticos turbantes.
Pocos años después, cuando me enteré que existían doctores dedicados exclusivamente a cuidar animales, pensé que también podría dedicarme a eso. No imaginaba nada mejor que ayudarle a un animalito a sanar cuando estuviera enfermo. Sin embargo, al saber que parte del trabajo veterinario incluye “dormirlos” cuando ya no hay nada qué hacer por ellos, desistí del asunto. Ya me imaginaba llorando a mares con cada animal que se me muriera. Eso no iba a poder soportarlo.
Así es que volví a mi idea original de la Egiptología. Y quizás a eso me hubiera dedicado si no fue porque me enamoré de la Literatura.
Cuando a eso de los 12 años comencé a escribir cuentos y cosas que yo llamaba poemas, a medida que leí libros más largos y complicados, supe con toda certeza que había nacido para imaginar y escribir historias. O retomando lo que dijo hace poco el escritor español Juan Goytisolo, fui genéticamente programada para escribir.
Me considero afortunada de haber tenido esa certeza tan temprano en la vida. Eso es reconocer tu propia vocación. Y la vocación es una combinación del talento natural pero también de una disposición interior que nos brinda la habilidad de realizar una tarea y al mismo tiempo, gozar de su realización.
Estamos en esa época del año en que muchos adolescentes se gradúan y comienzan a pensar seriamente en su futuro. En lo que estudiarán en la universidad, en el oficio al que querrán dedicarse. Por desgracia, muchos de esos sueños e ilusiones no llegan a realizarse por obstáculos de diverso tipo. Algunos son económicos; a veces, cuesta mucho saber lo que se quiere hacer y hay a quienes encontrar su vocación de vida les toma más tiempo; muchos quizás se topan con el desacuerdo familiar, que puede alcanzar dimensiones dramáticas, sobre todo cuando la oposición de los padres se torna en algo férreo.
Mi padre, por ejemplo, estaba obsesionado con que yo estudiara química y farmacia. Mi madre quería que estudiara idiomas para que fuera traductora en las Naciones Unidas. Ambos planteamientos me parecían irrealizables, sobre todo porque no tenían absolutamente nada que ver conmigo. Es decir, mis padres no me conocían verdaderamente y se imaginaban a una hija que nunca llegué a ser.
Siempre fui una hija obediente y sumisa, así es que llevarle la contraria a mis padres y anunciar que estudiaría literatura requirió mucho coraje de mi parte. Ese fue mi primer gran acto de rebeldía. Aquello se convirtió en un drama familiar de proporciones tan apocalípticas que nunca tuvo conciliación. Mi padre me dijo que me moriría de hambre y que estaba muy decepcionado de mí. Mi madre juró que yo estaba loca. Ambos tomaron calmantes nerviosos y un par de tragos para sobreponerse y pensar qué hacer con yo, la demente.
La contradicción de la educación a la que nos vemos sometidos no puede ser más evidente que cuando examinamos el papel que se le asigna al arte. Desde niños nos hacen cantar, bailar, pintar, actuar, escribir y declamar poemas, y ojalá también tocar algún instrumento musical. Los adultos aplauden gozosos ante los niños llenos de gracia. Pero si decidimos que queremos ser artistas, nos llaman a la razón y al orden y a escoger un oficio “decente”, algo que proporcione status social y por supuesto, una buena remuneración económica.
Ahí se origina la concepción del arte como un pasatiempo, como un entretenimiento, pero no como un oficio serio, como un trabajo merecedor de compensación salarial. Es un prejuicio al que se le suman varios otros, como pensar que todos los artistas se dedican a la “vida bohemia” (o sea: sexo, drogas y rock and roll). Como si los demás gremios profesionales jamás se echaran un trago y fueran unos santos consumados.
Debo decirlo: mi vida es un constante sobresalto económico. Un sobresalto que me tiene agotada interiormente. Debo luchar contra una serie de prejuicios absurdos que juzgan mi calidad como persona a partir de lo que escribo y no de lo que soy realmente como ser humano. Me enfrento muchas veces a personas que desde sus posiciones de poder (editorial, académico o administrativo), abusan sin vergüenza alguna y esperan que uno les trabaje de gratis o por limosnas que no compensan el tiempo y el esfuerzo realizado. Debo trabajar casi siempre en tareas alejadas de la literatura y que me secan el cerebro y el alma, todo para poder honrar mis deudas.
¿Pero saben qué? A pesar de todas las ingratitudes que la sociedad impone ante este oficio, no me arrepiento de ser escritora. Porque eso es lo que soy, para eso he nacido y es lo único que me importa hacer en la vida. Todo lo demás sería traicionarme, negar mi propia naturaleza. ¿Y cómo podría verme al espejo cada mañana si no me honro a mí misma siendo fiel a lo que soy?
(Publicado ayer en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica).
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